¡°Llama a Wilmito y dile que nos ayude a conseguir el carro¡±
EL PA?S adelanta un extracto del libro ¡®Ciudadano Wilmito: La historia del primer pran de Venezuela¡¯, del periodista Alfredo Meza
A pap¨¢ le robaron el auto la madrugada del 9 de abril de 2014. Yo estaba de viaje y me enter¨¦ cinco horas despu¨¦s porque ten¨ªa el tel¨¦fono apagado. Cuando lo encend¨ª, el aparato vibr¨® tantas veces que entend¨ª que alguien hab¨ªa estado tratando sin ¨¦xito de comunicarse conmigo.
Ten¨ªa varios mensajes de mam¨¢. No parec¨ªa la misma mujer que destacaba por el timbre agudo de su risa o por la tesitura de su voz, de inflexiones autoritarias. Me hablaba con pena, como si quisiera evitar que alguien la escuchara. Nunca le pude preguntar a pap¨¢ si estaba de acuerdo con lo que ella me pidi¨® entonces...
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A pap¨¢ le robaron el auto la madrugada del 9 de abril de 2014. Yo estaba de viaje y me enter¨¦ cinco horas despu¨¦s porque ten¨ªa el tel¨¦fono apagado. Cuando lo encend¨ª, el aparato vibr¨® tantas veces que entend¨ª que alguien hab¨ªa estado tratando sin ¨¦xito de comunicarse conmigo.
Ten¨ªa varios mensajes de mam¨¢. No parec¨ªa la misma mujer que destacaba por el timbre agudo de su risa o por la tesitura de su voz, de inflexiones autoritarias. Me hablaba con pena, como si quisiera evitar que alguien la escuchara. Nunca le pude preguntar a pap¨¢ si estaba de acuerdo con lo que ella me pidi¨® entonces. Prefiero pensar que mam¨¢ estaba consciente de que ¨¦l nunca hubiera avalado lo que ella estaba a punto de plantearme.
Pap¨¢ era m¨¦dico, se hab¨ªa jubilado de la universidad y trabajaba cuatro tardes a la semana atendiendo a sus pacientes en un consultorio alquilado en Ciudad Bol¨ªvar. Para poder mantener su nivel de vida hab¨ªa vendido la casa de la playa y la oficina que hab¨ªa comprado cuando era joven en otra cl¨ªnica de esa ciudad. Con los a?os entend¨ª que aquel gesto de mam¨¢ era la desesperaci¨®n de un par de viejos sometidos a la desgracia de envejecer en un pa¨ªs colonizado por un Estado malandro.
D¨ªas despu¨¦s, cuando regres¨¦ a Venezuela, convers¨¦ con pap¨¢ sobre lo que hab¨ªa ocurrido. Me cont¨® que hab¨ªa dejado a mam¨¢ de madrugada en el aeropuerto de Ciudad Bol¨ªvar para que tomara el vuelo semanal, que despegaba a las 6:00 a.m. hacia Caracas. Hab¨ªa hecho la reserva con tiempo para evitarse la condena de viajar hacia la capital durante ocho horas por carreteras en mal estado, llenas de huecos y plagadas de se?alizaciones descoloridas. Era una tragedia para toda la ciudad que los aviones llegaran una vez por semana. Cuando era ni?o aterrizaban hasta tres vuelos diarios y yo llevaba la cuenta de esa p¨¦rdida de estatus con algo de dolor porque mis primeros a?os est¨¢n ligados al recuerdo de una diversi¨®n que me ofreci¨® pap¨¢ cuando advirti¨® que me gustaban los aviones. Cada fin de semana me llevaba a ver la maniobra de los viejos DC-9 frente a la terminal. Casi siempre ¨ªbamos en la tarde, pero a veces, si no hac¨ªa tanto calor, pas¨¢bamos al mediod¨ªa. En uno u otro caso la rutina era la misma: una vez que apagaba el carro, pap¨¢ me dec¨ªa que pod¨ªa bajar. Yo abr¨ªa la puerta y corr¨ªa hasta una verja de alambre aluminizado que divid¨ªa el estacionamiento del play¨®n de cemento donde paraba el avi¨®n. All¨ª met¨ªa el pie entre las mallas trenzadas para saludar a los pasajeros que llegaban o se iban. En un recodo, protegido del sol, pap¨¢ le¨ªa un diario mientras me esperaba.
Con el paso de los a?os dejamos de escuchar a diario los potentes motores de los aviones. Pocos ten¨ªan en cuenta a nuestra ciudad en sus itinerarios tur¨ªsticos. Ya no llamaba la atenci¨®n la impronta de un centro hist¨®rico edificado en los tiempos de la Colonia sobre un cerro rocoso, donde el curso del Orinoco se hac¨ªa m¨¢s estrecho. La vieja Angostura, s¨ª, donde Sim¨®n Bol¨ªvar hab¨ªa presidido el hist¨®rico Congreso de Angostura y sancionado la primera Constituci¨®n que le hab¨ªa dado forma a ese extrav¨ªo llamado Venezuela. La vieja Angostura, s¨ª, la triple capital ¡ªde la provincia de Guayana, de Venezuela y de la Gran Colombia¡ª en los a?os rudos de la guerra contra la corona espa?ola. En Ciudad Bol¨ªvar hab¨ªa nacido el pa¨ªs, se hab¨ªa editado el primer diario libre, el Correo del Orinoco, y pens¨¢bamos que hab¨ªa tanto que aprender de nosotros mismos que nos costaba procesar que nuestra ciudad era como un arist¨®crata venido a menos. Todos sab¨ªan de la importancia de este lugar en la fundaci¨®n de la Rep¨²blica, pero en Venezuela la construcci¨®n de la memoria es un preciosismo que siempre est¨¢ postergado por los apremios del presente.
Mis padres se adaptaban a esos horarios infames para llevar su vida normal. Pap¨¢ era un hombre que repet¨ªa sus rutinas y no hab¨ªa quien lo convenciera de modificarlas. Muchas veces le dijimos que, para evitar que lo robaran, no pod¨ªa poner gasolina durante la noche y que tampoco deb¨ªa respetar las luces rojas del sem¨¢foro. Pero pap¨¢ me dec¨ªa que yo lo estaba obligando a desobedecer las leyes y que me aprovechaba de su vejez para imponerme. Siguiendo ese impulso, pap¨¢ advirti¨®, despu¨¦s de dejar a mam¨¢ en la terminal, que casi no ten¨ªa combustible y se par¨® en una estaci¨®n a llenar el tanque. Baj¨® del carro, seleccion¨® el octanaje y coloc¨® el pico en el orificio del dep¨®sito del tanque. No hab¨ªa terminado de presionar el surtidor cuando sinti¨® un empuj¨®n y una voz que ordenaba:
¡ªAp¨¢rtate, viejo de mierda.
Pap¨¢ me ense?¨® a no pelear con los delincuentes. Siempre le quit¨® valor a todo, incluso a aquello que le costaba mucho comprar. No era tanto por aquel consuelo medio tonto de que lo material siempre se recupera, sino por algo incluso mucho m¨¢s pr¨¢ctico: no es posible pelear de igual a igual con quien est¨¢ armado y seguramente sumido en la realidad paralela de las drogas. En casa nunca hubo armas y ¨¦l siempre luci¨® ese blas¨®n con orgullo.
Pap¨¢ advirti¨® que eran dos hombres porque uno de ellos le dijo que no se volteara y otro lo oblig¨® a tenderse boca abajo. Casi al mismo tiempo sinti¨® que le met¨ªan la mano en el bolsillo trasero del pantal¨®n, donde ten¨ªa la billetera. Quiero pensar que en ese momento pap¨¢ hizo lo que alguna vez nos pidi¨®, como una forma de sentirse mejor durante la afrenta de un robo: ¡°Obedezcan al violento y conc¨¦ntrense en el desprecio que sienten por ¨¦l¡±. A pesar del miedo, pap¨¢ me cont¨® que tuvo valor para hablarle a los tipos.
¡ªTomen el dinero, pero no se lleven los papeles, por favor.
Con la cara pegada al suelo, pap¨¢ escuch¨® a los hombres cuando se alejaban en su auto. Antes de levantarse esper¨® a que el sonido del motor se disolviera en la banda sonora del amanecer. A¨²n estaban encendidos los tubos de ne¨®n del escaso techo que proteg¨ªa a los surtidores. Como la gasolinera quedaba cerca del aeropuerto, pap¨¢ camin¨® hasta la terminal y pudo avisarle a mam¨¢, que a¨²n no hab¨ªa subido al avi¨®n, que lo hab¨ªan robado. M¨¢s tarde, aun conmocionados por lo que hab¨ªa pasado, llamaron a unos compadres para que los llevaran a casa.
Les tocaba entonces comenzar a pensar en otro calvario: demostrarle a la Polic¨ªa que lo que hab¨ªa ocurrido era cierto. Pap¨¢ y mam¨¢ sent¨ªan que ese tr¨¢mite era la segunda ofensa del d¨ªa. La palabra hab¨ªa perdido tanto su valor que frente a la autoridad todos eran mentirosos a menos que demostraran lo contrario. Como un billete falso, todo era sometido a verificaciones exhaustivas, a una ristra interminable de comprobaciones que a menudo terminaban en el desconcierto y en la certeza de que lo importante en Venezuela no es tener la verdad sino el poder para imponerla. Fue entonces cuando mam¨¢ me dej¨® aquel mensaje sorpresivo en el buz¨®n de mi tel¨¦fono.
¡ªLlama a Wilmito y dile que nos ayude a conseguir el carro.
Cuatro meses antes, en diciembre de 2013, hab¨ªa llamado a Wilmito, el l¨ªder de la c¨¢rcel de Ciudad Bol¨ªvar, porque quer¨ªa hacerle una entrevista para un perfil que estaba escribiendo. Me interesaba conocer c¨®mo hab¨ªa sido posible que los presos desplazaran al Estado del control de varios penales, como se denunciaba en los medios de comunicaci¨®n, en las organizaciones dedicadas al estudio de los asuntos penitenciarios y en las redes sociales. Tambi¨¦n esperaba darle sustento a lo que repet¨ªan algunos de mis amigos de la infancia y los colegas de pap¨¢. Todos dec¨ªan que Wilmer Jos¨¦ Brizuela Vera no solo era el capo del penal, sino que su influencia trascend¨ªa los l¨ªmites del lugar donde pagaba su condena. Me preguntaba, adem¨¢s, si su poder se deb¨ªa a una alianza oficiosa con la delincuencia. En los a?os siguientes escuch¨¦ varias teor¨ªas al respecto, relacionadas especialmente con el uso de este ej¨¦rcito de desamparados como herramienta de control social por parte del gobierno de Hugo Ch¨¢vez. Sus voceros siempre lo negaron.
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