El Apocalipsis del Cristo Negro
¡°Si los humanos desapareci¨¦ramos todos, estoy seguro de que la jungla devorar¨ªa la Ciudad de Panam¨¢¡±, escribe el autor mexicano en esta cr¨®nica realizada para el proyecto Cuenta Centroam¨¦rica
No soy religioso, pero vine a Panam¨¢ y peregrin¨¦ al santuario del Cristo Negro de Portobelo. Los motivos son a la vez misteriosos y clar¨ªsimos. Estaba comprometido a recorrer el pa¨ªs del Pac¨ªfico al Atl¨¢ntico y de vuelta, pero eleg¨ª Portobelo como destino un tanto por capricho, y otro tanto animado por Celso, mi gu¨ªa y conductor de la ruta, originario de la provincia de Col¨®n y gran creyente en los milagros. En Portobelo, me dijo, hay restos de fortificaciones virreinales desde las que se resistieron las incursiones de los malditos piratas brit¨¢nicos, y se encuentra adem¨¢s un Cristo de madera negra muy venerado, sobreviviente de un naufragio, al que las olas del Caribe llevaron a la costa (en otras versiones, la imagen lleg¨® por error, confundida con un San Pedro que termin¨® en la isla de Taboga, pero me quedo con la explicaci¨®n m¨¢gica).
La camioneta avanza por la ciudad de Panam¨¢, que no ve¨ªa hace unos seis a?os y hoy me parece una mezcla de ella misma con Dub¨¢i, sobrepoblada por las sombras de rascacielos cada d¨ªa m¨¢s ex¨®ticos, gigantescos y turbios. Existen al menos tres maneras de llegar por carretera a Portobelo desde la capital. Hay disponible una ruta forestal, una carretera antigua, y una moderna autopista, la ruta corta, que fue, desde luego, la que yo eleg¨ª. Por citar al Indio Solari, soy un fundamentalista del aire acondicionado, y siempre elegir¨¦ las comodidades si puedo tenerlas. Huyo del calor.
La vitalidad y el poder de la jungla paname?a son abrumadores y los alrededores de la autopista se ven lo suficientemente forestales para m¨ª. Claro, me asombro porque las carreteras alrededor de Guadalajara, mi lejana ciudad, son ¨¢ridas y est¨¢n rodeadas de arbustos, espinos y matorrales generalmente pardos, y s¨®lo condescienden al verde durante unas pocas semanas, tras las lluvias. En cambio, el verdor paname?o parece defender la idea de que la vida no es algo que uno deba ganarse con pena, sino una fuerza incontestable, que no pide permiso sino avasalla. Hay ¨¢rboles hasta el pie mismo de la autopista. Debieron talar millones, pero ya est¨¢n de vuelta, con sus ostentosos matices esmeralda.
Si los humanos desapareci¨¦ramos todos, idea que debo reconocer que me atrae m¨¢s cada vez, estoy seguro de que la jungla devorar¨ªa la Ciudad de Panam¨¢, y sus torres gigantescas se cubrir¨ªan hasta el tope de ¨¢rboles y lianas, como fortalezas postapocal¨ªpticas, y ser¨ªan las ruinas m¨¢s hermosas del planeta: acero, cristal, mamposter¨ªa y vegetaci¨®n. Qu¨¦ l¨¢stima que no podr¨¦ verlas. Qu¨¦ ganas de que mi fantasma se alojara en un barco hundido y siguiera a una foca, como sucede con el narrador de Gal¨¢pagos, de Kurt Vonnegut, y la foca se paseara un buen rato por ah¨ª antes de volver al mar en busca de su almuerzo de pescado crudo.
Como para refrendar la percepci¨®n de que en Panam¨¢ la naturaleza es imparable, en cierto punto, m¨¢s all¨¢ de la zona de Sabanitas, se abate sobre la camioneta una fiera tormenta que nos machaca exactamente por un kil¨®metro y luego se agota, repentina. De los ¨¢rboles brotan mariposas de un azul tan intenso como el de la playera de un equipo de futbol. Celso me explica que son end¨¦micas del ¨¢rea y que, en algunas ¨¦pocas del a?o, revolotean por miles, en apretadas formaciones. Al tomar una curva, notamos, entre el caser¨ªo, un perro enorme con un pelaje de color naranja intenso, tan intenso que en M¨¦xico seguramente ya ser¨ªa candidato a la presidencia de la Rep¨²blica. Mi gu¨ªa aclara que los perros de color deslumbrante no son propios de Panam¨¢, y que jam¨¢s vio uno antes de esta ma?ana. Me pregunto qu¨¦ clase de loco pint¨® a un perro, y por qu¨¦ el animal se ve, sin embargo, tan apacible, como reci¨¦n salido de la est¨¦tica.
Hay m¨¢s perros felices en la entrada del santuario del Cristo Negro; reposan en la resolana del mediod¨ªa. Nadie los molesta. Celso aclara que faltan meses para las fiestas, que no se realizar¨¢n sino en octubre. Entonces, multitudes de peregrinos arribar¨¢n por el camino local, una ramificaci¨®n serpenteante que baja de la autopista, y se congregar¨¢n en la explanada y el templo, y Celso y los suyos marchar¨¢n desde Sabanitas, como hacen cada a?o, y tardar¨¢n siete horas en completar la ruta. Pero otros, cuenta, llegar¨¢n desde la Ciudad de Panam¨¢ y podr¨¢n demorarse m¨¢s de un d¨ªa en recorrer los cien kil¨®metros que separan Pac¨ªfico y Atl¨¢ntico a trav¨¦s de estas carreteras.
Hoy parece que no hay ni un alma en el santuario. Mis pasos hacen eco en el templo vac¨ªo. Apenas dos personas rezan, agazapadas y en voz baja, en distintas zonas de la siller¨ªa. El Cristo Negro es mucho mayor de lo que esperaba, una talla pesada, angulosa, cubierta de ropajes coloridos. No tengo idea de por qu¨¦ no se hundi¨® como una piedra en las aguas de la bah¨ªa si de verdad procede de un naufragio. Supongo que eso ser¨¢ parte del milagro. Me dicen que porque la madera flota, pero Google matiza que eso depende y ciertas clases, como el ¨¦bano o el granadillo, son m¨¢s densas que el agua y se van al fondo. Nadie me sabe dar raz¨®n del material preciso en que se tall¨® el Cristo Negro.
Hay unos cartelones en las paredes que les proponen plegarias a los fieles para recitar ante la imagen. Yo no fui educado en creencia religiosa alguna y no s¨¦ rezar, no quiero leer porque las oraciones propuestas me parecen conjuros prefabricados, poco solemnes. No tengo fe. Ojal¨¢ pudiera, ojal¨¢ me naciera una fe familiar como la de Celso y los suyos, y peregrinara hacia alguna parte, cada a?o, con mis mayores. Pero est¨¢n muertos todos y ni ellos cre¨ªan ni yo creo. Aun as¨ª, tengo ganas de pedirle algo al Cristo Negro y milagroso. Cosas que no deban rog¨¢rsele a Dios, que hasta yo s¨¦ que no se le ruegan. Quisiera pedirle, por ejemplo, que el equipo de futbol al que apoya el amigo que me invit¨® a escribir esta cr¨®nica pierda la final del torneo mexicano.
Pero no lo pido, el hijo de Dios no es el genio de la l¨¢mpara, despu¨¦s de todo, y supongo que tendr¨¢ sus par¨¢metros. Pido ser feliz, que es un deseo tan b¨¢sico que concederlo no deber¨ªa costarle tanto. Al salir de la iglesia veo unos puestecitos de recuerdos y compro una miniatura de yeso del Cristo Negro. El vendedor me indica que lo coloque en mi casa y pida y pida siempre que pueda ¡°porque ¨¦l da¡±. ¡°Pero no creo¡±, le replico. ¡°Usted h¨¢game caso y pida¡±, insiste ¨¦l.
Volvemos a la autopista rodeada de selva, a la camioneta con aire acondicionado, y a la capital. Si no soy feliz en vida, espero al menos que el Cristo me conceda que los humanos nos licuemos en la tierra, y queden solamente edificios y jungla, solo mariposas azul el¨¦ctrico y perros serenos y felices comi¨¦ndose nuestros restos. No ser¨¦ religioso, pero hasta yo s¨¦ que el Apocalipsis no es amenaza, sino promesa.