Cuando ¨¦ramos tan guapos
Babelia adelanta un cap¨ªtulo de ¡®El huerto de Emerson¡¯, el nuevo libro de Luis Landero tras el ¨¦xito de ¡®Lluvia fina¡¯, un compendio de memoria personal y ensayo sobre la escritura y la lectura que llegar¨¢ a las librer¨ªas el 3 de febrero
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Adem¨¢s de una s¨®lida obra narrativa, Luis Landero ha ido desarrollando una particular indagaci¨®n sobre la memoria y la escritura en libros como ¡®Entre l¨ªneas: el cuento o la vida¡¯ y ¡®El balc¨®n en invierno¡¯. A ellos se suma la semana que viene ¡®El huerto de Emerson¡¯, un conjuntos de estampas construidas con mucho humor y lo justo de melancol¨ªa en las que el novelista explica su forma de preparar una novela y las lecturas que marcaron su formaci¨®n al tiempo que recuerda sus primeros amores, sus a?os como profesor de franc¨¦s con miedo a que se descubriera que no dominaba esa lengua, un visita a la tumba de sus padres o uno de sus proyectos m¨¢s antiguos: escribir un libro con los 100 mejores actos sexuales de la literatura universal.
?Qu¨¦ hacer cuando el amor llama a tu puerta? ?Le abrimos?, ?fingimos estar ausentes?, ?le decimos vuelva usted ma?ana o lo despedimos sin m¨¢s, como a un mendigo o a una visita inoportuna?, ?le exigimos antecedentes, salvoconductos, documentos de acreditaci¨®n?, ?lo ahuyentamos a gritos y a patadas como si se tratara de un intruso? Lo que quiero contar ahora es muy dif¨ªcil de contar, muy confuso, y no s¨¦ si sabr¨¦ contarlo como yo quisiera, es decir, como quisiera el coraz¨®n, o como vagamente lo veo escrito en la gram¨¢tica de los sue?os.
Ver¨¦is, yo era muy guapo cuando me quer¨ªa Marta. Nunca, jam¨¢s, ni siquiera en la imaginaci¨®n, fui tan esbelto, tan atractivo y cautivador como entonces. ?Y cu¨¢nto me quer¨ªa ella! Con tanto amor, ?c¨®mo no ser hermoso? Ten¨ªais que haberla visto. Era muy joven, casi una muchacha, y a veces ven¨ªa a clase con un pantal¨®n de pana verde con peto y una carpeta escolar llena de pegatinas y fotos psicod¨¦licas. Yo me mov¨ªa con aplomo y agilidad por el Madrid de entonces. Ten¨ªais que haberme visto a m¨ª tambi¨¦n. Sol¨ªa usar una bufanda roja muy larga, y mi letra era muy peque?a, a¨²n m¨¢s que ahora. Escrib¨ªa a hurtadillas, con verg¨¹enza e inseguridad, en cuadernos cuadriculados tama?o cuartilla y aprovechaba mucho el papel, nada de m¨¢rgenes ni de interl¨ªneas generosas. Escrib¨ªa como quien mete la mano al tiento en una madriguera a ver qu¨¦ encuentra, y nadie sab¨ªa que yo escrib¨ªa, que yo era escritor.
Por las tardes sal¨ªa con mi bufanda y con mis libros camino del trabajo. Me gustaba verme reflejado en los escaparates. ¡°Ese soy yo¡±, pensaba. Y era en verdad guapo, muy guapo, porque me miraba con los ojos prestados de Marta, sus preciosos ojos verdes, tan frescos y luminosos, tan profundos, tan reci¨¦n pescados. Agua profunda y transparente de alg¨²n mar tropical. Cuando me miraba, a veces hab¨ªa en ellos una lenta enso?aci¨®n morbosa. S¨ª, ella me hab¨ªa inventado, como ocurre siempre en el amor, y yo me asomaba a los espejos y ve¨ªa all¨ª aquel invento prodigioso de Marta que era yo. Al pasar junto a un ¨¢rbol, acariciaba con las yemas de los dedos las hojas bajas del oto?o. Recib¨ªa ofrendas del viento o del anochecer. La luz parpadeante de una hamburgueser¨ªa, el c¨¢lido aliento del metro, el olor presentido de las pr¨®ximas lluvias. En aquellos tiempos, y en d¨ªas as¨ª, no hubiera cambiado un bolero por la Novena de Beethoven.
Esto ocurri¨® en un tiempo y en un pa¨ªs en que muchos de nosotros est¨¢bamos enamorados de la vida. ?Os acord¨¢is?, ?os lo han contado acaso? Estim¨¢bamos a nuestros pol¨ªticos y confi¨¢bamos en ellos. Confi¨¢bamos tambi¨¦n en los peri¨®dicos y en los periodistas, y los admir¨¢bamos, y hab¨ªa muchos j¨®venes que de mayores quer¨ªan ser periodistas. Era una ¨¦poca incierta, pero nosotros viv¨ªamos confiados y alegres. Casi pod¨ªamos acariciar el futuro como el lomo de un tigre amigo y hasta c¨®mplice. No tem¨ªamos por nuestros hijos. Los llev¨¢bamos al parque, al zoo, mont¨¢bamos en el telef¨¦rico, en un camello, com¨ªamos helados, vest¨ªamos de cualquier forma, y al otro d¨ªa madrug¨¢bamos y nos ¨ªbamos contentos al trabajo. Nos gustaba la vida, nos gust¨¢bamos a nosotros mismos, nos sab¨ªamos muchas canciones de memoria y las cant¨¢bamos a coro en las sobremesas. Parec¨ªa que en el resto de Europa era lunes y que aqu¨ª era domingo. ?ramos felices, pero no solo por ser j¨®venes sino porque todo parec¨ªa entonces joven. Las promesas ten¨ªan casi tanto valor como las monedas de curso legal. Todo lo viejo hab¨ªa quedado atr¨¢s, y todo ten¨ªa un aire de novedad y livian¨ªa, y no solo nos gustaba disfrutar de la libertad sino que, exagerando su disfrute, represent¨¢bamos cada d¨ªa la alegre comedia de la libertad. Y luego, no s¨¦ en qu¨¦ momento, en qu¨¦ aciaga sucesi¨®n de momentos, todo aquel alarde de dicha y de vigor comenz¨® a convertirse en rutina, en decepci¨®n y en impostura. Y nosotros, todos, de pronto nos hicimos feos y empezamos a envejecer y a olvidar las alegres canciones de entonces.
As¨ª que yo viv¨ªa en un mundo de plenitud personal, pero tambi¨¦n hist¨®rica. Y en cuanto a Marta, ?era tan joven, tan bonita! Le gustaban mucho los portaminas, y a veces le sangraban un poco las enc¨ªas. Algo de ni?a perduraba a¨²n en ella. La descuidada avidez con que se mord¨ªa las u?as, un ensimismamiento enfurru?ado que poco despu¨¦s se resolv¨ªa en una sonrisa deslumbrante... Una vez, en la penumbra del anochecer, descubr¨ª en ella, o bien ella me revel¨® por un instante, sin hablar, solo con la mirada, su sabia y turbadora madurez de mujer.
Todo en ella, empezando por su mero existir y estar en este mundo, era maravilloso. Los hombres se volv¨ªan a mirarla, no pod¨ªan evitarlo. Pero su belleza era suya, no era yo quien la creaba. No me atrev¨ªa a hacerlo. Yo le ten¨ªa mucho miedo al amor. Quiz¨¢ porque no cre¨ªa en m¨ª, nunca he cre¨ªdo en m¨ª, ni como escritor ni como gal¨¢n, y me parec¨ªa que yo era muy poco para ella. Ella se merec¨ªa m¨¢s, mucho m¨¢s. Yo solo era guapo porque Marta lo hab¨ªa decidido as¨ª, pero cuando ella no estaba, ?c¨®mo era yo en realidad, mi cara, mi figura?
Tambi¨¦n de ni?o alguna vez fui guapo. Como aquel d¨ªa en que una vieja me par¨® en la calle y me dijo: "?Ad¨®nde va este ni?o tan lindo? Si parece un ¨¢ngel custodio. ?Ay, pobres corazones de las mujeres cuando sea mayor!", y me dio un beso y se march¨®. Yo iba camino de la escuela, all¨¢ en el pueblo, en el Lejano Entonces. Me volv¨ª para ver c¨®mo se alejaba y me llen¨¦ de una infinita gratitud hacia ella. Ganas me daban de llorar. Ella se alejaba aprisa, muy aprisa, como si tuviera muchas cosas a las que atender. Parec¨ªa un mensajero, y lo era. Era un mensajero, portador de recados divinos. Aquel fue un momento importante en mi vida. Por primera vez sent¨ª que el futuro se abr¨ªa luminoso ante m¨ª.
Y otra vez, con diecis¨¦is a?os, divagando por la floresta de la orilla del r¨ªo Jarama, adonde hab¨ªamos ido a ba?arnos toda la familia y otras familias de emigrantes, apart¨¦ unas ramas y de pronto me encontr¨¦ ante dos chicas veintea?eras que estaban en ba?ador, tendidas en el suelo en la intimidad id¨ªlica de un clarito que hac¨ªa all¨ª la espesura. Me par¨¦ ante ellas, vergonzoso, asustado, sin saber qu¨¦ hacer ni qu¨¦ decir. Ellas fumaban y me miraban burlonas y curiosas. Una de ellas dijo al fin, despu¨¦s de dar una profunda calada al cigarrillo y de expulsar art¨ªsticamente el humo: "Dentro de pocos a?os vas a ser un guayabo". Era la primera vez que o¨ªa esa palabra, pero me sent¨ª muy halagado, como pocas veces en mi vida, y a¨²n hoy me acompa?a, me enorgullece, me consuela. Hay palabras que han llegado demasiado pronto a mi vida, otras que llegaron tarde, y otras que llegaron en su justo momento. Y hay tambi¨¦n palabras que vienen y se van, y otras que se quedan ya para siempre con nosotros. Pues bien, esta palabra de la que hablo lleg¨® a su tiempo y aqu¨ª sigue conmigo, despu¨¦s de tantos a?os.
Yo entonces era ya poeta. "?Poeta?", dec¨ªan las muchachas del barrio, mir¨¢ndome admiradas. Y yo les dec¨ªa que s¨ª, que poeta, y les daba a leer mis versos. Luego es verdad que ellas prefer¨ªan a otros, que se iban con otros, y sus manos y sus besos eran para otros, pero para ti siempre quedaba una mirada so?adora y una sonrisa de inefable dulzura, y un mensaje velado entre nosotros: "Aunque me vaya con otro, t¨² siempre ser¨¢s mi preferido".
En aquella ¨¦poca, yo s¨ª conoc¨ªa el amor, y no le ten¨ªa miedo, sino al contrario, lo buscaba con desesperaci¨®n y temeridad. Sin invenci¨®n no hay amor, y yo me inventaba a las amadas, las adornaba con todo tipo de dones y atributos. Me enamoraba locamente y de un modo total, porque el amor, cuando es de verdad, no es divisible ni puede graduarse. De haber podido, yo habr¨ªa dividido y repartido mi amor entre la amada, Dios, mi madre, mis hermanas, mis amigos, los indiecitos de los Andes que no ten¨ªan para comer, los que andan errantes por el mundo, quiz¨¢ bajo la lluvia o el sol abrasador, y estoy seguro de que el amor hubiera dado para todos. Pero no pod¨ªa ser, porque mi amor, mi infinito amor, era solo para la amada, todo para ella, sin desperdicios de mondas o miguitas, y todo cuanto no fuese la amada me era del todo ajeno y hasta odioso. Yo odiaba a todos a fuerza de amarla solo a ella. Por eso el amor nos hace solitarios, y a m¨ª aquellos amores, como no eran correspondidos, me hac¨ªan adem¨¢s sufrir mucho y en soledad, pero ?c¨®mo disfrutaba yo con aquel sufrimiento! Sin ¨¦l, la vida carec¨ªa de sentido. Ocurr¨ªa incluso que a veces el sufrimiento no necesitaba ya de la amada para existir, sino que era soberano, desp¨®tico, se?or de s¨ª mismo, y que en su af¨¢n de poder exced¨ªa los l¨ªmites del amor para extender sus dominios hacia todos los ¨¢mbitos de la m¨¢gica angustia existencial.
Con tanto dolor, el mundo se me hac¨ªa insoportable. As¨ª que me escond¨ªa en casa y me pon¨ªa a leer. Leer entonces no era como ahora. Leer entonces era entregarse a las palabras con la misma desesperaci¨®n que al sufrimiento o al amor. Era como tirarse de cabeza a una hoguera, a un abismo, a un r¨ªo voraginoso. Como ofrecer el pecho al filo c¨®mplice de la espada enemiga. Le¨ªa a B¨¦cquer, a Rabindranath Tagore, a Juan Ram¨®n, a Mika Waltari, a Marcial Lafuente Estefan¨ªa, y tambi¨¦n all¨ª hab¨ªa mucho dolor del que disfrutar. Y mientras le¨ªa y sufr¨ªa, tambi¨¦n era guapo, ya lo creo que s¨ª. Y luego ocurr¨ªa que, cuando el dolor de los libros se hac¨ªa insufrible, sal¨ªa de casa para distraerme y consolarme con los peque?os placeres de la vida. Y ya siempre fue as¨ª. A veces pienso que yo he viajado, he alternado, he follado, he bebido, he paseado, he contado chistes, he cantado en las sobremesas, he hecho tertulias, he jugado al f¨²tbol y gritado los goles..., para evadirme del dolor que me inspiraban los infortunios de Ant¨ªgona, de los gitanos de Lorca, del pobre Orlando cuando Sasha, cuyos ojos parec¨ªan tambi¨¦n reci¨¦n pescados, huye en su nave mar adentro, de Desd¨¦mona en su noche nupcial...
Pas¨¦ de la infancia a la literatura, sin transici¨®n. Y es que los primeros encuentros con las cosas son siempre los m¨¢s extraordinarios y asombrosos, y los que no olvidaremos nunca, porque esas experiencias son ya para siempre. El primer encuentro con el amor, con la muerte, con la soledad, con las palabras, con el fuego. La primera vez que sentimos el latir de un p¨¢jaro vivo entre las manos. La primera vez que dormimos en el campo bajo las estrellas. Esa es la infancia: la edad de los hallazgos perdurables. Por eso la infancia es para siempre. Fuera de ella, y de su problem¨¢tica prolongaci¨®n en la adolescencia, a m¨ª siempre me ha gustado m¨¢s so?ar la vida que vivirla. Mis mejores viajes, como ya dije, los he hecho con los libros, o con la fantas¨ªa cuando regresaba de ellos, de los viajes, y los recreaba en la memoria. Y lo mismo el amor.
Cuando miraba a Marta, a veces estaba deseando marcharme y quedarme a solas para verla en la memoria con los ojos omnipotentes de la imaginaci¨®n. Al cabo del tiempo, ya casi en la vejez, descubr¨ª que, sin saberlo, siempre he sido plat¨®nico. Del amor, de la belleza, del arte, de la literatura..., he percibido solo p¨¢lidos vislumbres de algo que yo s¨¦ bien que existe, pero que es inalcanzable y que para vivirlo solo cabe so?arlo. Quiz¨¢ el problema no ha sido Marta, Pepita o Filomena, sino Plat¨®n, solo Plat¨®n. Pero a veces se produce el milagro y uno est¨¢ a punto de alcanzar el sue?o, de tocarlo, de tenerlo en las manos, como entonces, cuando el sue?o se llamaba Marta y era Marta.
?Qu¨¦ hacer cuando el amor llama a tu puerta? Yo ten¨ªa que haber atendido a los dictados de mi coraz¨®n. Pero mi coraz¨®n call¨®, o yo no tuve valor para escucharlo. Fue una tarde de septiembre. Lejos del mundo, habl¨¢bamos en el banco de un parque bajo la protecci¨®n de unas ramas bajas, un enorme cedro que nos envolv¨ªa en la intimidad de su penumbra azul. El banco estaba en un sendero de arena angosto y solitario. Menos el destino, todo en esa tarde nos bendec¨ªa, nos bendijo, ¨¦ramos los elegidos para vivir una aventura que era solo nuestra, inventada por la fortuna exclusivamente para nosotros. ?ramos ¨²nicos, guapos como nadie, y el futuro era nuestro. Casi pod¨ªamos acariciarlo, como a un tigre amigo. Pero yo hab¨ªa resuelto ya que prefer¨ªa so?ar a Marta el resto de mi vida que vivir con ella los a?os que hubiese durado nuestro amor. Yo sab¨ªa desde el principio que ¨¦ramos como dos barquitos arrastrados uno hacia el otro por corrientes contrarias, destinados a encontrarnos un instante en un remolino impetuoso para enseguida separarnos y seguir cada cual su propio e inevitable rumbo. Nuestro amor era hermoso porque tambi¨¦n era fugaz, como las tormentas de verano, como los dientes de le¨®n que se deshacen en el viento.
Estuve hablando mucho tiempo bajo el dosel del cedro. Yo o¨ªa c¨®mo mis palabras iban rindiendo al futuro el sucio tributo del miedo y de la sensatez. Necesit¨¦ de todo mi talento literario para armar un calculado balbuceo teatral. Amontonaba y amontonaba razones y quejas que atenuaran mi cobard¨ªa y justificaran mi huida. Ya estaba atardeciendo cuando acab¨¦ de hablar. Marta hizo por sonre¨ªr, y la sonrisa agoniz¨® en sus ojos antes que en sus labios, donde qued¨® una mueca amarga de decepci¨®n y acaso de desd¨¦n. De pronto el viento se enfureci¨® y las ramas del cedro se agitaron sobre el silencio que hab¨ªan dejado mis palabras. El ¨²ltimo sol doraba vagamente el sendero de arena. Sin habernos despedido a¨²n, est¨¢bamos ya viviendo en el futuro, nuestras vidas ya bifurcadas para siempre. No dijo nada, y su silencio lo dec¨ªa todo. Su silencio retumbaba dentro de m¨ª, y su fragor era insoportable. Caminamos por el sendero, oyendo nuestros pasos lentos y desparejados, y cuando entramos en las primeras luces de la ciudad, nos despedimos para siempre, y yo me vine a vivir a esta regi¨®n helada donde habita el olvido...
Y con el adi¨®s dej¨¦ de ser guapo y alegre, igual que tras aquel domingo prodigioso que dur¨® varios a?os nos convertimos en ciudadanos de lunes, feos y tristes. Y en cuanto al futuro, ya no volvimos nunca a confiar en ¨¦l.
El huerto de Emerson
Editorial: Tusquets, 2021.
Tapa blanda, 240 p¨¢ginas, 19 euros.