El exilio, el amor y la traici¨®n contados por el Nobel Abdulrazak Gurnah
A sus 65 a?os, el comerciante tanzano Saleh Omar aterriza en el aeropuerto de Gatwick. Lleva una caja de caoba y un pasaporte falso. Su historia marca el punto de partida de ¡®A orillas del mar¡¯, que se publica el jueves 24 en Salamandra
Rachel dijo que vendr¨ªa m¨¢s tarde, y a veces, cuando lo dice, lo hace. Me mand¨® una tarjeta ¡ªno tengo tel¨¦fono en el piso, me niego a tenerlo¡ª en la que me ped¨ªa que la llamara si me ven¨ªa mal la visita, pero no la he llamado; no veo necesidad de hacerlo. Ya es tarde, as¨ª que no creo que venga, al menos hoy.
Pero es verdad que en la tarjeta pon¨ªa ¡°despu¨¦s de las seis¡±. A lo mejor no era m¨¢s que un gesto amable, una manera de hacerme saber que ha pensado en m¨ª con el convencimiento de que me servir¨ªa de consuelo, y as¨ª es. No importa, a estas alturas me basta con que no aparezca a altas ...
Rachel dijo que vendr¨ªa m¨¢s tarde, y a veces, cuando lo dice, lo hace. Me mand¨® una tarjeta ¡ªno tengo tel¨¦fono en el piso, me niego a tenerlo¡ª en la que me ped¨ªa que la llamara si me ven¨ªa mal la visita, pero no la he llamado; no veo necesidad de hacerlo. Ya es tarde, as¨ª que no creo que venga, al menos hoy.
Pero es verdad que en la tarjeta pon¨ªa ¡°despu¨¦s de las seis¡±. A lo mejor no era m¨¢s que un gesto amable, una manera de hacerme saber que ha pensado en m¨ª con el convencimiento de que me servir¨ªa de consuelo, y as¨ª es. No importa, a estas alturas me basta con que no aparezca a altas horas de la noche, rompiendo el elocuente silencio nocturno con una bater¨ªa de explicaciones y disculpas, desgranando un plan tras otro hasta consumir el tiempo de oscuridad restante.
Me maravilla lo valiosas que han llegado a ser para m¨ª esas horas de oscuridad, c¨®mo los silencios de la noche se han ido colmando de murmullos y bisbiseos cuando antes eran tan espantosamente inertes, tan agarrotados por el extra?o sigilo que planeaba sobre las palabras. Es como si, al venir a vivir aqu¨ª, hubiera cerrado una puerta estrecha y abierto otra que da a una amplia explanada. En la oscuridad pierdo la noci¨®n del espacio, y en esa nada adquiero una mayor conciencia de m¨ª mismo y distingo las voces con m¨¢s claridad, como si las oyera por primera vez. A veces me llega, como un susurro acallado, una m¨²sica que suena en la distancia, al aire libre. Anhelo la noche que pone fin a cada ¨¢rido d¨ªa, aunque me atemoricen la oscuridad, sus infinitos recovecos y sus sombras cambiantes. A veces pienso que mi destino es vivir entre los escombros y el caos de casas ruinosas.
No es f¨¢cil determinar con precisi¨®n c¨®mo he llegado a este punto, afirmar con cierta seguridad que aquello dio lugar a esto y luego a lo otro... de modo que aqu¨ª estamos. Los recuerdos se me escurren entre los dedos, e incluso mientras los evoco para mis adentros me llegan ecos de algo que estoy reprimiendo, algo que he olvidado recordar, lo que complica el relato, mal que me pese. No obstante, puedo contar algunas cosas y siento el impulso de hacerlo, de dar cuenta de los dramas menores que he presenciado y de los que he formado parte, aunque los finales y los principios se hayan difuminado. No creo que sea un impulso noble; quiero decir que no conozco una gran verdad que me muera por divulgar, ni he vivido una experiencia ejemplar capaz de arrojar luz sobre nuestras circunstancias y el tiempo que nos ha tocado vivir. Aunque he vivido lo m¨ªo. Aqu¨ª todo es tan distinto que me parece como si una existencia hubiese llegado a su fin y estuviese empezando otra, por lo que quiz¨¢ deber¨ªa decir que he vivido otra vida en otro lugar, pero ha quedado atr¨¢s. Sin embargo, s¨¦ que esa existencia anterior bulle, palpita y goza de buena salud en mi pasado y en mi futuro. No tengo sino tiempo en las manos y estoy en manos del tiempo, conque m¨¢s me vale rendir cuentas. Al fin y al cabo, todos tenemos que hacerlo tarde o temprano.
Vivo en una peque?a ciudad a orillas del mar, como he hecho siempre, aunque la mayor parte de mi vida haya transcurrido muy lejos de aqu¨ª, junto a un gran oc¨¦ano de c¨¢lidas aguas esmeralda. Ahora llevo la semivida de un forastero, atisbando interiores a trav¨¦s de la pantalla del televisor e imaginando las infinitas cuitas que afligen a quienes veo durante mis caminatas. No tengo la menor idea de qu¨¦ les inquieta, pese a que los observo con atenci¨®n y me fijo en todo lo que puedo, pero me temo que reconozco poco de lo que veo. No es que sean misteriosos, sino que su extra?eza me desarma. Apenas entiendo el esfuerzo que parece acompa?ar sus acciones m¨¢s cotidianas.
Parecen agotados y distra¨ªdos, se frotan los ojos como si les escocieran mientras se enfrentan a calamidades incomprensibles para m¨ª. A lo mejor exagero o simplemente no puedo evitar recrearme en aquello que nos distingue, en subrayar los contrastes; puede que simplemente resistan el embate del viento fr¨ªo que sopla desde el tenebroso oc¨¦ano aunque yo me emperre en encontrarle sentido a lo que veo, pero a estas alturas de la vida es dif¨ªcil aprender a no ver, aprender a callar el significado de lo que creo ver. Me fascinan sus rostros. Se burlan de m¨ª, o al menos eso creo.
No conozco una gran verdad que me muera por divulgar, ni he vivido una experiencia ejemplar capaz de arrojar luz sobre nuestras circunstancias y el tiempo que nos ha tocado vivir. Aunque he vivido lo m¨ªo
Las calles me ponen tenso y nervioso, y a veces ni siquiera estando encerrado en mi piso soy capaz de dormir o de sentarme c¨®modamente a descansar por culpa de los crujidos y murmullos que agitan la parte baja del aire. La parte superior siempre est¨¢ agitada porque es all¨ª donde habitan Dios y sus ¨¢ngeles, que acostumbran a debatir sobre las altas esferas pol¨ªticas, adem¨¢s de purgar traiciones y revueltas. No les gustan los oyentes fortuitos, ni los que andan buscando informaci¨®n para otros o para s¨ª mismos; bastante tienen ya con decidir el destino del universo. Por precauci¨®n, de tanto en tanto los ¨¢ngeles desatan un chaparr¨®n corrosivo para disuadir a los curiosos con la amenaza de infligirles lesiones deformantes. La parte central del aire es la zona de contenci¨®n donde los funcionarios, los ifrits que hacen antesala, los locuaces yins y las ondulantes serpientes se retuercen, agitan y enfurecen mientras aguardan los consejos de sus superiores: "?Eh, eh!, ?has o¨ªdo eso? ?Qu¨¦ habr¨¢ querido decir?" En el turbio aire inferior se encuentran los oportunistas sin mala fe y las almas c¨¢ndidas que se creen cualquier cosa y se prestan a todo, los ingenuos y apocados que, como son legi¨®n, abarrotan y contaminan los estrechos espacios donde se hacinan. All¨ª me encontrar¨¦is a m¨ª: en ning¨²n lugar encajo mejor. O tal vez deber¨ªa decir que en ning¨²n lugar encajaba mejor. All¨ª me habr¨ªais encontrado cuando estaba en la flor de la vida, pues desde que he llegado a esta ciudad no puedo dejar de percibir los recelos e inquietudes que agitan el aire y las calles. Pero no en todas partes. Me refiero a que no siento esta agitaci¨®n all¨¢ donde vaya, ni en todo momento. Por las ma?anas, las tiendas de muebles son lugares silenciosos y despejados por los que paseo a mis anchas sin m¨¢s motivo de preocupaci¨®n que las diminutas part¨ªculas de fibras sint¨¦ticas que flotan en el aire y me corroen las fosas nasales y los bronquios, por lo que acaban oblig¨¢ndome a marcharme y me disuaden de volver durante un tiempo.
Encontr¨¦ las tiendas de muebles por casualidad, al poco de llegar, cuando me trasladaron aqu¨ª, aunque siempre me han interesado los muebles. Cuando menos, son lastres que nos mantienen con los pies en el suelo, evitando as¨ª que trepemos desnudos a los ¨¢rboles y nos pongamos a aullar, abrumados por el espanto de nuestras vanas existencias. Impiden que vaguemos sin rumbo por junglas inexpugnables, urdiendo actos de canibalismo en los claros y las cuevas h¨²medas. Hablo por m¨ª, aunque me atrever¨ªa a incluir en mi banal sabidur¨ªa a quienes callan. Sea como fuere, la gente que se ocupa de los refugiados me busc¨® este piso, que me permiti¨® dejar el bed and breakfast de Celia. El viaje desde all¨ª fue breve, pero hubo que dar muchas vueltas por calles cortas flanqueadas por hileras de casas similares entre s¨ª. Ten¨ªa la sensaci¨®n de que me estaban llevando a un escondrijo, si no fuera porque las calles eran tan rectas y silenciosas que bien podr¨ªan haber sido las de aquella otra ciudad donde una vez viv¨ª. Pero no: todo estaba demasiado limpio, reluciente y despejado, demasiado silencioso. Las calles eran demasiado anchas y los postes de alumbrado demasiado regulares; los bordillos estaban intactos y todo funcionaba como es debido. No es que la ciudad donde viv¨ªa antes fuera excesivamente mugrienta y sombr¨ªa, pero las calles se retorc¨ªan como si quisieran enroscarse en torno a los putrefactos desechos de intimidades fermentadas. No, no pod¨ªa haber sido aquella ciudad, aunque en algo se le parec¨ªa porque me hac¨ªa sentir acorralado y observado. De manera que, en cuanto me dejaron, sal¨ª para ver d¨®nde me hallaba y si pod¨ªa encontrar el mar. As¨ª fue como di con esa peque?a aldea de tiendas de muebles a la vuelta de la esquina: seis establecimientos en total, cada uno tan grande como un almac¨¦n, dispuestos en una cuadr¨ªcula rodeada de plazas de aparcamiento. El lugar se llama Middle Square Park. La mayor¨ªa de las ma?anas est¨¢ tranquilo y desierto, y yo me paseo entre camas y sof¨¢s hasta que las fibras me ahuyentan. Entro en una tienda distinta cada d¨ªa, y despu¨¦s de mi primera o segunda visita, los dependientes dejaron de fijarse en m¨ª. Deambulo entre sof¨¢s y mesas de comedor, camas y aparadores, demor¨¢ndome unos instantes ante alg¨²n art¨ªculo, probando mecanismos, mirando los precios o comparando tapizados. Huelga decir que hay muebles feos y recargados, pero alguno que otro es elegante e ingenioso, y durante un rato me siento satisfecho en esos almacenes, y hasta llego a creer en la clemencia y la absoluci¨®n.
Soy un refugiado, un solicitante de asilo. No son palabras huecas, aunque el h¨¢bito de o¨ªrlas haga que lo parezcan. Llegu¨¦ al aeropuerto de Gatwick el 23 de noviembre del a?o pasado a ¨²ltima hora de la tarde. ?se es un peque?o cl¨ªmax com¨²n a todas nuestras historias: el momento en que dejamos atr¨¢s lo conocido y llegamos a un lugar extra?o llevando nuestro m¨ªnimo y desordenado equipaje, reprimiendo ambiciones secretas y embrolladas. Para algunos, entre los que me incluyo, era la primera vez que viaj¨¢bamos en avi¨®n y que lleg¨¢bamos a un lugar tan monumental como un aeropuerto, aunque hubi¨¦semos viajado antes por mar y tierra, y en las alas de la imaginaci¨®n. Camin¨¦ despacio por lo que me parecieron t¨²neles desiertos y silenciosos en los que reinaba una luz fr¨ªa, aunque ahora, al echar la vista atr¨¢s, s¨¦ que pas¨¦ delante de hileras de asientos, grandes ventanales, letreros y se?ales. Recuerdo los t¨²neles, la inmensa oscuridad de fuera jaspeada de fina lluvia y la luz que tiraba de m¨ª hacia dentro. Lo que sabemos con frecuencia nos impide dejar atr¨¢s la ignorancia, nos hace ver el mundo como si sigui¨¦ramos en cuclillas sobre el tibio charco que acompa?aba nuestros terrores infantiles. Avanc¨¦ despacio, sorprendido de que, ante cada nuevo y angustioso cambio de sentido, me esperara una se?al que me dec¨ªa ad¨®nde ir. Andaba despacio para no saltarme alguna indicaci¨®n ni equivocarme al leer las se?ales, para no acabar desorientado y nervioso, llamando la atenci¨®n antes de tiempo. En el control de pasaportes me llevaron a una sala aparte. "Pasaporte", dijo el hombre cuando me qued¨¦ plantado ante ¨¦l un instante m¨¢s de la cuenta a la espera de que me descubrieran y detuvieran. Ten¨ªa cara de pocos amigos, aunque su mirada inexpresiva pretend¨ªa ocultar todo sentimiento. Me hab¨ªan dicho que no hablara, que fingiera no saber una palabra de ingl¨¦s. No estaba seguro del porqu¨¦, pero no iba a deso¨ªr un consejo que sonaba de lo m¨¢s astuto, la clase de artima?a que cualquier desheredado debe conocer. "Te preguntar¨¢n tu nombre, el nombre de tu padre y los m¨¦ritos que te avalan; no digas nada." Cuando el hombre dijo "pasaporte" por segunda vez, se lo tend¨ª estremeci¨¦ndome de antemano ante el maltrato y las amenazas que esperaba recibir. Estaba acostumbrado a funcionarios que te fulminan con la mirada y montan en c¨®lera ante el menor contratiempo, que juegan contigo y te humillan por el puro placer de ejercer su sagrada autoridad. Esperaba que ese alhamel de inmigraci¨®n, parapetado tras su peque?o mostrador, anotara algo, gru?era o negara con la cabeza, que levantara los ojos despacio y me mirara fijamente con el infinito aplomo con que los afortunados contemplan a quienes imploran, pero tras hojear mi documento de pega me mir¨® con mal disimulada alegr¨ªa, como el pescador que acaba de notar un tir¨®n en el anzuelo: no ten¨ªa visado de entrada. Cogi¨® el tel¨¦fono y habl¨® un momento. Ya sonriendo abiertamente, me pidi¨® que esperara a un lado.
Ten¨ªa los ojos clavados en el suelo, por lo que no vi acercarse al hombre que me llev¨® consigo para interrogarme. Me llam¨® por mi nombre y, cuando levant¨¦ la vista, esboz¨® una sonrisa cordial y cosmopolita con la que parec¨ªa querer tranquilizarme, como si dijera: "?Por qu¨¦ no me acompa?a, y as¨ª solucionamos este problemilla?" Mientras lo segu¨ªa a paso ligero, repar¨¦ en que le sobraban unos cuantos kilos y no parec¨ªa gozar de buena salud. Para cuando llegamos a la sala de entrevistas, jadeaba un poco. Se afloj¨® el cuello de la camisa, se sent¨® en una silla e intent¨® acomodarse sin ¨¦xito. Se me antoj¨® una criatura sudorosa atrapada en un cuerpo que le disgustaba y tem¨ª que su mal humor lo predispusiera en mi contra, pero volvi¨® a sonre¨ªr y me habl¨® en un tono comedido y educado. Est¨¢bamos en un cuartucho ciego, sin moqueta en el suelo y sin m¨¢s muebles que la mesa que nos separaba y un banco corrido a lo largo de la pared, ba?ado todo ello por la cruda luz de unos tubos fluorescentes que hac¨ªan que las paredes grises parecieran encogerse cuando las miraba con el rabillo del ojo. Me dijo que se llamaba Kevin Edelman al tiempo que se se?alaba la placa de la chaqueta. "Que Dios te conceda salud, Kevin Edelman." Volvi¨® a sonre¨ªr. Sonre¨ªa mucho, quiz¨¢ porque, pese a mis esfuerzos, me notaba nervioso y quer¨ªa tranquilizarme, o quiz¨¢ porque en su oficio era inevitable regodearse en la incomodidad de quien ten¨ªan en frente. Cogi¨® un bloc de papel amarillo que hab¨ªa sobre la mesa y se puso a copiar el nombre que ven¨ªa en mi pasaporte de pega antes de dirigirme la palabra.
¡ª?Puedo ver su billete, por favor?
"El billete, por supuesto."
¡ªVeo que lleva equipaje ¡ªdijo, se?alando el documento¡ª. Debo pedirle el tal¨®n de identificaci¨®n del equipaje.
Me hice el tonto: lo del billete cualquiera pod¨ªa deducirlo aunque no supiera ingl¨¦s, pero "tal¨®n de identificaci¨®n del equipaje" requer¨ªa un buen dominio de la lengua.
¡ªVoy a pedir que recojan... ¡ªempez¨®, colocando mi billete al lado de su bloc de notas, pero no acab¨® la frase y volvi¨® a sonre¨ªr. Ten¨ªa la cara alargada, algo carnosa en las sienes, sobre todo cuando sonre¨ªa.
A lo mejor se relam¨ªa anticipando el ambivalente placer de revolver mi equipaje con la seguridad de que ¨¦ste le dir¨ªa lo que quer¨ªa saber con o sin mi colaboraci¨®n. Supongo que le dar¨ªa gusto el escrutinio, como cuando vemos una habitaci¨®n antes de que la hayan preparado para ser vista, antes de que su vulgar pero aut¨¦ntica naturaleza se haya transformado en algo parecido a una exhibici¨®n. Imagino que tambi¨¦n le encantar¨ªa tener libre acceso a los c¨®digos secretos que revelan lo que la gente trata de ocultar: una hermen¨¦utica del equipaje que equivale a seguir un rastro arqueol¨®gico o a examinar las l¨ªneas de una carta n¨¢utica. Me qued¨¦ callado y acompas¨¦ mi respiraci¨®n a la suya para que no se me escaparan las primeras se?ales de fastidio.
¡ª?Cu¨¢l es la raz¨®n de su viaje al Reino Unido? ?Turismo? ?Est¨¢ usted de vacaciones? ?Dispone usted de medios? ?Tiene dinero? ?Cheques de viaje? ?Libras esterlinas? ?D¨®lares? ?Conoce a alguien que pueda avalarlo? ?Alguna direcci¨®n de contacto? ?Pensaba alojarse con alguien durante su estancia en el Reino Unido? Me cago en todo lo que se menea. ?Tiene usted familia en el Reino Unido? ?Entiende algo de lo que le digo? Me temo que sus papeles no est¨¢n en regla, se?or, por lo que tendr¨¦ que negarle el permiso de entrada a menos que pueda esclarecer sus circunstancias. ?Tiene alguna documentaci¨®n que pueda ayudarme a entender sus circunstancias? ?Papeles, tiene usted papeles?
Kevin Edelman sali¨® de la habitaci¨®n y yo me qued¨¦ all¨ª tranquilamente sentado, reprimiendo un suspiro de alivio, y cont¨¦ hacia atr¨¢s desde ciento cuarenta y cinco, que es la cifra a la que hab¨ªa llegado mientras ¨¦l me hablaba. Me contuve para no inclinarme hacia delante e inspeccionar su bloc a fin de averiguar si se ol¨ªa algo pese a mi atolondrado mutismo. Sospechaba que pod¨ªa haber alguien espi¨¢ndome por alg¨²n orificio, buscando precisamente esa clase de gesto incriminatorio. Debe de haber sido el dramatismo del momento lo que me hizo pensarlo, como si a alguien le importara lo m¨¢s m¨ªnimo si me hurgaba la nariz o me met¨ªa diamantes por salva sea la parte con tal de no declararlos. Tarde o temprano averiguar¨ªan lo que necesitaban saber: dispon¨ªan de aparatos para ello, ya me lo hab¨ªan advertido. Y sus funcionarios hab¨ªan recibido una formaci¨®n muy costosa para descubrir las mentiras de gente como yo, y adem¨¢s ten¨ªan mucha experiencia, de modo que me qued¨¦ quieto y cont¨¦ en silencio, cerrando de vez en cuando los ojos para insinuar angustia, reflexi¨®n y un atisbo de resignaci¨®n. "En tus manos estoy, Kevin."
Volvi¨® con la peque?a bolsa de lona verde que constitu¨ªa todo mi equipaje y la deposit¨® sobre el banco.
¡ª?Le importar¨ªa abrirla, si es tan amable? ¡ªdijo.
Puse cara de inquietud y perplejidad, o ¨¦sa era la intenci¨®n, y esper¨¦ a que se explicara mejor. Kevin Edelman me fulmin¨® con la mirada y se?al¨® la bolsa, de modo que, entre sonrisas de aliviada comprensi¨®n y gestos de asentimiento, me levant¨¦ y abr¨ª la cremallera. Sac¨® mis cosas una por una y las deposit¨® con cuidado en el banco, como si se tratara de prendas finas y delicadas: dos camisas ¡ªuna azul y otra amarilla, ambas deste?idas¡ª, tres camisetas blancas, unos pantalones marrones, tres pares de calzoncillos, dos pares de calcetines, un kanzu blanco de algod¨®n, dos sarunis, una toalla y un cofrecito de madera. Cuando lleg¨® a este ¨²ltimo suspir¨®, lo mir¨® del derecho y del rev¨¦s con curiosidad y lleg¨® incluso a olfatearlo.
¡ª?Caoba? ¡ªpregunt¨®.
No contest¨¦, claro est¨¢, conmovido ante la visi¨®n de los m¨ªseros recuerdos de toda una vida esparcidos sobre un banco en aquel cuartucho mal ventilado. Pero no era mi vida la que yac¨ªa en ese banco, sino tan s¨®lo los objetos que hab¨ªa escogido como hitos de una historia que confiaba en poder contar. Kevin Edelman abri¨® el cofre y dio un respingo de sorpresa al ver el contenido. Quiz¨¢ esperaba encontrar joyas u objetos de valor. Drogas.
¡ª?Qu¨¦ es esto? ¡ªpregunt¨® mientras olisqueaba el cofre abierto con gesto aprensivo. Era una pregunta innecesaria porque, en cuanto abri¨® la caja, la habitaci¨®n se llen¨® de un maravilloso perfume¡ª. Incienso ¡ªa?adi¨®¡ª. Es incienso, ?verdad?
Cerr¨® el cofre y lo deposit¨® en el banco con una mirada risue?a que ilumin¨® sus ojos cansados. Interesante bot¨ªn salido de alg¨²n bazar hediondo y sofocante. Atendiendo a sus instrucciones, me sent¨¦ en una silla y esper¨¦ mientras se acercaba al banco con su bloc y hac¨ªa inventario de los lamentables art¨ªculos all¨ª expuestos.
Luego volvi¨® a la mesa y apunt¨® algo m¨¢s: ya hab¨ªa llenado dos o tres p¨¢ginas del bloc. Dej¨® la pluma sobre la mesa y se recost¨® en la silla sin poder reprimir un leve gesto de dolor cuando el respaldo se le clav¨® en los om¨®platos cargados. Parec¨ªa satisfecho de s¨ª mismo, casi alegre. Not¨¦ que estaba a punto de dictar sentencia y no pude reprimir una oleada de amargura y p¨¢nico.
¡ªSe?or Shaab¨¢n, no lo conozco e ignoro las razones que lo han tra¨ªdo hasta aqu¨ª y los gastos que le puede haber acarreado el viaje y dem¨¢s, pero lamento mucho comunicarle que voy a tener que denegarle la entrada en el Reino Unido. No tiene usted un visado de entrada v¨¢lido, no posee medios materiales ni tiene a nadie que pueda responder por usted. No creo que entienda lo que le estoy diciendo, pero debo dec¨ªrselo de todos modos antes de sellarle el pasaporte. El sello de entrada denegada implica que, la pr¨®xima vez que intente entrar usted en el Reino Unido, ser¨¢ autom¨¢ticamente rechazado salvo que tenga los papeles en orden, por supuesto. ?Ha entendido lo que acabo de decirle? No, ya me lo figuraba. Lo siento, pero estas formalidades son obligatorias. Intentaremos buscar a alguien que hable su idioma para que pueda explic¨¢rselo m¨¢s adelante. Mientras tanto, lo pondremos en el primer vuelo disponible de regreso al punto de donde ha venido con la compa?¨ªa a¨¦rea que lo ha tra¨ªdo hasta aqu¨ª.
Dicho esto, hoje¨® mi pasaporte en busca de una p¨¢gina en blanco y luego cogi¨® un peque?o sello que hab¨ªa dejado sobre la mesa al volver la primera vez.
¡ªRefugiado ¡ªdije¡ª. Asilo.
Kevin Edelman alz¨® la vista y yo la baj¨¦. En su mirada hab¨ªa ira.
¡ªDe modo que habla usted ingl¨¦s ¡ªme reproch¨®¡ª. ?Ha estado usted tom¨¢ndome el pelo, se?or Shaab¨¢n!
¡ªRefugiado ¡ªrepet¨ª¡ª. Asilo.
Lo mir¨¦ fugazmente al decirlo y, cuando me dispon¨ªa a repetir aquellas palabras por tercera vez, Kevin Edelman me interrumpi¨®. El gesto se le hab¨ªa ensombrecido y el ritmo de su respiraci¨®n hab¨ªa cambiado, de modo que me costaba m¨¢s acompasar la m¨ªa con la suya. Inspir¨® profundamente, sin duda esforz¨¢ndose por no perder los estribos, aunque nada le hubiese gustado m¨¢s que tirar de una palanca y hacer que se abriera un abismo bajo mis pies. Lo s¨¦ porque en mi vida anterior dese¨¦ eso mismo en incontables ocasiones.
¡ª?Habla usted ingl¨¦s, se?or Shaab¨¢n? ¡ªpregunt¨® recuperando el tono conciliador, pero esta vez m¨¢s esforzado que cordial, un tono oficialmente afable, poco natural.
"Puede que lo hable, puede que no." Mi respiraci¨®n volv¨ªa a acompasarse con la suya.
¡ªRefugiado ¡ªinsist¨ª se?al¨¢ndome el pecho¡ª. Asilo.
Me dedic¨® una sonrisa esquinada, como si lo estuviera incordiando, y una larga mirada que esta vez le devolv¨ª, sonriendo abiertamente. Suspir¨® con gesto hastiado, neg¨® despacio con la cabeza y rio para sus adentros, tal vez divertido por mi sonrisa perpleja. Me hizo sentir como un fastidioso y est¨²pido detenido que lo hubiese despistado moment¨¢neamente durante el interrogatorio con un nimio juego de palabras. Aunque no fuera necesario, procur¨¦ recordarme a m¨ª mismo que deb¨ªa permanecer alerta ante la posibilidad de un ataque por sorpresa. No era necesario porque ¨¦l ten¨ªa muchas opciones y yo s¨®lo una: asegurarme de que Kevin Edelman no se enfadara y se planteara hacer alguna barbaridad. Debi¨® de ser aquel cuartucho diminuto y la enga?osa cortes¨ªa con que me hablaba lo que me hizo sentir como un detenido, cuando ambos sab¨ªamos que era yo quien trataba de entrar y ¨¦l de imped¨ªrmelo. Hoje¨® con desgana mi pasaporte y volv¨ª a sentirme como un estorbo que, sin necesidad alguna, causaba molestias e inconvenientes a gente de bien. Me dej¨® una vez m¨¢s a solas en la habitaci¨®n mientras iba a consultar y comprobar mi situaci¨®n.
La gente como usted se viene aqu¨ª sin tener la menor idea del da?o que causa. No encaja usted en este lugar, no valora las cosas que nosotros valoramos, no ha tenido que sacrificarse por ellas a lo largo de varias generaciones... y no lo queremos aqu¨ª
Yo sab¨ªa que le dir¨ªan que, por razones que ni siquiera ahora tengo del todo claras, el gobierno brit¨¢nico hab¨ªa decidido conceder asilo a quienes vinieran de donde yo ven¨ªa si aduc¨ªan que su vida corr¨ªa peligro. Los brit¨¢nicos quer¨ªan dejar claro ante la opini¨®n p¨²blica internacional que nuestro gobierno era en su opini¨®n una amenaza para sus propios ciudadanos, cosa que ellos mismos, y el resto del mundo, sab¨ªan desde hac¨ªa mucho. Pero los tiempos hab¨ªan cambiado y ahora todos los miembros de la mal llamada comunidad internacional sacaban pecho para demostrar que no iban a seguir tolerando las insolencias de la indisciplinada y siempre belicosa chusma que pululaba en aquellas sabanas resecas. Hasta ah¨ª pod¨ªamos llegar. Pero ?qu¨¦ vileza hab¨ªa cometido nuestro gobierno que fuera peor que las cometidas con anterioridad? Hab¨ªa ama?ado unas elecciones falsificando las cifras en las mism¨ªsimas narices de los observadores internacionales, cuando los anteriores gobiernos se hab¨ªan limitado a encarcelar, violar, matar y en general humillar a sus ciudadanos. El caso es que esa conducta delictiva obligaba al gobierno brit¨¢nico a garantizar el asilo a cualquiera que afirmase que su vida corr¨ªa peligro: una manera barata de manifestar su desaprobaci¨®n m¨¢s all¨¢ de toda duda. Adem¨¢s, no ¨¦ramos demasiados; en aquella islita de gente relativamente pobre, s¨®lo unos pocos pod¨ªan costearse el billete. Varias decenas de j¨®venes se las arreglaron para reunir la cantidad necesaria obligando a parientes y conocidos a desprenderse de sus ahorros secretos o a pedir dinero prestado con la seguridad de que, al llegar a Londres, ser¨ªan admitidos como solicitantes de asilo porque tem¨ªan por sus vidas. Yo tambi¨¦n tem¨ªa por mi vida desde hac¨ªa a?os, pero s¨®lo en los ¨²ltimos tiempos mi miedo hab¨ªa alcanzado proporciones de crisis, as¨ª que, cuando me enter¨¦ de que estaban dejando entrar a los j¨®venes, me decid¨ª a emprender el viaje.
De modo que yo sab¨ªa que Kevin Edelman volver¨ªa al cabo de pocos minutos con otro sello en la mano. Ya me ve¨ªa camino del centro de refugiados o de alg¨²n otro alojamiento, salvo que el gobierno brit¨¢nico hubiese cambiado de opini¨®n mientras yo viajaba en el avi¨®n y hubiese decidido que la broma ya hab¨ªa ido demasiado lejos. Cosa que no ocurri¨®, porque Kevin Edelman volvi¨® a los pocos minutos con una expresi¨®n entre ir¨®nica y divertida, aunque con aire de derrota. Me di cuenta de que al final no iba a meterme en un avi¨®n de vuelta a mi lugar de origen, ese otro lugar donde los oprimidos se las arreglan para sobrevivir. Me sent¨ª aliviado.
¡ªSe?or Shaab¨¢n, ?por qu¨¦ hace esto a su edad? ¡ªpregunt¨® sent¨¢ndose torpemente con aire abatido, el rostro crispado de preocupaci¨®n. Luego se reclin¨® en la silla acomodando los hombros con cautela¡ª. ?De veras corre peligro su vida? ?Es usted consciente de lo que est¨¢ haciendo? Quien lo haya persuadido para meterse en esta aventura le ha hecho un flaco favor, se lo aseguro: no habla usted una palabra de ingl¨¦s, y lo m¨¢s probable es que no lo aprenda nunca. ?Sabe que es muy raro que las personas mayores lleguen a hablar una lengua nueva? Puede llevarle a?os que acepten su solicitud, y aun as¨ª es posible que lo manden de vuelta de todos modos. Nadie le va a dar trabajo. Se sentir¨¢ usted solo, desdichado y pobre, y si enferma no habr¨¢ nadie que lo cuide. ?Por qu¨¦ no se ha quedado en su pa¨ªs, donde podr¨ªa envejecer en paz? Esto del asilo es para j¨®venes que buscan trabajar y prosperar en Europa, ?no cree? No es una cuesti¨®n moral, sino mera codicia. Ni miedo a morir, ni aut¨¦ntico peligro: codicia. A su edad, se?or Shaab¨¢n, tendr¨ªa usted que saberlo.
?A qu¨¦ edad se supone que uno debe dejar de temer por su vida o aceptar vivir con miedo? ?C¨®mo sab¨ªa Kevin Edelman que mi vida corr¨ªa menos peligro que la de esos j¨®venes a los que dejaban entrar? ?Por qu¨¦ iba a ser inmoral querer vivir mejor y sentirse a salvo, por qu¨¦ se consideraba simple codicia? Pese a todo, me conmov¨ªa que se preocupara por m¨ª, y hubiese deseado romper mi silencio para decirle que no se inquietase, que era mayorcito y sab¨ªa cuidarme. "Por favor, caballero, tenga usted la amabilidad de sellar ese pasaporte y enviarme a alg¨²n centro de detenci¨®n seguro." Baj¨¦ los ojos por si la viveza de mi expresi¨®n revelaba que lo hab¨ªa entendido.
¡ªSe?or Shaab¨¢n, m¨ªrese a s¨ª mismo y mire las cosas que ha tra¨ªdo con usted ¡ªdijo visiblemente frustrado, alargando el brazo hacia mis posesiones terrenales¡ª: esto es lo ¨²nico que tendr¨¢ si se queda. ?Qu¨¦ espera encontrar aqu¨ª? Perm¨ªtame decirle algo: mis padres eran refugiados de Ruman¨ªa. Se lo contar¨ªa si tuvi¨¦ramos m¨¢s tiempo, pero lo que trato de decir es que algo s¨¦ del desarraigo y de lo que significa vivir en un pa¨ªs ajeno. S¨¦ lo que implica ser extranjero y pobre porque mis padres lo sufrieron en sus propias carnes cuando llegaron a este pa¨ªs, y tambi¨¦n s¨¦ que tiene sus recompensas. Pero mis padres son europeos: tienen derecho a estar aqu¨ª, son como parte de la familia. M¨ªrese, se?or Shaab¨¢n. Me apena dec¨ªrselo porque no lo va a entender, y ojal¨¢ lo entendiera de una pu?etera vez: la gente como usted se viene aqu¨ª sin tener la menor idea del da?o que causa. No encaja usted en este lugar, no valora las cosas que nosotros valoramos, no ha tenido que sacrificarse por ellas a lo largo de varias generaciones... y no lo queremos aqu¨ª. Le haremos la vida imposible, lo someteremos a toda clase de humillaciones y quiz¨¢ incluso a actos de violencia. ?Por qu¨¦ hace esto, se?or Shaab¨¢n?
?Ojal¨¢ que esta carne tan firme, tan s¨®lida, se fundiera y derritiera hecha roc¨ªo! Hasta ese momento hab¨ªa sido f¨¢cil acompasar mi respiraci¨®n con la suya mientras hablaba porque la mayor parte del tiempo lo hac¨ªa en un tono pausado y neutro, como si se limitara a recitar reglamentos.
Edelman... ?era un apellido alem¨¢n? ?O jud¨ªo? ?O quiz¨¢ inventado? Hecha roc¨ªo, jud¨ªo, escalofr¨ªo. En cualquier caso, era el apellido del amo de Europa, que conoc¨ªa los valores del continente y se hab¨ªa sacrificado por ellos a lo largo de varias generaciones. Pero es que el mundo entero se hab¨ªa sacrificado por los valores europeos, las m¨¢s de las veces sin alcanzar a disfrutarlos. "Imagina que soy uno de esos objetos que Europa expoli¨®." Me plante¨¦ decirle algo por el estilo, pero por supuesto no lo hice. Era un solicitante de asilo, era la primera vez que pisaba Europa, la primera vez que pisaba un aeropuerto... aunque no la primera vez que me somet¨ªan a un interrogatorio. Conoc¨ªa la importancia del silencio, lo peligrosas que resultan las palabras, de modo que s¨®lo lo pens¨¦ para mis adentros: "?Recuerdas el interminable inventario de objetos valiosos llevados a Europa porque eran demasiado fr¨¢giles y delicados para dejarlos en las torpes y descuidadas manos de los nativos? Pues yo tambi¨¦n soy fr¨¢gil y valioso: un objeto sagrado demasiado delicado para dejarlo en manos de los nativos, as¨ª que m¨¢s te vale acogerme tambi¨¦n a m¨ª. Es broma, es broma."
En cuanto a la humillaci¨®n y la violencia, no tendr¨ªa m¨¢s remedio que arriesgarme... aunque no hay muchos lugares a los que uno pueda huir para evitar la primera, y la segunda puede aparecer como salida de la nada... En cuanto a que alguien lo cuide a uno cuando se vuelva viejo y achacoso, mejor no abrigar demasiadas esperanzas. "?Ay, Kevin, ojal¨¢ que el tim¨®n de tu vida permanezca siempre firme y la tormenta no te sorprenda a cielo descubierto! Ojal¨¢ no pierdas la paciencia con este suplicante, ojal¨¢ tengas la amabilidad de estampar ese sello en mi pasaporte de pega y me dejes atisbar los ancestrales valores europeos, alhamdulil¨¢h. Me urge aliviar la vejiga." Ni siquiera esto ¨²ltimo me atrev¨ª a decirlo, aunque en ese momento era cierto. El silencio trae consigo molestias imprevistas.
Sigui¨® hablando, frunciendo el ce?o y negando con la cabeza, pero yo dej¨¦ de escuchar: es algo que aprend¨ª a hacer con los a?os para huir de vez en cuando de las flagrantes mentiras que deb¨ªa soportar en mi vida anterior. Me qued¨¦ mirando fijamente el pasaporte para recordarle a Kevin Edelman que ya me hab¨ªa salido con la m¨ªa, que se dejara de pamplinas y me pusiera el sello de una vez. Enmudeci¨® de pronto, frustradas sus buenas intenciones de convencerme para que me subiera a ese avi¨®n y dejara Europa en manos de sus leg¨ªtimos amos, y se puso a hojear mi pasaporte con el otro sello, el bueno, entre los dedos. Pero entonces record¨® algo que lo hizo sonre¨ªr. Se acerc¨® de nuevo a mi bolsa de lona verde y sac¨® el cofre. Tal como hab¨ªa hecho antes, lo abri¨® y olfate¨® su contenido.
¡ª?Qu¨¦ es esto? ¡ªpregunt¨® con renovado ¨¦nfasis, el gesto ce?udo¡ª. ?Qu¨¦ es esto, se?or Shaab¨¢n? ?Es incienso? ¡ªAlarg¨® el cofre en mi direcci¨®n, luego se lo acerc¨® a la nariz, inspir¨® profundamente y volvi¨® a tend¨¦rmelo¡ª. ?Qu¨¦ es? ¡ªpregunt¨®, conciliador¡ª. El olor me resulta familiar. Es una especie de incienso, ?verdad?
A lo mejor s¨ª que era jud¨ªo. Le sostuve la mirada sin decir palabra y luego baj¨¦ los ojos. Podr¨ªa haberle dicho que era oud y habr¨ªamos mantenido una agradable conversaci¨®n sobre ese aroma, que quiz¨¢ recordara de alguna ceremonia de su juventud, cuando sus padres todav¨ªa esperaban que participara en las oraciones y fiestas de guardar. Pero entonces no habr¨ªa sellado mi pasaporte, sino que habr¨ªa querido conocer la naturaleza exacta del peligro que corr¨ªa mi vida en ese pedacito de sabana reseca del que hab¨ªa salido, y tal vez incluso me habr¨ªa mandado de vuelta esposado por fingir que no hablaba ingl¨¦s. De manera que no le dije que era oud-al-qamari de la mejor calidad: lo poco que quedaba de una remesa que hab¨ªa comprado hac¨ªa m¨¢s de treinta a?os y no hab¨ªa podido dejar atr¨¢s cuando emprend¨ª el viaje en pos de una nueva vida. Cuando levant¨¦ los ojos, comprend¨ª que me lo iba a robar.
¡ªHabr¨¢ que mandarlo a analizar ¡ªdijo sonriente.
Esper¨® un buen rato para ver si lo hab¨ªa entendido y luego llev¨® el cofre a la mesa, lo dej¨® al lado del bloc amarillo, se tirone¨® de la camisa buscando una mayor holgura y sigui¨® escribiendo.
¡®A orillas del mar¡¯. Abdulrazak Gurnah. Traducci¨®n de Patricia Ant¨®n de Vez y Rita da Costa Garc¨ªa. Salamandra, 2022. 352 p¨¢ginas, 20 euros.
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