Cuando no pod¨ªamos saber todo
A finales del siglo XIX, varios editores lanzaron enciclopedias universales para compilar todo el saber humano
La paradoja es esta: mientras m¨¢s sabemos menos podemos saber. A trav¨¦s de los milenios, hemos acumulado conocimientos a un ritmo espeluznante. Mientras que en el siglo I, Plinio el Viejo se jactaba de poder redactar una Historia Natural con todo lo conocido hasta entonces, a partir del Siglo de las Luces la empresa ya no estaba al alcance de un solo hombre, y si bien Diderot concibiera el proyecto de una enciclopedia total, requiri¨® para llevarlo a cabo la contribuci¨®n de docenas de amigos y expertos. Por supuesto, las enciclopedias colectivas existieron desde mucho antes, desde los cat¨¢logos y glosarios de la Mesopotamia antigua a los mil cap¨ªtulos del Taiping yulan compuesto por orden de un emperador chino a fines del siglo X, pero el caso es que a partir del siglo XVIII nadie osa afirmar, como Pico de la Mir¨¢ndola en el siglo XV, que lo sabe todo.
Para remediar esa flaqueza, y con un ojo en el bolsillo, a fines del siglo XIX varios editores decidieron lanzar la moda de las enciclopedias universales. Ofreciendo de puerta en puerta, o por correspondencia, los imponentes vol¨²menes de las enciclopedias Chambers, Brockhaus, Montaner y Sim¨®n, Britannica y tantas otras, estos nuevos misioneros quisieron hacer creer a quienes se sent¨ªan apabullados por la inmensidad de lo que no sab¨ªan, que ahora tendr¨ªan un acceso privilegiado (la frase es una publicidad para la enciclopedia Larousse) ¡°al Parnaso de las Artes y las Ciencias¡±. Tener una enciclopedia en casa creaba la ilusi¨®n de que all¨ª, al alcance de la mano y en orden alfab¨¦tico, estaba todo lo que uno quisiera y pudiera preguntar, sin por lo tanto llegar a saber todo.
Mi generaci¨®n fue quiz¨¢s la ¨²ltima que se cri¨® entre enciclopedias. Primero El Tesoro de la Juventud, con sus cubiertas sedosas y azules, donde le¨ª por primera vez, en versiones resumidas, las aventuras de Don Quijote y de Ulises; la Junior Enciclopedia publicada por Columbia, en cuyos mapas coloreados aprend¨ª que exist¨ªa un mundo m¨¢s all¨¢ de Europa y Argentina; la casi infinita Espasa Calpe que tronaba en el ¨²ltimo anaquel de la biblioteca de mi padre, en cuyos escalofriantes art¨ªculos sobre ¨®rganos sexuales y enfermedades ven¨¦reas obtuve mi primera educaci¨®n sexual. Consult¨¢bamos la enciclopedia para obtener un dato preciso, pero nos demor¨¢bamos en los art¨ªculos precedentes y posteriores, pasando con voluptuosa curiosidad de las medidas cretas de los Alpes a las campa?as de Alejandro Magno y a la ¨¦tica altruista que Hobbes se dedic¨® a negar. Las miles de p¨¢ginas por descubrir nos fascinaban.
Con la decisi¨®n de no publicar m¨¢s la Enciclopedia Britannica (cuya und¨¦cima edici¨®n Borges consideraba una obra maestra literaria) se cierra una era en la que trocitos de saber universal estaban a nuestro alcance en nuestros anaqueles. Lo cierto es que recorrer un tomo cualquiera, perdernos en el camino y detenernos donde sea, no es igual a teclear una pregunta y recibir la respuesta inmediata. La enciclopedia virtual es sin duda m¨¢s veloz, m¨¢s fehaciente, m¨¢s al d¨ªa (un intr¨¦pido explorador de la Red afirm¨® que la Wikipedia contiene diez veces menos errores que la venerada Britannica). Sin embargo, hay en la lectura demorada, en la curiosidad sin prisa, en la vista material de las riquezas que la vasta enciclopedia de papel promet¨ªa, algo que no puede remplazarse con mera eficacia electr¨®nica. Quiz¨¢s sea la nostalgia de saber que no pod¨ªamos saber todo.
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