Subversi¨®n y moraleja
Los h¨¦roes virtuosos convivieron en los libros infantiles con personajes osados que desafiaban la autoridad. Hoy esa rebeld¨ªa pierde sentido al estar avalada por los padres
Mis primeros compa?eros de juegos fueron Noddy, el mu?eco de Enid Blyton, y el Peque?o Muck, un descendiente alem¨¢n de Las mil y una noches, so?ado por Wilhelm Hauff. M¨¢s tarde, a estos personajes supuestamente correctos y pulcros se agregaron otros de la misma especie: la tan atenta Hormiguita Viajera de Constancio C. Vigil y Narizinha, la ni?a respingada de los cuentos de Monteiro Lobato. Luego vinieron Pinocho, el t¨ªtere de Collodi que aspira a la condici¨®n humana; Bomba, el musculoso ni?o de la selva copiado por un tal Roy Rockwood del Tarz¨¢n de Edgar Rice Burroughs, la servicial Jo de Mujercitas de Louise May Alcott, y tambi¨¦n los lacrim¨®genos y empalagosos h¨¦roes de Cuore de Edmundo d¡¯Amicis que con devoci¨®n y arrojo salvan la vida de la abuela, defienden el honor de la patria y atraviesan el mar en busca de una madre supuestamente desaparecida. Todos parec¨ªan bien educados, m¨¢s o menos obedientes, responsables, y si bien varios se mostraban a veces traviesos y aventureros, al final de la historia reconoc¨ªan sus faltas y eran recompensados con los aplausos de sus mayores.
Poco a poco, a estos paragones fueron sum¨¢ndose otros que, si bien segu¨ªan siendo perfectamente ejemplares, se permit¨ªan ciertos deslices y travesuras. La conducta de Mowgli, el ni?o adoptado por los lobos, emblema del amor que Kipling sinti¨® por los paisajes de la India, no es irreprochable, como tampoco lo es la de Ana de las Tejass Verdes, a trav¨¦s de quien Lucy Maud Montgomery inmortaliz¨® su Isla del Pr¨ªncipe Eduardo. Algo en la naturaleza rebelde de estos lugares tan diversos contamina a los dos protagonistas. Lo mismo sucede con el pirata Sandok¨¢n y la Malasia de Emilio Salgari, y con los m¨ªsticos aventureros de ciertas novelas orientales de Karl May. Robins¨®n Crusoe, en cambio, a pesar de la descorazonadora isla, que le atribuy¨® Daniel Defoe, sigue hasta la ¨²ltima p¨¢gina siendo nada m¨¢s que un caballero ingl¨¦s. De ni?o, sus desventuras y quejas me aburr¨ªan, y no termin¨¦ de leer el libro hasta muchos a?os despu¨¦s.
Pero en v¨ªsperas de mi adolescencia, pas¨¦ a admirar a otros personajes m¨¢s arriesgados, individuos que misteriosamente viven al margen de la sociedad. El embustero Till Eulenspiegel, el astuto Huckleberry Finn, el drogadicto Sherlock Holmes me sedujeron (y siguen seduci¨¦ndome) porque sospecho que yo adivinaba, en sus artima?as y artificios, estrategias para sobrevivir en un mundo que empezaba a parecerme de m¨¢s en m¨¢s despiadado.
El mundo real, tangible, de reglas coherentes y m¨¢gicas, era para m¨ª el de las p¨¢ginas del libro
Mis lecturas infantiles tuvieron esto de diferente de las que las sucedieron: el mundo real, tangible, de reglas coherentes y m¨¢gicas, era para m¨ª el de las p¨¢ginas del libro, y no el de los inconvenientes rituales cotidianos de mi casa y de mi escuela, por lo dem¨¢s absurdos y contradictorios. Me daba un placer enorme reconocer en las aventuras de Jim Hawkins en La isla del tesoro, o de Alicia en el Pa¨ªs de las Maravillas, una desobediencia, una m¨ªnima rebeld¨ªa. Cuando Jim roba el mapa al espantoso ciego Blind Pew, o cuando Alicia se pone de pie en la corte de los reyes de naipes y desmantela el rid¨ªculo juicio, yo me regocijaba secretamente. Quiz¨¢s ni Stevenson ni el reverendo Dogson (al menos bajo su identidad carrolliana) se hubiesen escandalizado al descubrir que sus cuentos infantiles fueron para m¨ª las primeras lecciones de anarquismo.
Sin bien, sobre todo en el siglo XIX, los editores trataron de alimentar las bibliotecas infantiles con obras moralizadoras y cr¨®nicas de vidas ejemplares, los autores m¨¢s inspirados minaron esas endebles redacciones dogm¨¢ticas y permitieron que, siempre dentro de un marco socialmente aceptable, sus peque?os protagonistas pudiesen cuestionar de vez en cuando las autoridades supremas y vivir peligrosamente, al menos hasta la redenci¨®n final, las deseadas aventuras. Si bien Mowgli acaba rindi¨¦ndose a la sociedad de los hombres, Alicia regresa al mundo victoriano y Pinocho acepta la mentirosa promesa del Hada Azul (¡°s¨¦ bueno y honesto y ser¨¢s feliz¡±) y se vuelve un ni?o de carne y hueso, ning¨²n ni?o cree verdaderamente que la historia acaba as¨ª. Otro es el final que buscamos.
En 1914, el escritor ingl¨¦s Hector Hugh Munro firm¨®, bajo el seud¨®nimo de Saki, un cuento llamado El narrador, en el que un hombre joven, encerrado en un compartimento de tren con dos hermanitas inquietas y su desesperada t¨ªa, intenta calmar a las peque?as salvajes cont¨¢ndoles un cuento acerca de una ni?a ¡°horriblemente buena¡±, tan ¡°horriblemente¡± buena que ha recibido numerosas medallas por su excelente comportamiento. El novedoso adverbio es todo lo que las hermanas necesitan para quedar embelesadas con el cuento que acaba, despu¨¦s de numerosos e ingeniosos apartes, cuando la hero¨ªna, que al contrario de Caperucita no se desv¨ªa nunca del camino recto, es devorada por un lobo que la oye acercarse gracias al tintineo de sus medallas. No desviarse del recto camino no es una estrategia que asegura la sobrevivencia: eso quiso hacer expl¨ªcito el marqu¨¦s de Sade al narrar las interminables desventuras de la virtuosa Justine. Los ni?os secretamente saben que plegarse a los hip¨®critas requisitos de la sociedad de adultos no los ayudar¨¢ a sobrevivir en un mundo de lobos ni a encontrar su propia senda en el mundo de Caperucita. Desv¨ªos, artima?as, astucias, invenciones taimadas es lo que los verdaderos h¨¦roes requieren. Ulises, el ingenioso embustero, sobrevive y vuelve a casa. H¨¦ctor, el noble guerrero que obedece las reglas, no.
Pero para poseer el vigor de un personaje que logra sobreponerse a la estupidez del mundo, los ardides del argumento deben ser sutiles, los motivos ocultos, la subversi¨®n casi invisible. La historia debe aparentar respetar las reglas de civilidad y buenas maneras, sostener sin reservas los c¨®digos de conducta tradicionales, someterse al poder de la autoridad, y todo esto sin dejar ver que, en realidad, lo que el autor se propone es cuestionar la autoridad de tal poder, infringir las reglas, oponerse a la tradici¨®n. As¨ª los libros de Alicia fueron le¨ªdos por los victorianos sin percibir (o sin confesar que percib¨ªan) los meticulosos e implacables ataques contra el absurdo cotidiano, y el viaje submarino del Capit¨¢n Nemo fue disfrutado por generaciones de complacidos burgueses sin adivinar (o sin querer adivinar) que las acciones del personaje de Julio Verne anticipaban los estragos terroristas de nuestro tiempo. Los ni?os, en cambio, incapaces de lecturas inocentes, sospechan que algo innombrado se oculta en la sombra de sus h¨¦roes.
Los h¨¦roes de la literatura infantil de nuestro tiempo son por esa raz¨®n mayormente inconsecuentes: publicitados y explicados como objetos de consumo
Hoy en d¨ªa, temo que gran parte de esta ense?anza secreta, de este fortalecedor placer en los prohibido, haya sido recuperado y emasculado, como tantas otras cosas ¨ªntimas y esenciales, por el mundo comercial. Los mercaderes que Cristo, con tanta raz¨®n, ech¨® a patadas del templo, han vuelto y se han instalado en cada una de las ¨¢reas de nuestra existencia. Las canciones de protesta forman ahora parte del cat¨¢logo de las grandes compa?¨ªas de m¨²sica, los harapientos uniformes revolucionarios desfilan en las m¨¢s costosas casas de moda, las series de televisi¨®n m¨¢s contestatarias son producidas por cadenas reaccionarias como la Fox, los libros infantiles m¨¢s subversivos son publicados por editoriales multinacionales y exhibidos sin temor en listas de best sellers. As¨ª, convertido en producto de consumo, el panfleto m¨¢s inflamatorio se hace inocuo y banal. Los h¨¦roes de la literatura infantil de nuestro tiempo son por esa raz¨®n mayormente inconsecuentes: publicitados y explicados como objetos de consumo, se han vuelto inofensivos y obvios puesto que los adultos los han aceptado con todos sus excesos y atrevimientos, desenmascar¨¢ndolos desde el ¡°¨¦rase una vez¡±. Harry Potter, Adrian Mole, Greg y los otros son audaces aventureros que se oponen a la sociedad pero s¨®lo entre las cubiertas de sus libros. Un ni?o entiende que no tiene gracia sentirse, junto a su h¨¦roe, fuera de la ley si los adultos aprueban la supuesta transgresi¨®n y hasta la juzgan divertida. La imaginaci¨®n no caza en jaur¨ªas: para imaginar eficazmente, el ni?o necesita la soledad mental absoluta; saber que ¨²nicamente entre las p¨¢ginas del libro, si tiene suerte y si el libro lo interpela, descubrir¨¢ por s¨ª mismo el hilo de una historia secreta contada ¨²nicamente para ¨¦l. A esa singular lecci¨®n aspira toda la literatura.
Babelia
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