Me acuerdo de Bernard Frank
El pasado d¨ªa 3 se cumplieron ocho a?os (aniversario imperfecto) de la muerte de Bernard Frank, al que sigo echando much¨ªsimo de menos. Joan de Sagarra me lo descubri¨®, inyect¨¢ndome una adicci¨®n muy poderosa: gracias a ¨¦l le¨ª toda su obra (y todo sobre ¨¦l) con pasi¨®n man¨ªaca. Devoraba cada semana su cr¨®nica en el Nouvel Observateur, rastreaba sus primeros libros, sus textos m¨¢s arcanos. Durante a?os intent¨¦ copiarle. No me preocupaba porque ten¨ªa la sensaci¨®n de que ¨²nicamente lo le¨ªamos Sagarra y yo, pero rogaba a los dioses que nadie lo tradujera al castellano: Bernard Frank era m¨ªo y solo m¨ªo.
En 1953, a los 24 a?os, Frank despega a lo grande: Sartre le encomienda la cr¨ªtica literaria de Les Temps Modernes, publica con escasos meses de diferencia Geographie Universelle y Les rats y recibe las bendiciones de Chardonne y Berl, lo que desata envidias furibundas y no pocos varapalos. Cuelga la pluma con La panoplie litteraire (1958), el mejor ensayo que he le¨ªdo sobre Drieu La Rochelle, abandona Par¨ªs, y durante m¨¢s de una d¨¦cada se dedica a la vie de chateau, primero con su gran amiga Fran?oise Sagan, en Breuil (alcohol, reiteradas visitas al casino de Deauville, infinitas conversaciones sobre literatura), y luego con Claude Perdriel, su protector, que le instar¨¢ a escribir en sus revistas y peri¨®dicos (Les Cahiers des Saisons, Le Nouvel Adam, Le Matin de Paris). Es la ¨¦poca en la que se dec¨ªa que Frank viajaba de casa en casa con tres maletas, una para su ropa, otra para sus libros, y una tercera, hipocondr¨ªaco furioso, para sus medicamentos.
Barbara Skelton, que hab¨ªa sido la esposa de Cyril Connolly, otro monstruo sagrado de la cr¨ªtica, le alberga en Le Colombier, su casa de Grimaud, donde Frank abandona sus excesos y logra volver a la escena con dos admirables tomos memorial¨ªsticos: Un si¨¦cle debord¨¦ (1970) y Solde (1980). Pasados los cincuenta, se casa con la periodista Claudine Vernier-Palliez, con la que tendr¨¢ dos hijas, y se convierte en uno de los colaboradores estelares de Le Monde.
Recuerdo una gozosa y soleada primavera en Sitges. Cubr¨ªa el festival de teatro pero le¨ªa a Frank cada ma?ana, desde primera hora; escrib¨ªa a toda velocidad mi art¨ªculo para seguir ley¨¦ndole, y deseaba que las funciones acabaran cuanto antes para volver a sus libros. Se autodefin¨ªa como ¡°un flan¨ºur de la literatura¡±, aunque para m¨ª era mucho m¨¢s que un paseante: un gu¨ªa experto, sabio y calmo. Hablaba como nadie de sus autores favoritos (Diderot, Proust, Constant), de sus bares, de su infancia, jud¨ªo oculto en Vic-sur-C¨¨re, en el Cantal, durante la Ocupaci¨®n; del Par¨ªs de los a?os cincuenta y sesenta, del mundo pol¨ªtico y editorial, pero lo m¨¢s importante era su estilo, la elegancia extrema de sus digresiones. Y su voz, una voz de madrugada, en conversaci¨®n ¨ªntima. Tuvo la muerte r¨¢pida que deseaba, pero, autor de tantas frases memorables, sus ¨²ltimas palabras no estuvieron a su altura. Com¨ªa en un restaurante corso de la calle del Faubourg Saint-Honor¨¦ con su cardi¨®logo cuando dijo ¡°No est¨¢ mal ese Strauss-Kahn¡±, y cay¨® muerto. Se han editado gruesos tomos de sus cr¨®nicas, y, en 1999 Flammarion public¨® (Romans et Essais) el conjunto de su obra publicada hasta entonces, pero si quieren entrar en su universo por una deliciosa puerta lateral les recomiendo Les rues de ma vie (Dilettante, 2001). Que quede entre nosotros.
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