En defensa de la s¨¢tira
Homero, Mahoma, S¨®crates, Quevedo o Swift defendieron la risa ante la incongruencia. La s¨¢tira es parte de la literatura. Aunque a menudo cueste la censura, la prisi¨®n o la muerte
Si el primer sonido pronunciado en el mundo fue (seg¨²n san Juan) el verbo, el segundo debi¨® haber sido una carcajada. Tan rid¨ªculo, tan arrogante, tan absurdo es el comportamiento humano, que el inteligente Dios de Juan debi¨® haber estallado en risotadas al ver las estupideces de las que sus criaturas eran capaces. Homero dijo que el monte Olimpo resonaba con las carcajadas de los dioses, y el segundo salmo nos avisa que Dios se reir¨¢ en lo alto, burl¨¢ndose de los necios. Plat¨®n, sin embargo, no juzgaba que la risa fuese cosa seria y rechazaba la noci¨®n de un dios (o un tirano) risue?o. Arist¨®teles, por su parte, defini¨® el sentido del humor como una reacci¨®n natural del ser humano ante el reconocimiento de una incongruencia. Siglos despu¨¦s, Mahoma alab¨® la risa y conden¨® la falta de humor: "Mant¨¦n siempre el coraz¨®n ligero, porque cuando el coraz¨®n se ensombrece el alma se ciega".
Desde siempre, o al menos desde los or¨ªgenes de la conciencia humana, nos hemos comportado de manera absurda y, al mismo tiempo, hemos reconocido ese absurdo, si no en nosotros mismos, al menos en nuestros cong¨¦neres. S¨®crates arguy¨® que nos burlamos de quienes se sienten superiores a nosotros sin serlo y que el peligro est¨¢ en deleitarnos en lo que es, al fin y al cabo, un vicio. Pero lo rid¨ªculo, como tantas otras calidades humanas, suele estar en el ojo ajeno. La conducta de S¨®crates, que ¨¦l mismo debi¨® juzgar como seria e intachable, fue vista por ciertos de sus contempor¨¢neos como risible. Arist¨®fanes, por ejemplo, en Las nubes, se burl¨® de la famosa t¨¦cnica socr¨¢tica con agudeza sat¨ªrica y genio mordaz. Hablando de la escuela de S¨®crates un personaje dice as¨ª: "Ah¨ª habitan hombres que hacen creer con sus discursos que el cielo es un horno que nos rodea y que nosotros somos los carbones. Ellos ense?an, si se les paga, de qu¨¦ manera pueden ganarse las buenas y las malas causas". "Si se les paga", "las buenas y las malas causas": toda la fuerza est¨¢ en esas pocas palabras fatales, h¨¢bil y precisamente colocadas.
Arist¨®fanes no fue el primero que supo burlarse de nuestras necias acciones y presuntuosas filosof¨ªas. Para se?alar lo absurdo de confiar el poder a quienes lo explotan para su propio beneficio (como los directores del Fondo Monetario Internacional regulando las finanzas de los pa¨ªses a los cuales presta dinero), un mural egipcio de fines del segundo milenio antes de Cristo muestra a un gato encargado de cuidar a una bandada de gansos, expl¨ªcita cr¨ªtica de los gobiernos venales que el medievo cristiano retomar¨ªa en f¨¢bulas y poemas sat¨ªricos. Tan feroz pueden ser estas burlas que, seg¨²n cuenta Plinio el Viejo, quienes eran objeto de las s¨¢tiras del poeta Hipognato de ?feso en el siglo VI antes de Cristo, acababan colg¨¢ndose de un ¨¢rbol, demasiado avergonzados para seguir viviendo.
S¨¢tira, esa forma cr¨ªtica de la burla, fue nombrada por primera vez por Quintiliano para referirse a una forma particular de la m¨¦trica latina, pero el concepto se extendi¨® r¨¢pidamente a cualquier tipo de texto que utilizase la iron¨ªa para criticar una situaci¨®n o a un personaje, y hasta a una sociedad entera, como en Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift. Despu¨¦s de que Gulliver le cuenta al rey de Brobdingnag la historia del mundo europeo, el rey pronuncia este juicio inapelable: "La ¨²nica conclusi¨®n a la que puedo llegar es que la mayor¨ªa de vuestros conciudadanos forman parte de la m¨¢s perniciosa raza de infame alima?a que la naturaleza jam¨¢s permiti¨® arrastrarse por la superficie de la tierra". La s¨¢tira puede ser intemporal: las palabras del rey se aplican tambi¨¦n a nuestro miserable siglo. La s¨¢tira no se limita a la s¨¢tira: Do?a Perfecta, de Gald¨®s; Casa desolada, de Dickens; Guignol's Band, de C¨¦line, pueden ser le¨ªdos como s¨¢tiras.
Obviamente, la s¨¢tira jalona todas las literaturas, orientales y occidentales, y son raros los autores que no la hayan practicado en alg¨²n momento de su obra. De Luciano a Rabelais y Erasmo, de Diderot a Voltaire y Grimmelshausen, de Pushkin a Mark Twain y Clar¨ªn, de G¨¹nter Grass a Doris Lessing y Joseph Heller, la s¨¢tira ha sido siempre la carcajada de la raz¨®n frente a la solemnidad de la locura. En castellano, baste recordar el tono ir¨®nico de Borges en sus ficciones swiftianas El informe de Brodie y Utop¨ªa de un hombre que est¨¢ cansado. Durante la absurda guerra de las Malvinas, Borges public¨® una carta abierta en la que denunciaba la suerte de j¨®venes conscriptos enviados al frente por generales "que nunca oyeron silbar siquiera una bala". Cierto general ofendido le objet¨® que ¨¦l era un general argentino y que ¨¦l s¨ª hab¨ªa o¨ªdo silbar una bala en la batalla. Borges le respondi¨® pidiendo disculpas por el error que hab¨ªa cometido. "Me he equivocado", dijo. "Hay un general argentino que alguna vez oy¨® silbar una bala".
No solo la literatura: todas las formas de creaci¨®n art¨ªstica han utilizado la s¨¢tira para sus propios fines. Los grabados de Goya, de Daumier, de Grosz son feroces denuncias de la insensata crueldad de sus contempor¨¢neos. Las canciones populares, desde los goliardos de la Edad Media a Janis Joplin y Georges Brassens, se burlan sagazmente de la sociedad en la que vivimos. Y el cine, por supuesto, nos ofrece obras maestras del g¨¦nero sat¨ªrico: El gran dictador, de Chaplin; Play Time, de Jacques Tati; Dr. Strangelove [?Tel¨¦fono rojo? Volamos hacia Mosc¨²], de Kubrick; ?Bienvenido, Mr Marshall!, de Berlanga, y tantos otros son ejemplos perfectos del arte de ofender con destreza art¨ªstica.
Porque suele ser justa, porque suele se?alar faltas morales y pretensiones falaces, porque hiere, porque denuncia, la s¨¢tira suele provocar la furia de aquellos a quienes acusa. Y porque el objeto de la s¨¢tira es muchas veces un personaje autoritario y poderoso, la reacci¨®n es con frecuencia la censura, la prisi¨®n, la muerte del poeta. "No he de callar por m¨¢s que con el dedo,?/?ya tocando la boca o ya la frente,?/?silencio avises o amenaces miedo", advierte el m¨¢s c¨¦lebre de los sat¨ªricos espa?oles, Francisco de Quevedo, a sus censores. Quevedo tuvo m¨¢s fortuna que muchos de sus colegas, desde Ka'b bin al Ashraf, poeta contempor¨¢neo de Mahoma, quien se burl¨® en sus versos de la nueva religi¨®n y fue asesinado por seguidores del profeta, hasta los humoristas de Charlie Hebdo.
Pero s¨¢tira no es vituperio. El texto sat¨ªrico que, si es eficaz, ofende, debe hacerlo no solo con justicia sino sutilmente. Para ser s¨¢tira, el impulso de burlarse de lo rid¨ªculo debe ser un impulso art¨ªstico. No he le¨ªdo el nuevo libro de Michel Houllebecq, Soumission, que imagina el triunfo de un Gobierno isl¨¢mico en Francia, pero si resulta ser un texto sat¨ªrico que ofrece al lector un punto de vista valioso para entender el mundo en que vivimos, ser¨¢, ante todo, memorable como novela. Las pintadas antiisl¨¢micas garabateadas sobre las paredes de las mezquitas no son literatura.
Para ser s¨¢tira, el impulso de burlarse debe ser art¨ªstico. Las pintadas antiisl¨¢micas en una mezquita no son literatura
Sin embargo, m¨¢s interesante, m¨¢s curioso que este impulso de burlarse de la necedad ajena es la sensitividad desmesurada, la furia incontenible, el ultraje sentido ante una s¨¢tira por los detentores de una fe que se define como inc¨®lume. Tal indignaci¨®n in loco parentis tiene algo de blasfemia. Suponer que la divinidad en la que creen estos fieles es tan sensiblera e insegura que le ofende una broma o una caricatura, que tiene un complejo de inferioridad tan fuerte que necesita la alabanza constante, que es incapaz de defenderse a s¨ª misma y que, si insultada, debe ser vengada por guerreros armados, como si fuese una doncella deshonorada, es prueba de una colosal arrogancia. Mejor ser¨ªa seguir el consejo de Winnie en Los d¨ªas felices, de Beckett: "?Qu¨¦ mejor manera de ensalzar al Todopoderoso, que acompa?ando de risitas sus chistes, sobre todo los peores?".
Sin duda, el Se?or del Universo podr¨ªa, si quisiera, adoptar el estilo de los supuestos ofensores para contrarrestar la ofensa de una manera contundente y elegante. Cuando, en la pieza de Rostand, el vizconde de Valvert trata de insultar a Cyrano de Bergerac acus¨¢ndolo de tener una nariz enorme, este le ense?a, con la espada y la palabra, c¨®mo se debe componer una s¨¢tira h¨¢bil, original y exquisita, pasando revista, en un largo cat¨¢logo en verso, a una multitud de estilos en los cuales el vizconde, si fuese m¨¢s diestro, hubiese podido insultarlo mejor: dram¨¢tico, amable, truculento, tierno, curioso, pedante, y as¨ª sucesivamente hasta darle a su ofensor la estocada final. Esta t¨¦cnica, de desarmar al agresor mejorando su t¨¦cnica (es decir, humill¨¢ndolo al demostrar su poca habilidad sat¨ªrica), es pocas veces utilizada por los grandes y poderosos, quienes prefieren responder al insulto percibido con la c¨¢rcel, el exilio o la guillotina. Esa reacci¨®n siempre resulta en lo contrario de lo que el ofendido quiere: la supuesta ofensa es ratificada y el ofensor es ensalzado.
Hay excepciones. Entre las muchas historias acerca del califa Harun al Rashid, narradas en las Mil y una noches y en los libros de Stevenson, hay una que justifica los apodos de El Justo y El Sabio que sus s¨²bditos le concedieron. El califa ten¨ªa la costumbre de vestirse de mercader y pasearse por las callejuelas de Bagdad para ver con sus propios ojos c¨®mo viv¨ªa su gente y qu¨¦ dec¨ªan de su gobierno. Una tarde, en medio de una plaza, vio a una multitud reunida en torno a un hombre que contaba cuentos seg¨²n la antiqu¨ªsima tradici¨®n oriental. El califa se puso a escuchar y, asombrado, oy¨® que el narrador contaba la historia de Harun al Rashid, en la cual el califa era pintado como un personaje libidinoso y borracho que despu¨¦s de una noche de org¨ªa se extraviaba en los jardines de su propio palacio y acababa tumbado de bruces en un estanque. Despu¨¦s de acabados la risa y el aplauso, el califa felicit¨® al cuentista. "Tu historia es muy buena pero desgraciadamente incorrecta. No fueron 20 doncellas que Harun al?Rashid conquist¨®, sino 100, y no fueron 100 jarras de vino que bebi¨® aquella noche, sino 200. S¨¦ lo que te digo, porque estuve presente en la fiesta. Yo soy Harun al?Rashid". Ante la mirada aterrada del hombre, el califa estall¨® en carcajadas, le dio un bolso de monedas de oro y le pidi¨® que la pr¨®xima vez que contase la historia se asegurase de que los detalles fuesen exactos.
Una historia de s¨¢tiras
Las nubes. Arist¨®fanes. Traducci¨®n de Francisco R. Adrados. C¨¢tedra.
Los viajes de Gulliver. Jonathan Swift. Traducci¨®n de Antonio Rivero Taravillo. Pre-Textos.
Do?a Perfecta. Benito P¨¦rez Gald¨®s. Alianza / C¨¢tedra / Castalia.
Casa desolada. Charles Dickens. Traducci¨®n de Jos¨¦ Rafael Hern¨¢ndez Arias. Valdemar.
Guignol's Band. Louis Ferdinand C¨¦line. Traducci¨®n de Carlos Manzano. Debolsillo.
El informe de Brodie. Jorge Luis Borges. Debolsillo.
Los d¨ªas felices. Samuel Beckett. Traducci¨®n de Antonia Rodr¨ªguez Gago. C¨¢tedra.
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