Umberto Eco: lucidez, sudor, ideas y whisky
El discurso de este escritor era a la vez apocal¨ªptico, risue?o e integrado
Umberto Eco era una inteligencia imparable, un hombre imponente. Su memoria parec¨ªa una m¨¢quina nueva siempre, su discurso era a la vez apocal¨ªptico, risue?o e integrado; no dejaba que la melancol¨ªa que persigue a todo semi¨®tico le rompiera la velocidad del pensamiento, y se re¨ªa del mundo a la vez que explicaba su podredumbre. Pas¨® as¨ª con su ¨²ltimo libro, N¨²mero cero, una s¨¢tira redonda y picuda a la vez sobre el oficio del periodismo en tiempos de Internet. ?l no escrib¨ªa para entretener, sino para entretenerse, y no dej¨® nunca de inventar f¨®rmulas para desmentir la solemnidad de los poderosos, en su pa¨ªs y en cualquier sitio, y de los lugares comunes, que fueron su bestia negra.
En ese libro, N¨²mero cero, integr¨® algunas de sus columnas, que llamaba bustinas, para construir un fresco insolente pero real de los peligros a los que se asoma este oficio de explicar la realidad. El periodista puede ser corrupto sin saberlo y sabi¨¦ndolo, y puede ser sumamente farsante e ignorante, puede el poder utilizarlo y ¨¦l puede utilizar al poder, y no necesariamente las nuevas tecnolog¨ªas de que dispone van a mejorar su relaci¨®n con las bases viejas en las que se sustenta el oficio. El resultado de esa mescolanza de imaginaci¨®n y columnas incluy¨® a Mussolini y a Berlusconi en una especie de fresco divertido e inquietante que nosotros, los periodistas, no le¨ªmos con verg¨¹enza ajena sino con la propia verg¨¹enza de estar ante un an¨¢lisis y un aviso del abismo que nos conmueve.
La salida de ese libro fue la ¨²ltima vez que vi a Umberto Eco, en su casa de Mil¨¢n, el a?o pasado; otros a?os nos hab¨ªamos visto all¨ª, una vez prob¨¢ndose, para Jordi Socias, el fot¨®grafo, un borsalino, y riendo y bebiendo whisky y tomando espagueti en su restaurante favorito, I Quattro Mori, al lado de su casa espaciosa, llena de libros bien ordenados, sentados ante una mesa para seis en la que est¨¢bamos tres; pero las manos de Eco, lo que desplegaba, era tan poderoso, su presencia, aparentemente asm¨¢tica entonces, sus ojos atentos y vitales, que taladraban lo que t¨² le ibas diciendo, lo dominaba todo; necesitaba, como los grandes hombres imperiales, media mesa para ¨¦l solo; a veces anotaba lo que le respond¨ªas a sus preguntas, sacaba las manos hacia delante como si se apoderara de ella, y cuando no anotaba sacaba su pa?uelo grande y blanco para limpiarse el sudor abundante que marcaba su frente espaciosa. En ese momento, hace algunos a?os, habl¨¢bamos de Europa, de su porvenir, de los Erasmus, de la cultura sobresaltada de un continente que se estaba aislando a s¨ª mismo creyendo que se iba a abrir, y hab¨ªa inventado una f¨®rmula para seguir bebiendo whisky: probablemente el m¨¦dico le hab¨ªa aconsejado que tomara menos whisky, o que solo tomara whisky si quer¨ªa tomar alcohol. Y esa receta fue suficiente para que siguiera bebiendo whisky, en vaso corto, sin hielo, como si estuviera acompa?ando los espaguetis con una medicina.
Eso fue hace unos a?os. Esta vez, el ¨²ltimo invierno de 2015, ya Umberto Eco beb¨ªa menos, re¨ªa menos, estaba sumido en el ensimismamiento de los que quiz¨¢ piensan en una obra nueva, o en alguna melancol¨ªa no resuelta. Esta vez tambi¨¦n fuimos a I Quattro Mori; y vinieron con nosotros su traductora espa?ola, su alumna Helena Lozano, que trabaj¨® con ¨¦l y comparti¨® su risa y su ense?anza hasta el agotamiento, su ayudante Manuela Melato, y el esposo de esta, el pintor mexicano Fernando Leal. No era raro que en las comidas, desde siempre, Umberto Eco se ausentara de vez en cuando, sentado en la propia mesa, como si las luces de la semi¨®tica y otras luces con las que miraba la vida le llevaran por caminos interiores, por vericuetos que consideraba complejos o intrincados. Entonces se callaba y nosotros segu¨ªamos hablando, de gatos, sobre todo, pues Leal hab¨ªa descubierto asociaciones ins¨®litas entre los mininos y su arte. Eco de vez en cuando regresaba al estrado de la mesa y apuntaba, correg¨ªa, se?alaba elementos con los que completaba las met¨¢foras del artista. Y luego callaba otra vez, pendiente de todo, pero lejos de todo en esos instantes.
En julio de ese a?o pasado un bromista agorero de no s¨¦ d¨®nde anunci¨® en la red de Internet, como si perpetrara una venganza, que hab¨ªa muerto Umberto Eco. Me alert¨® de la noticia, que luego fue rematadamente falsa, Milena Busquets, que desde ni?a se crio cerca de la presencia de Eco; su madre, Esther Tusquets, fue la editora espa?ola, la gran amiga del semi¨®tico italiano; as¨ª que compartimos los primeros minutos de esa incertidumbre como si se tratara de la noticia imposible de la muerte de un familiar muy pr¨®ximo; de hecho, Umberto Eco es, desde Apocal¨ªpticos e integrados, cuando nuestra generaci¨®n estaba en la universidad, hasta este N¨²mero Cero, un fil¨®sofo de nuestra propia edad o naturaleza, un hombre de este tiempo que siempre fue l¨²cidamente contempor¨¢neo, rabiosamente ¨²til para poner a punto la mirada distra¨ªda que aconseja uno de sus m¨¢s conspicuos amigos espa?oles, Juan Cueto, o para destruir los lugares comunes de la mala inteligencia. Era una luz que llevaba nuestra mirada adonde quisiera. Otro de sus seguidores m¨¢s fieles, el espa?ol Jorge Lozano, lo atrajo muchas veces a la vida y a la realidad espa?ola, as¨ª que era Eco tan europeo, tan mundial y tan espa?ol que cuando lo ve¨ªas o lo buscabas siempre ten¨ªa algo que decir de lo que pasaba aqu¨ª porque siempre tuvo algo que decir de lo que pasaba en cualquier sitio.
Era una mente poderosa; cuando public¨® El p¨¦ndulo de Foucault, que no tuvo la trascendencia popular ins¨®lita que alcanz¨® su genial divertimento mayor, El nombre de la rosa, decidi¨® irse a descansar al lago de Como, rodeado de silencio y gimnastas ricos; pero ¨¦l segu¨ªa su rutina, su whisky, su sudor pausado, su vida intelectual san¨ªsima dedicada a la destrucci¨®n sistem¨¢tica (y semi¨®tica) de los lugares comunes. Para hacerlo, como nuestro Fernando Savater, como el ya citado Cueto, como Jorge Luis Borges, utilizaba ap¨®logos o preguntas, y re¨ªa luego porque t¨² te quedabas sin palabras tratando de buscar por dentro el significado de las palabras que ¨¦l pon¨ªa para que t¨² cayeras en los pozos abiertos por su inteligencia. Despu¨¦s reposaba, te miraba como si ¨¦l se estuviera yendo, y segu¨ªa ah¨ª, con su mano detr¨¢s del asiento, echado en los butacones como si estuviera respirando los pensamientos de un ensimismado risue?o.
En aquel momento en que nos dieron la noticia falsa de su muerte cre¨ª que esa falsedad conjuraba cualquier susto as¨ª en el futuro. Pero ha muerto ahora, ha muerto Umberto Eco y he sentido que lo escuchaba re¨ªr solo cuando se quedaba ensimismado en I Quattro Mori. Un sabio que sab¨ªa todas las cosas simulando que las ignoraba para seguir estudiando.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.