Mundos sin mujeres
Uno se pregunta c¨®mo mirar¨ªan los terroristas de Estambul a las mujeres, el enemigo m¨¢s odiado en esta guerra santa y masculina
Me acuerdo de la primera vez que entr¨¦ en un aula donde estudiar¨ªamos juntos varones y mujeres. Era en el instituto San Juan de la Cruz, de ?beda, que llevar¨ªa por entonces abierto unos diez a?os, desde que la Iglesia cat¨®lica cedi¨® para que el Estado abriera centros de ense?anza media fuera de las capitales de provincia. Yo ven¨ªa de estudiar los primeros cursos del bachillerato de entonces en un torvo colegio eclesi¨¢stico, donde la ¨²nica presencia femenina eran las estatuas y las estampas de la Virgen Mar¨ªa, y las ¨²nicas faldas, las sotanas. Aquella aula de quinto de bachillerato ten¨ªa grandes ventanales y estaba llena de claridad y de presencias femeninas. Era una sensaci¨®n inolvidable, de algo completamente nuevo, primero estimulante y tambi¨¦n casi aterradora, y muy pronto educativa. La coeducaci¨®n hab¨ªa existido en Espa?a solo en los breves a?os de la Rep¨²blica. Los ni?os ingres¨¢bamos en la monoton¨ªa de la masculinidad al mismo tiempo que en la escuela. Alumnos varones, profesores varones. Ni?os y ni?as jug¨¢bamos en las mismas calles, pero rigurosamente separados. Las ni?as jugaban al corro o a la comba; nosotros, a la pelota o al burro. Hab¨ªa una copla que se le cantaba a cualquier ni?o al que se le viera ocupado, aunque fuera transitoriamente, en una tarea relacionada con lo femenino: ¡°Mariquita?/ barre barre?/ con la escoba?/ de tu madre¡±.
Los ni?os le¨ªamos tebeos de h¨¦roes machotes y de Haza?as b¨¦licas. Los de las ni?as eran de se?oritas y princesas, y ten¨ªan un dibujo estilizado y l¨¢nguido. Los hombres llevaban el reloj en la mu?eca izquierda, y las mujeres, en la derecha. Los hombres fumaban con la izquierda. Cuando empez¨® a haber mujeres j¨®venes que fumaban en las terrazas de las cafeter¨ªas, siempre sosten¨ªan el cigarrillo en la mano derecha. Hacia los doce a?os, la mayor parte de los ni?os, chicos y chicas, abandonaban la escuela. Las chicas se quedaban en casa y ayudaban a cocinar y a coser. Los chicos se iban al campo con sus padres o entraban a trabajar como aprendices en talleres donde solo hab¨ªa hombres. Las mujeres ganaban un jornal y se pon¨ªan pantalones solo durante la temporada de la aceituna. En el campo, los hombres vareaban los olivos y las mujeres recog¨ªan arrodilladas las aceitunas ca¨ªdas por el suelo.
La idea y la realidad de mundos en los que solo hay hombres despierta una sensaci¨®n de aspereza y negrura
Para ser hombre hab¨ªa que fumar y que emborracharse con los amigos cuanto antes. La apoteosis gregaria y tosca de la masculinidad era la mili. En la mili era donde uno se hac¨ªa un hombre. Cuando yo fui al Ej¨¦rcito, al menos en las ciudades donde me toc¨®, Vitoria y San Sebasti¨¢n, el desfogamiento sexual no lo prove¨ªa ya la prostituci¨®n de bajo precio, sino las revistas pornogr¨¢ficas, que todav¨ªa eran una novedad tumultuosamente desatada con la irrupci¨®n de las libertades. Una sexualidad cruda se celebraba en las conversaciones, hecha sobre todo de exageraci¨®n, de ignorante jactancia masculina. Hab¨ªa cines y discotecas en los que, seg¨²n se rumoreaba, era f¨¢cil conseguir favores de chicas calentonas o calentorras, especializadas en el r¨¢pido alivio de la lujuria soldadesca.
Bastantes a?os despu¨¦s, en un campus universitario, un profesor amigo m¨ªo, exiliado en Am¨¦rica, antiguo oficial del Ej¨¦rcito h¨²ngaro, especialista en Dante, me dijo una cosa que no he olvidado, cuando compart¨ªamos nuestros recuerdos militares: ¡°Las mujeres nos civilizan. Por eso son tan peligrosos los mundos sin mujeres¡±.
Vuelvo con gratitud al recuerdo de mi aula en el instituto. Una mujer pod¨ªa no ser una figura femenina ideal, como en los poemas y en las letras de las canciones que nos gustaban, una estrella inalcanzable de cine, un fantasma, una madre o una hermana, una incitadora al pecado. En los pupitres, varones y mujeres a¨²n tend¨ªamos a sentarnos por separado, pero las mujeres eran, poco a poco, d¨ªa por d¨ªa, compa?eras de clase, presencias habituales, amores secretos, c¨®mplices para copiar en los ex¨¢menes. Hab¨ªa profesores, pero tambi¨¦n hab¨ªa profesoras, que eran mucho m¨¢s j¨®venes de lo que nosotros cre¨ªamos entonces, y que unas veces nos atra¨ªan y otras no, pero que nos acostumbraban sin que nos di¨¦ramos cuenta, en aquel mundo de hegemon¨ªa masculina, a que el conocimiento y la autoridad civilizada de un profesor de instituto no ten¨ªan que emanar obligatoriamente de un hombre. Solo unos a?os antes ni habr¨ªamos tenido la posibilidad de ganar una beca para el bachillerato ni tampoco la de empezar a civilizarnos respirando la misma atm¨®sfera que las mujeres, aprendiendo la naturalidad de la camarader¨ªa.
Me vienen todos estos recuerdos cuando leo la conversaci¨®n de Borja Hermoso con George Steiner en este peri¨®dico. Steiner habla con la magn¨ªfica libertad de los grandes viejos que ya no tienen miedo a nada: ¡°Maltratar sistem¨¢ticamente a las mujeres como hace el islam es eliminar a la mitad de la humanidad¡±. Hay matices, sin duda, y diferencias muy grandes entre comunidades y pa¨ªses. Pero la idea y la realidad de mundos en los que solo hay hombres despierta una sensaci¨®n de aspereza y negrura. Lo nota en las miradas masculinas el europeo que va con su compa?era por la calle de una ciudad musulmana. Lo nota una mujer europea que ya no est¨¢ acostumbrada a esa manera fija y agresiva de mirar. Lo sufren sociedades enteras en las que la subordinaci¨®n de las mujeres y su destierro de los saberes, las profesiones y los oficios las mantienen ancladas en el atraso y la pobreza, en ese resentimiento masculino en el que arde por dentro una violencia aterradora.
La entrevista a Steiner se me cruza con la lectura de uno de los libros mejor escritos y m¨¢s rigurosamente documentados que he descubierto en mucho tiempo, Farewell Kabul, de Christina Lamb
La entrevista a Steiner se me cruza con la lectura de uno de los libros mejor escritos y m¨¢s rigurosamente documentados que he descubierto en mucho tiempo, Farewell Kabul, de una intr¨¦pida reportera brit¨¢nica, Christina Lamb. Sin duda hace falta determinaci¨®n para pasarse casi treinta a?os informando desde el interior de un pa¨ªs en una guerra permanente, que nunca ha dejado de ser en gran parte una guerra contra las mujeres. Con velo y gafas oscuras, con burka cuando hac¨ªa falta, Christina Lamb ha sido testigo de toda la destrucci¨®n que sigue abati¨¦ndose sobre un pa¨ªs ya en ruinas, desde la ¨¦poca de la invasi¨®n sovi¨¦tica, y en el que se han juntado todas las irresponsabilidades, toda la brutalidad, todos los errores de la llamada apocal¨ªpticamente War on Terror, cuyo efecto m¨¢s indudable ha sido por ahora la multiplicaci¨®n del terrorismo. En Afganist¨¢n, Estados Unidos ha gastado m¨¢s de lo que se invirti¨® en el Plan Marshall: el resultado, explica Lamb, es m¨¢s corrupci¨®n, m¨¢s ruina, m¨¢s se?ores de la guerra, mayores cosechas de opio. Y mientras tanto, siempre, la guerra civil contra las mujeres: bombas lanzadas contra las escuelas de ni?as, maestras violadas, mujeres encarceladas o ejecutadas por reunirse para leer libros con el pretexto de un taller de costura, o por ser sorprendidas con un cuaderno y un l¨¢piz debajo del burka. Uno se pregunta c¨®mo mirar¨ªan a las mujeres con las que se cruzaran por el aeropuerto de Estambul los fan¨¢ticos que iban a inmolarse matando unos minutos despu¨¦s: las mujeres solas, con el pelo suelto y las caras descubiertas, las mujeres con vestidos ligeros y sandalias, el enemigo m¨¢s odiado en esta guerra tan santa y tan masculina.
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