Graham Greene, Joyce, Rilke, Borges y las mujeres
Al funeral de Greene acudieron su esposa, de la que no se divorci¨®, y su amante. En cambio, Rilke se acercaba con ternura y cuando se cobraba la caza, hu¨ªa
Graham Greene, como buen cat¨®lico converso, se excitaba literariamente en los prost¨ªbulos m¨¢s espesos. A uno de ellos, en Par¨ªs, llev¨® a su nueva amante Yvonne. La dej¨® en la barra frente a una copa y ¨¦l se adentr¨® en el laberinto abrazado a una prostituta. Su amante era una mujer casada a la que hab¨ªa rescatado de un ejecutivo en la selva del Camer¨²n, una francesa ordenada, con cada pasi¨®n en su sitio, pero despu¨¦s de aquella aventura comenz¨® a pensar que el alma de Graham era m¨¢s oscura de lo que aparentaba su dise?o de a...
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Graham Greene, como buen cat¨®lico converso, se excitaba literariamente en los prost¨ªbulos m¨¢s espesos. A uno de ellos, en Par¨ªs, llev¨® a su nueva amante Yvonne. La dej¨® en la barra frente a una copa y ¨¦l se adentr¨® en el laberinto abrazado a una prostituta. Su amante era una mujer casada a la que hab¨ªa rescatado de un ejecutivo en la selva del Camer¨²n, una francesa ordenada, con cada pasi¨®n en su sitio, pero despu¨¦s de aquella aventura comenz¨® a pensar que el alma de Graham era m¨¢s oscura de lo que aparentaba su dise?o de apacible burgu¨¦s. Se enamor¨® de aquel hombre hasta el fondo donde nadan los peces negros que nunca ven la luz.
Greene muri¨® en Vevey, un pueblo de Suiza. El funeral fue la ¨²ltima secuencia de cualquiera de sus novelas. En un lado de la iglesia estaba Vivien, su primera esposa, de 86 a?os, de la que no se hab¨ªa divorciado. En el otro, estaba Yvonne, de 60 a?os, su ¨²ltima amante, que tampoco se hab¨ªa separado de su marido. En medio estaba Graham dentro del f¨¦retro, ante la puerta que daba a la vez al cielo y al infierno.
James Joyce el 16 de junio de 1904 se cruz¨® con una chica parada ante un escaparate de la calle Nassau de Dubl¨ªn. La requebr¨®. Ella le devolvi¨® una sonrisa y ese fue el sello que a partir de entonces uni¨® sus vidas hasta la muerte. Nora Barnacle era una muchacha pelirroja de Galvay, que trabajaba de camarera en el hotel Finn¡¯s, pegado al Trinity College. Desinhibida, analfabeta, realista, alegre y decidida a todo, la chica ense?¨® a aquel joven reprimido a liberarse de la moral cat¨®lica. Para empezar le rompi¨® la barrera del sexo. Una tarde de domingo, la pareja paseaba por los muelles del puerto de Dubl¨ªn y al llegar la oscuridad, sentados en la escalera de un callej¨®n solitario, ella le hizo probar con cierta pericia las delicias de la masturbaci¨®n, un acto que en la mente morbosa de Joyce desencaden¨® una tormenta de culpa y celos retrospectivos, un lastre acarreado por su formaci¨®n jesu¨ªtica.
La relaci¨®n de Joyce con Nora fue una continua tempestad er¨®tica en la que ella gobernaba el tim¨®n con una maestr¨ªa extraordinaria. Unas veces lo excitaba con cartas pornogr¨¢ficas durante las ausencias, otras lo manten¨ªa a raya tir¨¢ndole del bocado para sumergirlo en la pura obscenidad sin dejar de proteger su vida hasta el m¨ªnimo detalle dom¨¦stico.
Rainer Mar¨ªa Rilke conoci¨® en una cervecer¨ªa de M¨²nich a la condesa Franziska von Reventlow, una criatura bell¨ªsima y bohemia abandonada por la familia que vagaba sin rumbo en medio de la soledad. Rilke ensay¨® con ella su forma particular de conquista. Una primera aproximaci¨®n a trav¨¦s de la ternura, unos versos incandescentes y cuando la caza ya hab¨ªa sido cobrada el poeta huy¨® sin dejar de inundarla de bellos recuerdos con cartas y mensajes, de regresos y partidas.
Poco despu¨¦s entr¨® en su vida una pieza de caza mayor. Lou Andreas-Salom¨¦. Esta mujer se dedicaba a probar hombres de m¨¢ximo nivel, a sobrevolarlos, a enamorarlos y a abandonarlos sin dejar de hacerse inolvidable. Por su vida pasar¨ªan Nietzsche, Freud y Mahler, venados de catorce puntas. Ella y Rilke usaban la misma forma de amar.
Rilke pasaba de los altos salones a las pensiones de mala muerte en una lucha sobrehumana por convertir lo visible en invisible a trav¨¦s de sus poemas. En medio de la miseria, de pronto, recib¨ªa una invitaci¨®n. Pod¨ªa ser de la condesa Giustina Valmarana de Venecia, a una de cuyas hijas hab¨ªa enamorado en un viaje anterior. En esta misma ciudad hab¨ªa tenido otras amantes, la primera de ellas Mim¨ª Romanelli que ya no se recuperar¨ªa nunca de los versos del poeta. Pero la llamada tambi¨¦n pod¨ªa venir de Berl¨ªn o de Hamburgo. All¨ª hab¨ªa arist¨®cratas que coleccionaban noches de Rilke y ¨¦l atend¨ªa a sus requerimientos. Acud¨ªa a la cita, pasaba unos d¨ªas, unas semanas, unos meses entre jardines y porcelanas y se hac¨ªa sangre en la soledad para liberar la profunda poes¨ªa que lo habitaba. Lo suyo era rozarse con las amantes como con las alas de los ¨¢ngeles.
Jorge Luis Borges. ¡°?Qu¨¦ le pasaba a Borges con las mujeres?¡±, le pregunt¨¦ un d¨ªa a Bioy Casares.
¡ªQue se enamoraba y lo placaban, contest¨® cruzando los brazos con gesto de tenaza sobre su pecho como hacen los jugadores de rugby para proteger la pelota.
¡ª?Qu¨¦ mujer podr¨ªa enamorarse de un hombre que ped¨ªa merluza hervida en un restaurante vulgar de la calle Maip¨² y hac¨ªa bolitas con la miga de pan?
Bioy sonri¨®. En efecto, Bioy s¨®lo parec¨ªa animarse cuando le hablaba de mujeres. Le dije que, a cierta edad, las mujeres te miran y ya no te ven. Bioy ten¨ªa entonces 83 a?os y coment¨® que esa sensaci¨®n ¨¦l la hab¨ªa experimentado.
¡ª?Cu¨¢ndo se sinti¨® por primera vez invisible o transparente?
¡ªEl a?o pasado, contest¨® Bioy escuetamente.