El nacimiento de Yoknapatawpha
En Absal¨®n, Absal¨®n (1936) aparece el mapa del condado de Yoknapatawpha (Mississipi): ?Superficie, 2.400 millas cuadradas. Poblaci¨®n: .blancos, 6.928; negros, 9.313. William Faulkner, ¨²nico due?o y propietario.? All¨ª podemos ver los r¨ªos Yoknapatawpha y Taiamatchie, las Colinas de los Pinos, el Remanso del Franc¨¦s, tierras que fueron en su mayor¨ªa de los indios chikasaw (el cacique Ikkenotube vendi¨® el territorio al nieto de un refugiado escoc¨¦s, iniciando as¨ª tragedia, gloria y saga de los personajes de Faulkner) y las anotaciones que aparecen glosando puntos del mapa nos hablan de Jason Compson perdiendo la pista de su sobrina; del viejo Bayard Sartoris estrell¨¢ndose en el coche de su nieto; de la iglesia a la que se dirig¨ªa Sutpen a galope tendido; de la casa donde Popeye mat¨® a Tommy; de la estatua de John Sartoris frente a su ferrocarril... A todos los buenos lectores del autor-dios del condado, todas estas referencias les traer¨¢n vivos recuerdos. Se trata, ni m¨¢s ni menos, que de la carta geogr¨¢fica de la obra m¨¢s sugestiva de la literatura norteamericana contempor¨¢nea. Porque todo Faulkner sucede en Yoknapatawpha, y aquellas p¨¢ginas que parezcan no suceder all¨ª, realmente s¨ª suceden, porque el condado est¨¢ hecho de la tierra de su propia tierra (que lo fue tambi¨¦n de Sherwood Anderson), y de la sangre de sus propios sue?os. Tierra Dividida quiere decir su nombre. Dividida entre el realismo y la pesadilla de lo nunca ocurrido, entre la autobiograf¨ªa y lo fant¨¢stico, entre sucesos y espectros... Para hablar de Faulkner todos necesitamos empezar por una descripci¨®n de esta tierra tan aut¨¦ntica como inventada, al igual que el Macondo de Garc¨ªa M¨¢rquez o la asfixiante Santa Mar¨ªa de Juan Carlos Onetti.Y para que no se nos ocurra caer en ese olvido imposible, saltamos siete a?os desde el mapa hasta el comienzo de la saga: en 1929 se hab¨ªa publicado Sartoris, tercera novela que aparec¨ªa de su autor, y que marcaba oficialmente el nacimiento de Yoknapatawpha. Digo que el olvido era imposible porque quienes vivimos entre aquellos dos r¨ªos nunca hab¨ªamos olvidado: la figura del coronel Sartoris, con su nariz de halc¨®n y la sombra de la fatalidad sobre la frente, estuvo obsesion¨¢ndonos como imagen clave del propio Faulkner. Sin duda, el coronel John Sartoris hab¨ªa de ser el puente entre los dos rostros: el del escritor juvenil de oscuro ce?o y el del anciano que sonre¨ªa como los dulces, aunque c¨ªnicos abuelos, de algunas pel¨ªculas.
Banderas sobre el polvo, de William Faulkner
Editorial Seix Barral. Biblioteca Formentor. Traducci¨®n de Jos¨¦ Luis L¨®pez Mu?oz. 535 p¨¢ginas, 650 pesetas.
Pero el nacimiento del condado hab¨ªa sido antes: Sartoris era anterior a Sartoris. Porque esta novela no fue sino la versi¨®n abreviada de la primera que escribi¨®, rechazada a lo largo de tres a?os por los editores, y que permaneci¨® in¨¦dita en versi¨®n ¨ªntegra hasta 1973. Este es el libro que ahora se nos ofrece -en traducci¨®n espl¨¦ndida- y que nos permite recapturar fantasmas y asistir al nacimiento literario del mundo faulkneriano: Con banderas sobre el polvo empieza a brotar la hierba sobre la tierra de Yoknapatawpha. Y ya desde el principio ?el coronel? es una evocaci¨®n. Los sue?os nacen con la memoria. Adquieren consistencia cuando se los recuerda.
?L¨¢ m¨²sica sigui¨® fluyendo en la oscuridad llena de fantasmas de cosas viejas tan seductoras como desastrosas. Y si ten¨ªan el encanto suficiente, habr¨ªa un Sartoris en ellas y en ese caso el desastre estaba asegurado...? Y como esa m¨²sica continu¨® fluyendo m¨¢s all¨¢ del ¨²ltimo cap¨ªtulo de Banderas sobre el polvo, a lo largo de trece novelas, el desastre sigui¨® encantando al autor y a sus lectores. Hay en esta primera novela un arc¨®n de los recuerdos -que lo es de los fantasmas- y en su interior la Biblia familiar. Todos los Sartoris firmaron en ella. Y en la de Faulkner -sus novelas- todos los Sutpen, Compson, Benbow y Sonopes ir¨¢n dejando su firma de seductor desastre. Cuando el tiempo retrocede, y el rostro que se asoma al agua ve reflejada una calavera, el conjuro de la memoria est¨¢ hecho. Los sonidos ser¨¢n ?demasiado so?olientos para morir del todo?, pero la muerte ser¨¢ el verdadero protagonista de las largas veladas en Yoknapatawpha evocadas por ese conjuro con el que Faulkner inicia el masoquismo creador de su obra. Y el mejor Faulkner est¨¢ ya aqu¨ª. Es dif¨ªcil comprender por qu¨¦ los editores que admitieron sus otros libros se empe?aron en ignorar ¨¦ste, de belleza tan desesperada, y en definitiva, tan poco diferente de los dem¨¢s. Incluso sorprende anotar que el lenguaje (la dichosa ?forma?) es bastante m¨¢s accesible que el de El ruido y la furia o Mientras agonizo, por ejemplo, sin perder por ello un adarme de su personalidad, ganando, por supuesto, facilidad de comprensi¨®n. Asunto nada despreciable, por cuanto William Faulkner es todav¨ªa hoy un autor al que muchos no se atreven a acercarse por ?dificil?. Esta delectaci¨®n de los pasados desastres, primera piedra de futuras delectaciones cada vez m¨¢s obsesivas, es, seguramente con Luz de agosto, una de las m¨¢s transparentes de su autor.
Im¨¢genes
Transparencia que en su rotunda fuerza visual nos recuerda al cine: ?Vio desaparecer los ¨²ltimos meses de su vida. Los vio como en una pel¨ªcula...? ?El tiempo se hab¨ªa marchado tirado por caballos...? Y ese detallismo del plano corto: las manos peludas y sudorosas del contable Snopes... No en balde Faulkner ser¨ªa guionista. A pesar de su introspecci¨®n y su man¨ªa de estilo, Faulkner es narrador de im¨¢genes. De im¨¢genes que perduran.
Este viejo libro aparece hoy en las listas de mayor venta -como un cl¨¢sico Tennessee Williams se representa con gran ¨¦xito. Como la ¨²ltima novela de Graham Greene bate r¨¦cords- ?Son los viejos g¨¦neros, los antiguos perfumes y paisajes, la fascinaci¨®n del Sur, la tristeza apasionante del buen libro de esp¨ªas? ?Son los viejos autores, los maestros de toda la vida...? Es la literatura que llega hasta nosotros, como en este caso, no s¨®lo a trav¨¦s de las modas, sino por encima de la muerte. Las viejas banderas no han sido, por completo, cubiertas por el polvo. Y resulta tonificante comprobarlo.
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