Presentaci¨®n en Madrid del Chicago Art Ensemble
El pasado viernes, en sesiones de tarde y noche, actu¨® en Madrid el Chicago Art Ensemble. A pesar de ser un grupo absolutamente desconocido en Espa?a, la sesi¨®n de noche estaba abarrotada de p¨²blico, lo cual dio lugar a algunos incidentes de aquellos que parecen end¨¦micos de los conciertos rock y trasladados en esta ocasi¨®n al jazz. Mientras la gente (con entrada o sin ella) se hacinaba frente a la ¨²nica puerta, el servicio de orden tuvo a bien perder los estribos, en una muestra injustificable de nerviosismo y falta de profesionalidad.
El hecho de que uno de los ordenadores intentara agredir a un presunto cliente con el pie de hierro de un cenicero da que pensar. Un servicio de orden que se comporta como matones de barrio en el peculiar convencimiento de que a ellos ni se les paga ni se les asegura para sufrir agresiones (verbales o f¨ªsicas) no tiene sentido. Y no vale que los organizadores se escuden en aquello de que la gente es muy bestia. Ya se sabe, los hay brutos, pero la cosa puede resultar tr¨¢gica cuando los encargados de mantener el orden se convierten en un foco de desorden y de tensi¨®n.Y es una l¨¢stima, porque quienes pudieron entrar, aunque algo mosqueados por los suceso! de la puerta, pudieron asistir a uno de los conciertos m¨¢s asombrosos que se hayan dado en Madrid. Para empezar, resulta que el Art Ensemble ofreci¨® dos recitales totalmente distintos en cada una de las dos sesiones, variando incluso el vestuario. En el de la noche, los m¨²sicos aparecieron inmersos en una cantidad imposible de instrumentos procedentes de todo tipo de culturas. El bajo, Malachi Favors, iba vestido de chino; el saxo, Joseph Jarman, parec¨ªa un cruce de payaso y de bachibuzuco (mercenario turco), mientras el bater¨ªa Don Moye, resultaba inidentificable. Lester Bowie (trompeta) parec¨ªa un investigador con su bata blanca, y, finalmente, el tambi¨¦n saxo, Roscoe Mitchell se lo hac¨ªa de ex¨®tico negro de ghetto (pantalones vaqueros y jersey de lana).
Y, adem¨¢s, la m¨²sica. No hab¨ªa la menor duda de que lo que estaba haciendo aquella gente era free-jazz, improvisaciones continuas que de cuando en cuando se convert¨ªan en percusi¨®n africana, una tierna balada, un pasodoble o un rock and roll. Era inexplicable, era la creatividad desatada, pero llena de sentido, de un grupo de m¨²sicos fuera de serie capaces de utilizar toda su impedimenta instrumental para crear atm¨®sferas risue?as o graves, dulces o ¨¢ridas, pero, como en las buenas pel¨ªculas intensidad que romp¨ªan cualquier capacidad cr¨ªtica para sumir al personal en una especie de asombro, de pasmo incontrolable frente a lo que se estaba produciendo all¨¢ arriba. Daba la impresi¨®n de que el Chicago Art Ensamble sab¨ªa con gran precisi¨®n cu¨¢l era su objetivo, pero como en las buenas pel¨ªculas de Harold Lloyd, ese objetivo, ese final, qued¨® tambi¨¦n oculto, dejando a cada cual su libertad para sentir o comprender. Un sonido magn¨ªfico y espectacular, luces blancas, disfraces, m¨²sica: una alucinante noche de ?grande m¨²sica negra? con un pr¨®logo de brutalidad, y ya va siendo hora de acabar con semejantes comienzos.
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