La soledad del apoderado
Parece que ha pasado un siglo, y sin embargo hace s¨®lo 11 a?os que Gay, un joven que ha terminado por convertirse en el m¨¢s importante de los organizadores de conciertos internacionales en Espa?a, convocaba a los aficionados en el Alcal¨¢ Palace para escuchar a King Crimson, entonces y ahora uno de los grandes del rock mundial. Los espa?oles nos asombr¨¢bamos ante las inmensas columnas del equipo de sonido, que parec¨ªan murallas para las subdesarrolladas condiciones en que se mov¨ªan nuestros rockeros.Y acud¨ªamos con cara de papanatas a preguntar en las ruedas de prensa a Leonard Cohen sobre V¨ªctor Jara, entonces reci¨¦n asesinado por la Junta de Pinochet, y nos interes¨¢bamos ante un Carlos Santana impolutamente vestido de blanco por su apasionado. amor, el guru de turno. Descubr¨ªamos a los Chalchaleros en el Colegio Mayor San Juan Evangelista -que tanto y tan bueno ha hecho por la m¨²sica en este pa¨ªs-, y a Mercedes Sosa o Les Luthiers en el escenario del Marquina.
Autorizaban a Quilapay¨²n en Barcelona y lo prohib¨ªan al d¨ªa siguiente en Madrid. Y es que los censores no eran tontos del todo: ve¨ªan una colilla y enseguida se daban cuenta de que all¨ª hab¨ªa fumado alguien. John McLauglin nos sorprend¨ªa con su guitarra en el Monumental y la polic¨ªa deten¨ªa a los acompa?antes de Daniel Viglietti cuando sal¨ªan del teatro.
Ahora las cosas han cambiado, naturalmente. Paulatinamente. Primero con timidez y luego con m¨¢s decisi¨®n, las grandes figuras del rock y la canci¨®n comenzaron a incluir a Espa?a en sus giras internacionales. Nos fuimos haciendo grandes, y, aun faltando auditorios y locales adecuados, aun teniendo que sufrir pol¨¦micas con los dueflos de los campos de f¨²tbol -que siguen pensando que las grandes masas que acuden a un concierto de rock o a un acto solidario son salvajes que se comen el c¨¦sped como si de ensaladas de lechuga se tratase-, las cosas se han ido normalizando.
Primero fueron particulares arriesgados que se jugaban el dinero a una carta y en ocasiones le sacaban buena plusval¨ªa. Luego, con la democracia reci¨¦n estrenada y a¨²n titubeante en su pol¨ªtica cultural, el Ministerio de Cultura y los ayuntamientos se han convertido, quiz¨¢, en los principales contratantes de unos conciertos cada vez m¨¢s abundantes, masivos y rentables. Los precios est¨¢n por las nubes, alrededor de las 2.500 pesetas, para los que han visto a Elton John este fin de semana o pretenden presenciar la actuaci¨®n de Dylan y Santana dentro de unos d¨ªas.
El rock impera, como era de suponer, despu¨¦s de la baja de la cancion suramencana, mas comprometida. Los grandes cantantes siguen exigiendo que se les habilite un camerino con buf¨¦, aromas orientales y velas ¨ªntimas. Pero, pese a estas excentricidades, las cosas se van normalizando y se acepta todo a cambio de buena m¨²sica. Aunque a veces nos sigan dando gato por liebre, y nosotros, incautos y pueblerinos al cabo, continuemos qued¨¢ndonos boquiabiertos ante las superestrellas que nos llegan de allende los mares.
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