Credibilidad y justicia
Hay creencias que no requieren la credibilidad del referente. Es m¨¢s, cuanta menos credibilidad debieran tener en buena l¨®gica, m¨¢s se aferran los creyentes en su creencia. As¨ª ocurre, valga de ejemplo, con la creencia en Dios: vienen la peste, el hambre, 40 a?os de general Franco, Wojtyla de papa y muy se?or m¨ªo, etc¨¦tera, y el creyente en Dios y en su infinita bondad halla en tales calamidades mayores motivos para aferrarse en su fe en ?l, ese ente enigm¨¢tico cuyos designios, como se ve, son a todas luces inexcrutables. La miserabilizaci¨®n l¨®gica del creyente se acrecienta con la renuncia a la intelecci¨®n de las motivaciones arcanas que Dios posee para coexistir con lo que el creyente considera el mal, al que, seg¨²n se nos dice, Dios tolera y con el que nos regala con notoria prodigalidad. La mera existencia del mal, el mysterium iniquitatis, no se estima un s¨®lido contraargumento no ya de la existencia de Dios, sino ni tan siquiera de su inacabable misericordia.Entre las creencias que, por fortuna, exigen la credibilidad constante y casi absoluta que se deriva de la acci¨®n n¨ªtida y transparente est¨¢ la creencia en la justicia. El referente en este caso no es la Justicia (con may¨²sculas): esta ¨²ltima, aunque simbolizada entre nosotros por una se?ora portadora de una balanza, es un concepto, no una entidad. El aut¨¦ntico referente es la justicia (con min¨²scula), en tanto que acto que se valora en su equidad mayor, menor o inexistente, administrado por alguien en el ejercicio de la funci¨®n social de juzgar. Alguien a quien hoy se le llama juez y antes se le denominaba el justicia. De esta manera, el juez se acredita a posteriori (y es lo razonable) mediante el continuado ejercicio de actos de juzgar que se reputan justos y equitativos; es decir, en cuanto que ha hecho de buen juez, o simplemente de juez, porque el juez, o es bueno, o no es juez, sino una falsificaci¨®n (decir buen juez es una redundancia; decir mal juez, una contradicci¨®n). Se quiera o no, y aunque a primera vista parezca un mero argumento ad hominem, creer en la justicia deriva de creer en el justicia, y esto no es otra cosa sino el pensar como muy probable, en la pr¨¢ctica como cierto, que alguien, el justicia de turno, puesto que juzg¨® antes de manera adecuada, tambi¨¦n habr¨¢ de proceder as¨ª una vez m¨¢s, al juzgar ahora, en el futuro, y cualesquiera sean las circunstancias que concurran en el acto que se ha de juzgar. Es la creencia en el justicia la que deriva en creencia en la justicia y en la necesidad de una instituci¨®n desde la que se ejerza, no a la inversa. Por otra parte, el prestigio del hombre justo procede de un cr¨¦dito adquirido, no de una concepci¨®n aprior¨ªstica que, a modo de cheque en blanco, se le concede por la posesi¨®n del cargo. Pues lo que contemplan los justiciables no es el cargo, sino la forma como la funci¨®n se ejerce. Al contrario que la inocencia, que se presume, el cr¨¦dito se obtiene, se pospone a la acci¨®n y a su valoraci¨®n ¨¦tica. Por eso, cuando el justicia adquiere el descr¨¦dito y arrastra consigo el de la justicia tiene ante s¨ª dos ¨ªmprobas tareas: una, quitarse el descr¨¦dito de encima; otra, acreditarse. No son la misma cosa.
El justicia espa?ol, aparte la acreditaci¨®n que d¨ªa a d¨ªa haya de obtener y conservar a trav¨¦s del ejercicio de su funci¨®n, tiene pendiente todav¨ªa, como colectivo, su reacreditaci¨®n hist¨®rica. Lo mismo que el militar, el polic¨ªa y cualquier otro grupo institucional que, sin hiato alguno, se mantiene intacto desde aquellos a?os en los que no fuera posible, respecto del mismo, el control que conlleva la cr¨ªtica p¨²blica. De igual modo que hubo de obtenerla la Corona, que de antemano no la pose¨ªa. Se trata, pues, de una tarea hist¨®rica que ha de acometerse en un proceso sociol¨®gico de depuraci¨®n, tras la casi generalizada p¨¦rdida de la dignificaci¨®n de las funciones institucionales que supuso la sumisi¨®n, pr¨¢cticamente incondicional, al poder personal y arbitrario y a sus aleda?os. Una depuraci¨®n que, para mayor ejemplaridad, debiera ser autodepuraci¨®n, y ante todo la constatable actitud de servicio y no de privilegio que supone el poder adquirido por la Administraci¨®n de la justicia. La acreditaci¨®n que la sociedad espa?ola de hoy espera del juez no es, pues, la acreditaci¨®n t¨¦cnica (a todo juez se le supone conocimiento del derecho penal, civil, mercantil o del que quiera que sea), sino la deontol¨®gica. De momento este cr¨¦dito s¨®lo puede concederse juez a juez, seg¨²n lo que cada juez haya hecho y haga; de ninguna manera a todos y sin condici¨®n alguna. Por fortuna para nosotros, los jueces no son como Dios, cuya credibilidad aumenta con sus actuaciones desafortunadas. En el juez se cree cuando da testimonio de que se puede plausiblemente depositar la confianza en que har¨¢ justicia, cuando no parece en modo alguno disparatado presumir de ¨¦l una adecuada actuaci¨®n.
La actuaci¨®n adecuada del juez se obtiene del juicio que los dem¨¢s hacemos de su acto de juzgar como es debido. Esto exige que posponga toda clase de intereses (personales, de grupo, de cuerpo, ideol¨®gicos, econ¨®micos, etc¨¦tera) en el acto de juzgar. En la apariencia se trata de una tarea descomunal, pero en el
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fondo no difiere de la que a diario ha de ejercer todo ser humano por el hecho de vivir en una sociedad funcionalmente Jerarquizada, desde la que ha de juzgar y ser juzgado por los dem¨¢s. Cualquier funcionario, cualquier ciudadano en activo es juzgado por arriba, del que es subordinado, y por abajo, por aquellos que le requieren. De abajo arriba es como juzga el justiciable al se?or juez. No tiene otro modo: ya que no posee poder para eliminarle del cargo si lo ejerce mal o para premiarle y ascenderle en caso contrario, se limita a retraerle o acrecentarle su prestigio. La pulcritud en la actuaci¨®n, el hacer que el acto, adem¨¢s de justo, aparezca n¨ªtidamente como tal es la manera como el juez acredita la justicia y la hace inteligible. Es por esto por lo que un espect¨¢culo como el que en su d¨ªa ofreciera el presidente del Consejo del Poder Judicial, convirtiendo un acto protocolario presidido por el Rey en un alegato corporativista -una forma de terrorismo intelectual, por el car¨¢cter a todas luces abusivo de su poder en aquella situaci¨®n-, no ayuda a la reacreditaci¨®n del colectivo, que, por lo dem¨¢s, en lugar de censurarle en el momento con su inhibici¨®n y su silencio, se dej¨® arrastrar hacia entusiastas y prolongados aplausos.
La sociedad espa?ola de los ¨²ltimos 10 a?os ha dado muestras suficientes de su voluntad de creer que las corporaciones sirven para algo, y que si ejercen su funci¨®n de manera correcta se constituyen entonces en los ejes de una vida social democratizada. Es penoso el escepticismo sobre las instituciones que acontece en muchos ciudadanos apenas nacidos a una posibilidad de protagonismo c¨ªvico. Es innegable que en buena parte procede de la objetivable resistencia de muchas instituciones para despojarse de su esp¨ªritu de cuerpo e incorporarse al servicio de la sociedad toda. As¨ª como de la carencia de autoridad de que hace gala muchas veces el poder pol¨ªtico para exigir la obligada servidumbre de toda instituci¨®n al cuerpo social en general. Cuando cada instituci¨®n se convierte en grupo de poder y se desgaja de hecho del cuerpo social del cual es miembro, a los ciudadanos s¨®lo les queda que pensar que la instituci¨®n es descaradamente un enemigo o, cuando menos, algo as¨ª como una suerte de par¨¢sito con el que hay que contar, bien por mera formalidad y representatividad, bien por el temor que inspira.
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