Un ba?o de emociones fuertes

En el vest¨ªbulo se ol¨ªan perfumes secos, y el dise?o se paseaba en forma de vestidos con firma. Abundaba lo negro y lo joven, que ahora es como decir lo mismo. Hab¨ªa tambi¨¦n restos generacionales del naufragio de los 60, con su pop multicolor, chaquetas chillonas en cuerpos de 40 reci¨¦n estrenados. En medio de ese paisaje post-moderno, de l¨²gubre est¨¦tica, resaltaba la iron¨ªa na¨²tica de la chaqueta de Pau Riba.De pronto, el estr¨¦pito de una bocina dio la voz de alarma. Se abrieron las puertas y la gente penetr¨® en Tier Mon. Sonaba una m¨²sica seca, un ritmo primitivo, y un rasgueo de guitarra roto, que cuatro torres de sonido esparc¨ªan entre el p¨²blico.

En dos cadalsos, situados frente a frente, a ambos lados de la sala, dos cuerpos grotescos, con las piernas cortadas por sobre de las rodillas. El uno se mov¨ªa con muletas de pirata, el otro estaba suspendido de dos cables. Los dos cojos se miran, se desaf¨ªan como dos feroces animales enjaulados. De pronto aparecen las furas, con un ¨ªmpetu tremendo. Los b¨¢rbaros se abren paso con sus ruidosos carromatos. La gente corre de un lado a otro, consiguen esquivar a uno, pero otro que viene por detr¨¢s casi les atropella. La m¨²sica crece, y ahoga los gritos de la concurrencia.

Seis salvajes arrastran sus carros por entre la muchedumbre desconcertada. Chocan entre ellos, se provocan, se retan, se enzarzan en una lucha animal. El p¨²blico se mantiene a una distancia prudencial, deambula confundido, con la mirada vigilante, para que los carros de la avalancha no se les caigan encima.

Mientras, los aguerridos actores se distribuyen en dos bandos, junto a cada jefe cojo. Se parapetan en su castillo, se arman con unos desmesurados fusiles de aire comprimido, y empieza la batalla. Con sus morteros, disparan obuses de harina nuclear. En cinco minutos, el aire y el suelo quedan tensamente enharinados. Finalmente, hay una pausa en el combate, y las furas insisten con sus carros, comandados por un jefe que conduce un peque?o tractor. En sus carros, los salvajes llevan un palmo de sopa, de galets, que pronto esparcen por el suelo. Y entonces, la m¨²sica calla unos instantes, y ante el asombro de nuestro o¨ªdo, despierta una inesperada m¨²sica interpretada involuntariamente por la muchedumbre. El p¨²blico se mueve y va pisando esa alfombra de galets que revientan bajo los zapatos.

De pronto, los contendientes aparecen colgados de seis altas horcas. Parecen como muertos. Al poco rato, empiezan a mear arena, o harina, y se contorsionan con gestos convulsivos. Un olor cortante, de un dulz¨®n picante, molesto, cruza la nave en todas direcciones, invade las narices del p¨²blico. Finalmente, descuelgan a los muertos, y cubiertos con un grueso abrigo de lana, se los llevan en un carro.

De nuevo, a cada resucitado les asignan un carro, y a las ¨®rdenes de un domador, se dirigen a otra plataforma. Colocan los seis carros en vertical, uno junto a otro, como una hilera de jaulas. Los seis prisioneros, o mejor, los seis animales, son encerrados en cada uno de esas diminutas cajas. Las seis bestias protestan, reclaman su rancho. Por fin, el rudo vigilante les hecha un cubo de una asquerosa papilla.

Termina el espect¨¢culo. La m¨¢quina empieza a dar vueltas, y el artilugio parece una de esas norias de burro ciego que saca agua del pozo.

El espect¨¢culo, con su furor teatral, con su estampa miserable, con su inenarrable bestialidad, consigue desconcertar, inquietar, emocionar. Si acaso, falta conseguir mayor coherencia dram¨¢tica, una mejor fluidez entre escena y escena, porque ese ritmo trepidante del inicio, luego se descompone, y las escenas quedan algo desencajadas.