Un ni?o en la calle
Acaso si el ni?o no hubiera insistido la escena no estar¨ªa ahora en la memoria como el principio de un poema cantado por Mercedes Sosa: a esta hora exactamente hay un ni?o en la calle. Eran las cuatro de la tarde bajo el sol de Madrid y un coche espl¨¦ndido cruz¨® sin estr¨¦pito la calle de Serrano hasta pararse suavemente sobre el paso de peatones que hay en la esquina de la calle de Juan Bravo con la de Vel¨¢zquez. Un muchacho moreno, de una edad cercana a su estatura, sin camisa, descalzo y cejijunto, se acerc¨® a la ventanilla tapiada del coche y pidi¨® lo de siempre: dinero. El cristal estaba limpio, el sol hab¨ªa secado el agua del cubo y no hab¨ªa nada que ofrecer, ni pa?uelos, a cambio del dinero que ped¨ªa. La demanda del chiquillo, convertida en gui?o de ojos porque el calor no deja hablar a estas horas, le fue denegada con ese golpe distra¨ªdo de cabeza que han aprendido los automovilistas para resolver situaciones similares, de las que hay que salir como si nunca se hubieran producido, distra¨ªdamente, como se ahuyenta una mosca. Con la escasez de coches que hay en la calle, no hab¨ªa pr¨¢cticamente m¨¢s alternativas que seguir pidiendo al mismo interlocutor, mientras el sem¨¢foro persistiera en el color rojo. El chico mir¨® hacia el asfalto y hall¨® all¨ª la inspiraci¨®n precisa para cumplir con su misi¨®n de mendigar. Se volvi¨®, muy decidido, y le pidi¨® al conductor que le diera la hora.Como el sem¨¢foro se abri¨® en seguida no pude darme cuenta de si el chico recibi¨® su merecido, y acaso eso me dio ocasi¨®n para imaginarme todas las posibilidades que pudieron seguir a esta innecesaria petici¨®n del tiempo. La m¨¢s tranquila entre todas esas probabilidades es tambi¨¦n la m¨¢s humilde, quiz¨¢ la m¨¢s humana: los ocupantes del coche mirar¨ªan el aparato relojero del cuadro de mandos y dar¨ªan una satisfacci¨®n al chiquillo, mir¨¢ndole esta vez a los ojos, como cuando se hace una caridad que no cuesta absolutamente nada. Hay otras maquinaciones m¨¢s perversas, claro, pero como est¨¢n en la mente de todos -qui¨¦n no le ha negado la hora a alguien alguna vez- no parecen ser del caso. Y, finalmente, hay una a¨²n m¨¢s terrible, la m¨¢s despiadada y por eso la menos probable: los acomodados ocupantes del lujoso autom¨®vil no tienen reloj -y tampoco de pulsera- o lo tienen roto -incluido el de pulsera- De modo que, como para los agotados personajes de la m¨¢s conocida novela de Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez, el joven mendigo podr¨ªa no haber tenido otra oportunidad sobre aquel suelo. Sin dinero ni tiempo, seguir¨ªa su camino de mendigo joven con la convicci¨®n cabizbaja que se contiene en la famosa frase: nunca llegar¨¢s a nada.
?Y para qu¨¦ querr¨ªa el chiquillo tener constancia del tiempo? ?Qu¨¦ urgencia puede tener a pleno sol, en esa hora que sabe a mortadela y a mermelada, una hora antes de las cinco de la tarde, cuando el aire de agosto resulta m¨¢s implacable? ?Para qu¨¦ quiere que le den la hora un ser que ni siquiera va vestido con traje de lino, es m¨¢s, un ser que va sin camisa, como si toda su vida tuviera que estar moreno? ?Qu¨¦ sentido tiene el tiempo si a esa hora parece mejor perderlo? Pues el chico, vestido as¨ª y bajo aquel calor de asfalto, pregunt¨® la hora.
Preguntar la hora, a esas alturas de la vida, da idea de muchas indigencias: qu¨¦ pedir, si no te dan nada; qu¨¦ puede haber m¨¢s barato para el transe¨²nte con posibles que darle la hora, o fuego, o una direcci¨®n, o una palmada en la espalda, o un bofet¨®n, si vamos al caso, a quien se le cruza en el camino haciendo con su cuerpo la sombra molesta y silenciosa de una mosca sin futuro. Pues el chico se arriesg¨® y opt¨® por una de las peticiones posibles: la petici¨®n de la hora, una costumbre tan vieja como el tiempo, un gesto mec¨¢nico con el que a veces llenamos las almohadas vac¨ªas de los viajes colectivos.
Luego, sigue uno imaginando porque la escena parec¨ªa el principio de un poema de C¨¦sar Vallejo -y ya no almuerza-, el muchacho volver¨ªa machacado por el calor a cobijarse en el ¨¢rbol in¨²til de la calle de Juan Bravo: in¨²til, pensar¨ªa el joven mendigo, porque a esa hora el sol es tan enga?oso que hace las sombras enanas y nadie se puede resguardar de los rayos bajo la copa seca de los ¨¢rboles. Y si le dieron la hora pod¨ªa ir contando a partir de entonces, gracias a la sombra creciente de esos mismos ¨¢rboles in¨²tiles, el paso de las horas restantes, hasta que llegara la sombra permanente de la noche, la ¨¦poca del d¨ªa en que ya todas las horas parecen iguales.
O no pensar¨ªa nada, ver¨ªa pasar a sus m¨²ltiples clientes con los parabrisas limpios y sus relojes de pulsera carcomidos por el calor y por el propio tiempo, que tambi¨¦n estropea los cron¨®metros. O dar¨ªa cuenta a sus padres, que luego en definitiva le recogen y le llevan a las afueras o lo meten debajo de una manta de cuartel en las escalinatas del metro Banco, de las pesetas halladas. ?C¨®mo? ?Hoy no hay pesetas?, le dir¨¢n. No, contestar¨¢ ¨¦l, pero me han dicho la hora 37 veces. ?Y para qu¨¦ queremos nosotros la hora?, preguntar¨¢n, con justa indignaci¨®n, sus padres, descamisados bajo la manta con la que se resguardan del calor de la calle en las escalinatas del metro Banco.
Por supuesto, la pregunta dejar¨¢ perplejo al ni?o que esta tarde, a las cuatro en punto, hall¨® en la inspiraci¨®n que siempre otorga el asfalto una pregunta que pod¨ªa hacer menos infructuosa su relaci¨®n con los automovilistas acomodados y elusivos. De ahora en adelante, acaso, tendr¨ªa que variar la pregunta, buscar otras f¨®rmulas. Ser, acaso, m¨¢s expeditivo. Pero, claro, ?qu¨¦ otra cosa puede hacer un ni?o que se encuentra en la calle a esta hora exactamente que preguntar a quien sabe si es verdad que pasa el tiempo y c¨®mo lo hace?
Lo malo, se dir¨¢ el chiquillo antes de dormirse sobre el ruido pacificador de los metros que se cruzan, es que resulta muy dif¨ªcil explicar en casa que a veces no te dan ni la hora.
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