Un hombre y una epoca
Hace un a?o desapareci¨® una persona desconocida para el p¨²blico, pero que para el bastante numeroso c¨ªrculo de amigos, conocidos y colegas representaba lo mejor con que cuenta una sociedad para llevar a cabo una de sus actividades imprescindibles: no s¨®lo un profesional con la m¨¢xima capacidad t¨¦cnica, un individuo con un olfato excepcional para detectar y resolver por la v¨ªa intuitiva los numerosos problemas que sin posible formulaci¨®n l¨®gica se presentan en todo negocio, sino tambi¨¦n un hombre que en ning¨²n momento dej¨® de guiarse por una moralidad que tal vez tiende a diluirse en todos los campos de la industria moderna. Pablo Garc¨ªa Arenal, ingeniero de caminos, falleci¨® el 27 de abril de 1989 a consecuencia de una fulminante embolia pulmonar que sufri¨® en su despacho y le llev¨® a la defunci¨®n en pocas horas. Cuando muri¨® llevaba m¨¢s de 30 a?os ocupando la gerencia de una empresa constructora que, en gran medida gracias a su direcci¨®n y a la fusi¨®n con otra hermana mayor, pas¨® de ser una sociedad de reducido tama?o a una de las cuatro primeras del pa¨ªs. Cuando ocup¨® la gerencia de la antigua casa trabajaban con ¨¦l seis ingenieros; cuando muri¨®, la nueva sociedad ten¨ªa en su n¨®mina m¨¢s de 300.Pero todos los que le conocieron y trataron reconocer¨¢n que nada conviene peor a su imagen que los trazos del gran capit¨¢n de industria. Si la industria creci¨® fue por obra de su talento, no de su ambici¨®n, que se vio obligado a someter a una estrategia que exig¨ªa cada d¨ªa mayores recursos y a una suerte de crecimiento biol¨®gico acelerado con hormonas y gracias al cual nuestro pa¨ªs pudo superar i el raquitismo que hab¨ªan heredado los contempor¨¢neos y colegas de Pablo Arenal. Porque cuando comenz¨® a ejercer su profesi¨®n, a principio de los a?os cincuenta, se excavaba con el pico, se paleaba a mano, las vagonas eran tiradas por mulas, los ¨¢ridos se transportaban con reatas de burros, no se ventilaban los t¨²neles, que se iluminaban con l¨¢mparas de carburo y se sosten¨ªan con postes, un hormig¨®n dosificado por sacos de cemento se compactaba a golpes de pis¨®n de madera, un kil¨®metro de galer¨ªa subterr¨¢nea se cobraba inevitablemente un accidente mortal, prevalec¨ªa en nuestro pa¨ªs una t¨¦cnica de la construcci¨®n de la que Europa, gracias al maquinismo, se hab¨ªa manumitido antes de que comenzara el siglo. Cuando muri¨®, ya hac¨ªa a?os que los constructores espa?oles compet¨ªan con sus colegas extranjeros -y con frecuencia colaboraban con ellos- en los proyectos que exig¨ªan la tecnolog¨ªa m¨¢s avanzada.Muri¨® en plena guerra por la supervivencia y la independencia de la sociedad que hab¨ªa dirigido durante casi toda su vida profesional. M¨¢s que en plena guerra, en plena ofensiva; una muerte de h¨¦roe, a lo R¨¦glo, Gustavo Adolfo o Brussilov. Sus restos mortales, conducidos por viejos capitanes sin su intuici¨®n estrat¨¦gica, desorientados ante una dif¨ªcil retirada en territorio hostil. Se trataba de una guerra declarada por una fren¨¦tica sociedad de la competencia, y no por el control de la empresa, sino por el control del capital de la empresa para, una vez conseguido ¨¦ste, hacer con aqu¨¦lla lo que viniera en gana, incluso liquidarla a cualquier precio si as¨ª lo demandaban intereses m¨¢s poderosos. La guerra -que parece concluida o a punto de firmarse la paz- concluye con un beneficio financiero para el agresor muy superior al que en el mismo ejercicio anual obtiene como constructor. La conclusi¨®n es muy sencilla, y se puede decir que de todos sabida: los grandes beneficios se obtienen en el mercado de capitales, nunca colocando hormig¨®n en una presa. Colocando hormig¨®n en una presa se puede hacer -con mucho esfuerzo y tes¨®n, con una enorme perseverancia prolongada cuando menos en el plazo de una generaci¨®n- una gran empresa a fuerza de un paulatino crecimiento diario y reinvirtiendo gran parte del beneficio industrial en el incremento de los propios recursos. Pero, parad¨®jicamente, cuando todo empresario -y no necesariamente ambicioso, sino normalmente constituido, en t¨¦rminos casi biol¨®gicos- alcanza esa meta que ha de garantizarle la estabilidad industrial, se introduce, lo quiera o no, en una guerra de capitales que en todo momento amenazar¨¢ su independencia. Que en esa guerra se sea v¨ªctima o agresor s¨®lo depende de una tesorer¨ªa, de una capacidad crediticia y, por supuesto, de una estructura moral.
Don Pablo fue un empresario a la antigua pese a ser el m¨¢s avanzado entre sus iguales. Era tan anticuado como para creer en la virtud y el poder del trabajo, en la santidad de un capital hecho d¨ªa a d¨ªa, una convicci¨®n adquirida en un instituto escuela no muy distanciado en ciertos aspectos de la moral luterana. No especul¨® jam¨¢s y, sin duda, el juego financiero que se desarrollaba por encima de su cabeza le interesaba tan poco como una m¨¢quina tragaperras; no se pod¨ªa permitir el lujo de despreciarlo, pero al hablar de ¨¦l torc¨ªa el labio y procuraba cambiar de conversaci¨®n. No quer¨ªa ser el primero en nada, ni aventajar a nadie ni ganar m¨¢s que el vecino. No se hizo rico, como hubiera sido lo normal, y, lo que es m¨¢s sorprendente, no abrigaba la menor desconfianza hacia quien lograba hacer una fortuna. Pero, en cambio, se hizo con un poder de personalidad impresionante. No he conocido una persona que concitara tanto respeto en medios y entre personas muy diversas, lo mismo en una reuni¨®n de empresarios que en una tertulia de trasnochadores. No s¨¦ de nadie que intentara levantarle la voz; lo que dec¨ªa don Pablo iba a misa y sus ¨®rdenes se ejecutaban al instante. En alguna visita de inspecci¨®n a las obras le dije al o¨ªdo, en relaci¨®n con algo que era de mi directa responsabilidad: "Haz el favor de decir que te parece mal", para ver con qu¨¦ prontitud se correg¨ªa un vicio que yo no hab¨ªa sabido atajar. A lo largo de un trato que se prolong¨® durante un tercio de siglo -mantenido entre amigos, mineros o alcaldes, entre ingenieros y patrones- jam¨¢s o¨ª una palabra de censura hacia don Pablo. Estoy seguro de que no habr¨ªa sido lo mismo si se hubiera hecho rico, si hubiera abandonado la direcci¨®n de la sociedad para dedicarse a las finanzas. Un viejo ingeniero contempor¨¢neo de don Pablo acostumbraba a decir que toda riqueza procede del robo, para a?adir: "Por fortuna, a m¨ª me libr¨® de eso mi bisabuelo".
Hombres de esos ya no quedan, se dice con tanta frecuencia como inexactitud. Pero s¨ª se puede afirmar que hombres as¨ª ya no son colocados al frente de grandes empresas, y tal vez con raz¨®n. La guerra de capitales tiene m¨¢s de un parecido con la carrera de las armas; nada ser¨ªa tan incoherente como querer enfrentarse con armas convencionales a un adversario provisto de ingenios nucleares. Entre ellos deben ser m¨¢s o menos iguales y los halcones han de tratar con halcones, aunque don Pablo fuera lo menos parecido a una paloma y, puestos a ser rapaz, pod¨ªa decapitar a un ¨¢guila de un manotazo. Se dir¨ªa que la muerte de ciertos hombres ejemplares acaece cuando ha de ser m¨¢s dram¨¢tica, cuando m¨¢s se ha de sentir la ausencia provocada por ella. Cuando, adem¨¢s, esa muerte consagra mediante el artificio de la sustituci¨®n y ejecuta el cambio que se ven¨ªa esperando (y ciertos cambios hist¨®ricos son tan pusil¨¢nimes que no pueden enfrentarse a la persona que se opone a ellos y han de aguardar hasta su desaparici¨®n), bien se puede decir que toda una ¨¦poca acaba con ella. Qu¨¦ duda cabe, en ciertos estamentos de la gran industria ha concluido la cultura del trabajo aplastada por la barbarie del capital.
es ingeniero de caminos y escritor.
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