Las ruinas del cielo
Foto: Cristina Garc¨ªa Rodero"Mientras el brochista roba a los muros el art¨ªstico color que le han dado los siglos, embadurn¨¢ndolos de calamocha y almagra, el arquitecto los embellece a su modo con carteles de yeso y cari¨¢tides de escayola, dej¨¢ndolos m¨¢s vistosos que una caja de dulces franceses". As¨ª lloraba, desde su celda, un B¨¦cquer convaleciente en Veruela de sus males, f¨ªsicos y del siglo, en la primavera de 1864. Toda la carta IV de ese hermoso libro es una queja historicista, y por tanto rom¨¢ntica, contra el pisoteo de las huellas que el pasado ha ido dejando por tierra.
No podemos decir, sin embargo, que la mano del hombre, brochista o arquitecto, haya sido tan cruel en Arag¨®n. Hay, desde luego, ejemplos de lo que un grupo de irrespetuosos amateurs de la arquitectura llamamos "labores de achuecado", en homenaje al ¨ªmpetu restaurador de antiguos edificios del arquitecto Chueca Goitia, nuestro Violletle-Duc de posguerra. Pero si bien uno de los puntos m¨¢s visitados de la regi¨®n, Ainsa, muestra rasgos inconfundibles del estilo achuecado (placitas sin tropiezo ni mancha, calles en perspectiva caballera, aromas de lisura en la piedra de iglesias y casonas), la mayor parte de los pueblos (que en Arag¨®n hacen honor sin sonrojo al peligroso t¨¦rmino de "pintoresco" pertenecen en su bella simplicidad y nada aparatosa colocaci¨®n a un periodo que denominaremos pre-chuequense.
En este sentido, y aparte de localidades con ya justo renombre, Alqu¨¦zar y Ans¨® en Huesca, la zaragozana Ambel, Teruel es el gran solar de descubrimientos. Y no por Albarrac¨ªn, que se da por supuesto como uno de los pueblos hermosos m¨¢s famosos de Espa?a, sino por una serie de jalones tanto en las vertientes de su misma serran¨ªa como en las del Maestrazgo y en la l¨ªnea frontera norte con Castell¨®n. ](Abro aqu¨ª un par¨¦ntesis de tributo a uno de mis placeres de excursionista, por el que confieso adicci¨®n: la gu¨ªa de viajes. Dentro de este g¨¦nero menospreciado, confinado en las librer¨ªas pedantes al rinc¨®n de la jardiner¨ªa y el bricolaje dom¨¦stico, el viajero por Arag¨®n dispone de tres libros espl¨¦ndidos: el Teruel del profesor S. Sebasti¨¢n, el escrito por el poeta Jos¨¦ Albi sobre Albarrac¨ªn y su serran¨ªa, y, en especial, el atinado companion Nueva gu¨ªa art¨ªstico-monumental de Arag¨®n de F.Torralba, todos publicados por la benem¨¦rita Everest).
De los pueblos en cuesti¨®n, quiz¨¢ a mis lectores m¨¢s leidos les suene el nombre de Calaceite. No es ¨¦ste, en su curiosa zona catalanoparlante, adornadas aqu¨ª y all¨¢ las casetas camineras por un "Visca Arag¨® lliure", el m¨¢s hermoso (lo ser¨ªa Valderrobres, a mi juicio), ni exhiben sus calles ning¨²n edificio como la iglesia parroquial del cercano Cretas, cuya fachada mereci¨® la suprema consagraci¨®n de ser copiada en el Pueblo Espa?ol de Barcelona. La fama de Calaceite, afortunadamente restringida, se la dan los escritores y artistas que desde que el franc¨¦s Didier Coste descubriese el pueblo hace ya muchos a?os, lo han ido ocupando pac¨ªficamente. Ausentes hoy quienes m¨¢s lo disfrutaron, Jos¨¦ Donoso y su esposa, Pilar, all¨ª siguen Mauricio Wacquez y Toni Mari, Nuria Serrahima y R¨¢fols Casamada, Angel Crespo (cuya m¨¢quina de escribir oigo tabletear tras la celos¨ªa mientras paseo en un mediod¨ªa caluroso por la calle de Maella), y, m¨¢s omnipresente que nunca, el propio Coste, que ha creado una fundaci¨®n para artistas becarios.
Tambi¨¦n a Calaceite llega la sombra burlona de Luis Bu?uel, que tuvo aqu¨ª una casita adosada, qui¨¦n sabe si por azar, a un oratorio de la Virgen del Pilar, y sol¨ªa comer en un robusto y recomendable restaurante del vecino pueblo de Beccite, la Antigua Posada de Roda, a cuya due?a, la T¨ªa Cinta, hoy fallecida, se cuenta por la zona que el cincasta sol¨ªa hacer su confidente. (Y abro un segundo par¨¦ntesis de tributo, ¨¦ste a la comida regional, ya que otro de los baldones que Arag¨®n arrastra es el de su cocina, considerada zafia y pesada por los gourmets. Mi est¨®mago -pues no s¨®lo de alma vive el excursionista- puede testificar que no todo es chilindr¨®n en estas tierras: entre norte y sur no faltan las gratas sorpresas, desde las que depara La B¨®veda en la graciosa plaza del Mercado de Borja, con sus sabrosos postres servidos entre grabados de Man Ray, hasta las de la memorable y fin¨ªsima Casa Blasquico de Hecho, en el Pirineo de Huesca).
Hab¨ªa dos lugares en la provincia de Teruel a los que deseaba regresar. El primero es su capital, de la que conservaba el recuerdo m¨®rbido de sus momias, que impresionaron al ni?o que yo era cuando, espoleado por la campechan¨ªa cruel de los mayores, tuve que agacharme como est¨¢ mandado en el Mausoleo de los Amantes para ver las tibias a¨²n enteras y la sonrisa carcomida de sus dientes. Hoy las calaveras no me asustan tanto, quiz¨¢ porque alrededor de la infausta pareja han montado su tenderete los mercaderes: al salir del templo compro una casete con su historia dramatizada en una cara y en la otra el Himno que, como a los mejores clubs futbol¨ªsticos, les han compuesto; de noche en el hotel leo, sin embargo, en una publicaci¨®n erudita que tal vez la leyenda de Juan e Isabel est¨¦ sacada no de la triste realidad, sino de un cuento del Decamer¨®n. La risa me sacude los huesos.
Calles quietas
Mi compensaci¨®n es que al caminar por la ciudad descubro lo que no recordaba. Unas calles quietas y complacientes donde el mud¨¦jar c¨¦lebre de sus torres no hace sombra a otros edificios llamativos: una exquisita arquitectura modernista muestras en el per¨ªmetro de la plaza del Torico y sus calles adyacentes, destacando en ella el forjado y la rejer¨ªa, especialidad de esta zona donde el abundante mineral de hierro se transforma en los "nervios de la ciudad" de que habl¨® Jarn¨¦s.
Al segundo lugar quer¨ªa regresar porque nunca hab¨ªa estado, pero lo conoc¨ªa, Belchite. A trav¨¦s del cine y de los libros y las fotografias de la guerra civil hab¨ªa recorrido la ciudad castigada paradigma de una ruina no tra¨ªda por los hombres a los que tem¨ªa B¨¦cquer, sino por los que en la defensa de las ideas m¨¢s humanas y constructivas de aquella contienda hicieron de sus calles dep¨®sito de una voluntad de muerte y escenario de una destrucci¨®n en nombre de lo "m¨¢s hombre", esas dos palabras que Sciascia cuenta haber o¨ªdo en una transmisi¨®n de guerra de la radio espa?ola y que para ¨¦l quedaron como cifra de la sonoridad del tambor, el canto del gallo y las l¨¢grimas de la derrota.
Caminar hoy por el abandonado Belchite sin libros ni c¨¢maras, pero cargados con la me mor¨ªa de las mediaciones, induce a pensar en un gran decorado, ya in¨²til, de spaghetti- western b¨¦lico, si es que el g¨¦nero existe. A la desconcertante sensaci¨®n de irrealidad de ver un pueblo entero, con casas y hospital y estanco cuatro iglesias ca¨ªdas en desuso no por desidia, sino por bombardeo, se superpone la realidad de la ruina: la belleza que a¨²n subsiste en el abandono, el port¨®n de la entrada al pueblo y sus medallones de piedra, el esgrafiado de filigrar¨ªa del convento de San Agust¨ªn, la fachada renacentista de la Parroquial, donde una capilla del crucero a¨²n nos gui?a el Ojo rococ¨® de sus estucos policromados y su angelote.
Salimos de Belchite como los touristas dieciochescos, abruinados por la po¨¦tica del deterioro. Y as¨ª puede seguir el viajero por Arag¨®n un buen rato. Si circula por el l¨ªmite navarro, admirando el fantasma de los pueblecitos abandonados en la ruta del embalse de Yesa, si por el resto, comprobando a su pesar que la loable lucha de la Diputaci¨®n por evitar el menoscabo de los monumentos impide ver muchos de los mejores: ni colegiata de Daroca ni catedral de Tarazona ni Seo ni interior del castillo de S¨¢daba. Todo, la fe lo hace suponer, sigue all¨ª, pero como un cielo prometido que a¨²n no hemos sabido merecernos.
La morada celeste que ni cierra sus puertas ni est¨¢ en ruinas es el santuario de Torreciudad, donde yo, sin embargo, casi no pude entrar. Este poblado espiritual es donde el hoy mero siervo de Dios, pero futuro santo monse?or Escriv¨¢ de Balaguer, originarlo de la cercana Barbastro, quiso edificar un "lugar de oraci¨®n" del Opus Dei. El caso es que yendo yo excelentemente vestido con un polo de poco escote y pantalones cortos aclaro, no del tipo biquini ni siquiera bermudas tropical, sino de los de dobladillo por la rodilla - el guardi¨¢n del aparcamiento reconvino, y con tal de no perderme-lo decid¨ª (en un homenaje privado al gesto madrile?o de Andy Warhol, que yo mismo cont¨¦ en EL PA?S, cuando afeado por acudir en vaqueros a una Fiesta de los March en su honor se puso encima los del esmoquin) sobreponerme entre unas zarzas los pantalones largos de mi acompa?ante, que sacrific¨® por m¨ª su visita.
El enclave piadoso rezuma limpidez y progreso por todas sus piedras, que son muchas, ya que el arquitecto Dols, consciente de la Obra que ten¨ªa entre manos, no escatim¨® medios, ni tampoco homenajes al terru?o de monse?or, a la vista del retablo y de la torre gigante, que llarnaremos, por respeto a la palabra neo, pos-mud¨¦jar.
Para que no se ofusque entre las columnatas babil¨®nicas y las grader¨ªas propias de estadio nazi, le se?alo dos pistas al hipot¨¦tico visitante de esta domus aurea: los lavabos, en los que una hucha de dise?o invita a la salida a que el usuario "contribuya a los gastos de mantenimiento y limpieza", y los confesionarios -en n¨²mero de 39 y con absoluci¨®n triling¨¹e-, donde se puede ver un adelanto de la t¨¦cnica religiosa que yo desconoc¨ªa, el sem¨¢foro de penitentes, instalado en las modernas cabinas de rnadera y cristal con luces rojas y verdes en lo alto indicando que el camino est¨¢ vedado o libre para el pecador.
Ma?ana: Ciudades del 92
Sevilla
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