Benetiana
Con el t¨ªtulo de Barojiana escribi¨® Juan Benet hace ya a?os un precioso texto en que recog¨ªa sus recuerdos de la tertulia que don P¨ªo Baroja sol¨ªa tener por las tardes en su casa de la calle de Ruiz de Alarc¨®n de Madrid. Contaba, entre otras cosas, que un d¨ªa en que ¨¦l estaba presente apareci¨® de pronto en la tertulia el arzobispo de Madrid-Alcal¨¢ don Casimiro Morcillo. Sensibilizado acaso el se?or obispo por algunos excesos verbales que conspicuos miembros de la Iglesia hab¨ªan dirigido al novelista -como aquel jesuita que le llamaba "don Imp¨ªo Baroja"-, quiso llevar su paternal solicitud al extremo de visitarle en su propia casa, en gesto. de reconciliaci¨®n.Uno de los asiduos contertulios de don P¨ªo era un caballero ya maduro cuyo nombre Juan Benet no citaba, pero que se hizo famoso entre los que frecuentaban la tertulia porque ten¨ªa por costumbre dejar a su novia -una se?ora de mediana edad- en el portal de la casa de Ruiz de Alarc¨®n mientras ¨¦l sub¨ªa a tertuliar con don P¨ªo. La llegada del arzobispo Morcillo a la casa de Baroja produjo, como f¨¢cilmente puede comprenderse, una embarazosa situaci¨®n. Ni el novelista, ni el prelado, ni ning¨²n otro de los presentes, entre los cuales estaban Juan, sab¨ªan c¨®mo romper el hielo para comenzar la conversaci¨®n. Fue aquel maduro caballero que ten¨ªa la novia esperando en el portal quien salv¨® el dif¨ªcil trance. Se puso en pie y dijo solemnemente, en frase que pas¨® a la historia de la Espa?a surrealista: "Con permiso del se?or obispo, me voy a comer un higo".
Si he reproducido aqu¨ª la an¨¦cdota barojiana que Juan Benet contaba, ha sido para hacer part¨ªcipe al lector. de uno de los rasgos m¨¢s ocultos y privados del escritor que acaba de morir: su incomparable sentido del humor. No lo habr¨ªa dicho, sin amistar con ¨¦l, el lector de sus obras. No quiero decir con ello que falte un muy sutil humor en los libros de Benet, pero hay que convenir que no es la risa ni la sonrisa la respuesta, m¨¢s frecuente del lector a su prosa. De ah¨ª que creo poder decir, y quiz¨¢ no se ha dicho suficientemente en los art¨ªculos que se le han dedicado, que hab¨ªa un abismo entre el Benet-escritor y el Benet-amigo. Ley¨¦ndole, uno se lo imaginaba como hombre un poco taciturno, ensimismado, a quien podr¨ªa visitarse s¨®lo con cierta solemnidad. Hablando con ¨¦l, resultaba el hombre m¨¢s simp¨¢tico, del mundo, gran conversador, ocurrente, dotado de una portentosa imaginaci¨®n y narrador privado de divertid¨ªsimas historias. Si hubiese escrito lo, que contaba a los amigos -s¨®lo lo hizo en esa Barojiana y en alg¨²n otro texto como el titulado Un oto?o en Madrid hacia 1950-, sus libros habr¨ªan sido best sellers sin rival. Pero no quer¨ªa escribir, como ¨¦l dec¨ªa, "estampas" al hacer literatura. Y guardaba para la conversaci¨®n con los amigos el ingenio sobrante.
Una Benetiana deber¨ªa tener en cuenta, sin embargo, los dos aspectos de la compleja personalidad del escritor. Hay una circunstancia que ahora, record¨¢ndole, considero para m¨ª lana suerte. Y es que le conoc¨ª antes de empezar a leer su obra. S¨®lo al cabo de un tiempo de tratarle me convert¨ª en su lector asiduo, y mi amistad con ¨¦l no se fund¨® en razones literarias. Tengo la impresi¨®n de que a ¨¦l no le gustaba especialmente hablar de literatura. Hicimos algunos viajes juntos, uno de ellos por Extremadura, en un cuatro latas que yo ten¨ªa entonces. Era la ¨¦poca en que las autoridades persegu¨ªan por toda Espa?a a El Lute, que se hab¨ªa escapado saltando de un tren en marcha cuando era conducido de un penal a otro. Al llegar a la altura de Plasencia nos par¨® la Guardia Civil y me hizo abrir el maletero del coche. Al volver a sentarme al volante (despu¨¦s de haberse demostrado que tampoco en mi coche estaba el fugado), le pregunt¨¦ al guardia: "Esto ser¨¢ por El Lute, ?no?". El n¨²mero de la Benem¨¦rita me mir¨® muy serio y replic¨®: "Algo hay de eso". Juan Benet se lo pas¨® en grande con aquella respuesta y siempre les contaba a sus amigos el episodio, que, adem¨¢s, dio lugar a una divertida teor¨ªa benetiana. Por aquellos d¨ªas, Bobby Fisher, el ajedrecista americano famoso por sus reacciones imprevisibles y sus desplantes, estaba jugando, no s¨¦ si en Londres o en Dubl¨ªn, el Campeonato Mundial. Juan Benet sosten¨ªa que Fisher era en realidad El Lute disfrazado que, despu¨¦s de recorrer media Espa?a, se hab¨ªa ido a disputar el Campeonato Mundial de Ajedrez.
Me acuerdo de otro viaje que hicimos, esta vez en el venerable Jaguar de Juan Benet. Lo titulamos Viaje con un moderno porque ven¨ªa con nosotros el poeta Antonio Mart¨ªnez Sarri¨®n, a quien le qued¨®, desde entonces, el nombre de El Moderno, con que se le conoce. En Molina de Arag¨®n vimos un escaparate que hizo las delicias de Juan y de todos. Era un anticuario que ten¨ªa puesta en su vitrina una figurilla egipcia con un cartel que dec¨ªa: "Figura de una tumba del Alto Egipto. XIV dinast¨ªa (muy antigua)". En aquel viaje recorrimos la regi¨®n del Alto Tajo, que ¨¦l conoc¨ªa muy bien, y fuimos despu¨¦s, por Albarrac¨ªn y los Montes Universales, hasta Teruel para ver y admirar una vez m¨¢s las preciosas torres mud¨¦jares, obra, seg¨²n la leyenda que se cuenta en la ciudad de los Amantes, de arquitectos ¨¢rabes que, con su construcci¨®n, compet¨ªan por el amor de una mujer.
Era una delicia viajar con Benet. Sab¨ªa las historias antiguas de ciudades y pueblos, hab¨ªa recorrido el curso de los r¨ªos en sus andanzas de ingeniero, ilustraba los paisajes diciendo, por ejemplo, "aqu¨ª fue tal batalla", o hablaba de ¨¢rboles, de rocas, de plantas arom¨¢ticas. Daba la impresi¨®n de conocer el campo, el monte, con la misma precisi¨®n con que se conocen las calles o las plazas de una ciudad. Sab¨ªa los nombres de todas las cosas, y era un caso excepcional entre los escritores, que suelen ignorar, y despreciar a veces, las cosas de la ciencia. Daba gloria ver c¨®mo se goza en el campo. En una ocasi¨®n anduvimos buscando un r¨ªo donde ba?arnos. Encontramos tan s¨®lo un cauce medio seco en el que hab¨ªa una somera poza. Nos hizo re¨ªr al Moderno y a m¨ª al decir en tono solemne: "Lo justo para darse un ba?o de partes". La iron¨ªa era en ¨¦l espont¨¢nea y su bondad no le permit¨ªa convertirla en sarcasmo. Le gustaba, sobre todo, la esgrima del ingenio, y provocaba a los amigos y, a veces tambi¨¦n, en sus art¨ªculos o en alguna conferencia, a los que no lo eran. Los tontos se le ofend¨ªan. Nadie sosten¨ªa estos duelos de agudezas mejor que Juan Garc¨ªa Hortelano. A m¨ª me toc¨® moderar uno de estos torneos. Fue en Albacete, en un sal¨®n de actos lleno de gente convencida de que iba a asistir a una sesi¨®n de alta literatura. A lo que asistieron fue a una batalla sin cuartel en la que Benet y Hortelano se cruzaron, sin inmutarse, invectivas y burlas literarias y hasta personales. Al principio, Albacete tembl¨®, creyendo que iba en serio. Despu¨¦s se dieron cuenta de que estaban asistiendo a uno de los mejores n¨²meros literarios que se han visto. No s¨¦ si lo repitieron en alguna otra gira. Les habr¨ªa dado para pagarse un manager.
Conmigo se met¨ªa sobre todo por mi irredenta adicci¨®n al caf¨¦ con leche acompa?ado de un bollito. Debo decir que Juan -nadie es perfecto- no entend¨ªa nada de boller¨ªa. Entr¨¢bamos en un caf¨¦ y, mientras ¨¦l encargaba no s¨¦ qu¨¦ mejunje con ginebra, le dec¨ªa al camarero: "A este se?or p¨®ngale un caf¨¦ con leche y unas madalenas". Lo dec¨ªa con desprecio. Yo le dec¨ªa, hombre, Juan, deber¨ªas probar las tortas de aceite de San Mart¨ªn de Porres, que llevan comino, unos buenos imperiales de La Ba?eza o los polvorones Santo Cristo Amarrado a, la Columna, de Estepa. "?Qu¨¦ horror!", exclamaba ¨¦l. Yo creo que identificaba la boller¨ªa y otros productos de la dulcer¨ªa espa?ola con el costumbrismo literario. ?Nunca hay nadie que se coma una rosquilla del Santo, ni lista ni tonta, en sus novelas! La ten¨ªa tomada con Gald¨®s pero su cr¨ªtica no era tanto al novelista como a los ep¨ªgonos que aun le quedaban en Espa?a. Dec¨ªa que don Benito, al comienzo del oto?o, cog¨ªa un ba¨²l y se daba una vuelta por los conventos de monjas de los alrededores de Madrid a fin de recaudar almendras garrapi?adas, mantecados, empi?onadas, mazapanes, para el a?o.
La ten¨ªa tomada tambi¨¦n con el cine y con los cineastas. Una noche, en su casa de Pisuerga, la calle fluvial donde viv¨ªa, le dijo a uno de ellos: "El otro d¨ªa, no s¨¦ con qu¨¦ motivo, fui al cine...". Todo era para provocar. Si el otro aguantaba, segu¨ªa la broma. Sosten¨ªa que las pel¨ªculas buenas s¨®lo las ponen en los pueblos, porque no interesan a los grandes circuitos de distribuci¨®n. Estaba en lo cierto. Una noche, en Mont¨¢nchez, fuimos al cine y vimos una pel¨ªcula extraordinaria sobre la historia de un acorazado japon¨¦s en la guerra naval de 1905. A la vuelta a Madrid comprobamos que nadie la hab¨ªa visto.
"?Quieres que te diga un soneto que Shakespeare escribi¨® contra Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez?". Es aquel soneto, el 76, contra las modas literarias, que termina: "Y as¨ª como el sol es nuevo y viejo cada d¨ªa, as¨ª mi amor sigue diciendo lo que ya se ha dicho". Juan, siempre provocando. Las veladas en su casa quedar¨¢n en la memoria de los que tuvimos la suerte de, compartirlas. Ya s¨¦ que la obra de Juan Benet, el mundo que ¨¦l cre¨®, su alta prosa, durar¨¢n m¨¢s que el recuerdo de su persona. Pero ?no era quiz¨¢ ¨¦l su mejor obra? Durante aquellas largas noches se hablaba de todo. Tambi¨¦n un poco, hacia el final, de literatura. Cuando entraba por la ventana el "color lechoso", como ¨¦l dec¨ªa, de la madrugada, le invad¨ªa una diurna tristeza y pon¨ªa la m¨¢s triste m¨²sica del mundo, el vals Kuppelweise, que Schubert escribi¨® en sus ¨²ltimos d¨ªas. No volver¨¢n aquellas alegres noches, ahora que la tierra implacable de Regi¨®n, que Juan Benet tan bien conoc¨ªa, se ha abierto para recibirle. Que ella le sea leve.
Luis Carandell es periodista.
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