Presunci¨®n de inocencia
El que haya llegado al Supremo un sumario que contiene el nombre del presidente es un hecho sin precedentes en la historia de las democracias europeas, no s¨®lo en la de nuestro pa¨ªs, y ello por la sencilla raz¨®n de que de ning¨²n modo pod¨ªa haber sucedido. Ante la m¨¢s d¨¦bil conjetura de que el presidente pudiera figurar en un sumario penal, su propia responsabilidad, y si ¨¦sta se viera obnubilada, la del Gobierno,, y en su, caso la del grupo parlamentario que lo sostiene, tendr¨ªan que haberle obligado a dimitir. Nos habr¨ªamos ahorrado as¨ª los 15 segundos en todas las radios y televisiones del mundo con la noticia escueta de que "un juez hab¨ªa presentado al Tribunal Supremo la petici¨®n de que considerase la posibilidad de que el presidente del Gobierno espa?ol pudiera ser procesado como jefe de una banda armada". Una audiencia de millones de personas en todos los pa¨ªses, sin saber muy bien de qu¨¦ se trata, percibe el nombre de Espa?a y el de su presidente ligados a los delitos m¨¢s graves. Pero el mal ya se ha producido sin que se asuman, como ya es p¨¦sima costumbre, las responsabilidades pertinentes, m¨¢s grave a¨²n, sin que la sociedad espa?ola sea apenas consciente del da?o sufrido.No pod¨ªa haber ocurrido en Europa un caso semejante porque a m¨¢s tardar, una vez conocido que el nombre del presidente se barajaba como posible procesado, tendr¨ªa que haber dimitido, en primer lugar, para librar al Tribunal de las connotaciones pol¨ªticas que tiene el procesar a un presidente de Gobierno en ejercicio. Los responsables pol¨ªticos hace tiempo que tendr¨ªan que haber resuelto el problema, colocando al frente del Gobierno a una persona libre de toda sospecha para que los tribunales, una vez que se hubiese separado n¨ªtidamente el ¨¢mbito pol¨ªtico del judicial, juzgasen tan s¨®lo las responsabilidades penales sin que sus indagaciones se viesen interferida por consideraciones meramente pol¨ªticas. La judicializaci¨®n de la pol¨ªtica ha llegado al extremo de que al haber fallado las reacciones pol¨ªticas m¨¢s elementales, la Sala Segunda del Tribunal Supremo tenga de paso que decidir sobre una cuesti¨®n tan pol¨ªtica como si interrumpe la actividad del presidente del Gobierno, aunque hemos llegado a tal aberraci¨®n que hasta cabe imaginarle despu¨¦s del procesamiento agazapado en el bunker de La Moncloa.
En segundo lugar, porque una persona que se ve implicada en cuesti¨®n tan grave tiene que dedicar toda su energ¨ªa a demostrar su inocencia. Justamente, el inocente, ahogado por la angustia de verse acosado falsamente, abandona todo para dedicarse por entero a probar su inculpabilidad. De ah¨ª que dimitan tanto los inocentes como los que quieren aparentarlo. Regla no escrita de la convivencia democr¨¢tica es que dimita todo aquel al que un tribunal podr¨ªa se?alar con el dedo, presionado por la clase pol¨ªtica, cuya pervivencia depende de la credibilidad que suscite.
En todas partes cuecen con agua, pero, a diferencia de Espa?a, en las democracias consolidadas el que queda en entredicho no tiene otro remedio que dimitir. En pol¨ªtica domina la presunci¨®n de culpabilidad: no s¨®lo hay que ser honrado, sino tambi¨¦n parecerlo. Una sombra de duda, que penalmente no tendr¨ªa la menor significaci¨®n, puede acabar con una carrera pol¨ªtica. En cambio, el Gobierno espa?ol se ha distinguido por el af¨¢n de blindar a los gobernantes frente a los tribunales, dispuesto incluso a ampliar un fuero especial que, aparte de romper con el principio democr¨¢tico de igualdad ante la ley, supone dar por sobrentendido que los pol¨ªticos no deben dimitir por meras sospechas, es decir, eliminan la responsabilidad pol¨ªtica y convierten en inaccesible la penal.
La pr¨¢ctica democr¨¢tica de la dimisi¨®n impide en otros pa¨ªses que pueda producirse acontecimiento tan, ins¨®lito como el que ha consternado a los espa?oles. Felipe Gonz¨¢lez, en tantos aspectos excepcional, es tambi¨¦n el ¨²nico gobernante a quien la indignaci¨®n de ser acusado falsamente no le ha llevado a dimitir; al contrario, aparenta poder dedicarse a las tareas que le incumben como si no le concernieran las grav¨ªsimas imputaciones.
Comportamiento que no tiene antecedente en la pol¨ªtica europea entre otras causas porque una sociedad viva tiene medios suficientes para que entre en raz¨®n el pol¨ªtico que tarda en reaccionar, pero s¨ª, en cambio, y lo constato con enorme pesadumbre, en el mundo de la delincuencia. Rel¨¦anse los muchos sumarios de Alfonso Capone, de los que siempre sali¨® absuelto; con el mayor desparpajo negaba la evidencia seguro de que no exist¨ªan ni pod¨ªan existir pruebas. Bien conoc¨ªa el precio que hab¨ªa pagado por destruirlas. Nadie se remite tanto al principio constitucional de presunci¨®n de inocencia omo el mafioso o el g¨¢nster.
Por no distinguir la responsabilidad pol¨ªtica -en la que rige la presunci¨®n de culpabilidad- de la responsabilidad penal, la ceremonia de la confusi¨®n ha llegado a su ¨²ltimo c¨ªrculo en lo que respecta al principio constitucional de presunci¨®n de inocencia. En primer lugar, llama la atenci¨®n las dos varas que emplean para medirla: sin presunci¨®n de inocencia se ha quedado Rold¨¢n, al que se dan por probados todos los cargos que aparecen en el sumario, mientras que Vera la acumula toda. A lo mejor resulta que Rold¨¢n no es el que mis ha robado; ¨²nicamente el m¨¢s tonto. Los mismos caballeros, a los que la televisi¨®n estatal permite lanzar, si favorecen al Gobierno, los mayores infundios, se convierten en delincuentes sin la menor credibilidad en cuanto sus declaraciones lo implican.
En segundo lugar, la presunci¨®n de inocencia afecta tan s¨®lo al Tribunal que tenga que sentenciar en base a los hechos recogidos por el juez instructor para poder valorar as¨ª con el mayor rigor las pruebas aportadas. Los ciudadanos, en cambio, desconfiamos del vecino al que detiene la polic¨ªa, pues, si bien no cabe descartar un error, sin embargo, en un pa¨ªs que m¨¢s o menos funcione s¨®lo se suele detener a los maleantes. Si, adem¨¢s, un juez abre un sumario contra el detenido, aumenta mucho la probabilidad de que lo consideremos un malhechor. En la sociedad, como en la pol¨ªtica, rige la presunci¨®n de culpabilidad, de ah¨ª que resulte tan esencial que los tribunales respeten la presunci¨®n de inocencia, consustancial con la acci¨®n de la justicia, pero s¨®lo actuante en este ¨¢mbito. En la sociedad nos distanciamos de gentes cuyo comportamiento no nos gusta, incluso mucho antes de que intervengan los tribunales; a mayor abundamiento, lo hacemos de un gobernante, del que exigimos patrones de conducta mucho m¨¢s estrictos que del vecino o del amigo.
Desde una perspectiva social o pol¨ªtica resulta tan ins¨®lito como provocador el que el Gobierno se escude en la presunci¨®n de inocencia de personas aforadas, es decir, especialmente protegidas, encausadas por tribunales que tienen toda nuestra consideraci¨®n. Nos indignamos cuando el presunto delincuente sale a la calle libre de cargos: se desmoronaron las pruebas y los jueces le absolvieron. La sociedad ya los hab¨ªa condenado el d¨ªa de su detenci¨®n. En cambio, hemos de respetar la presunci¨®n de inocencia, m¨¢s all¨¢ de toda verosimilitud, con los pol¨ªticos que se mantengan en la l¨ªnea oficial.
M¨¢s a¨²n, tratan de imponernos una l¨®gica unilateral que no tiene otra finalidad que disculpar a encartados por delitos grav¨ªsimos. Dicen la verdad los que declaran lo que le conviene al Gobierno, mienten cuando lo incriminan. Y si acusar al Gobierno equivale a mentir, ?c¨®mo se va a tomar en consideraci¨®n el testimonio de un mentiroso? Junto con extrapolar el principio de presunci¨®n de inocencia del ¨¢mbito judicial, donde tiene su asiento, al social, donde rige el contrario, sobre todo en pol¨ªtica, los portavoces del Gobierno; oficiales e inoficiales, obligados y voluntarios, llegan a repudiar de antemano la validez de lo declarado por presuntos delincuentes. Si s¨®lo valiera el testimonio de los veraces y honrados, las c¨¢rceles estar¨ªan vac¨ªas y tal vez a los pol¨ªticos ni siquiera se les permitir¨ªa atestiguar.
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