Una estirpe com¨²n
El cuarteto Borodin y Elisabeth Leonskaja sobre el mismo escenario: ¨¦ste era, sobre el papel, uno de los grandes atractivos de la novena edici¨®n del Liceo de C¨¢mara. Los primeros son invitados habituales de este ciclo, pero la georgiana es, sobre todo, pianista de recitales y de grandes auditorios sinf¨®nicos. Su presencia en una sala de c¨¢mara, de aforo reducido, compartiendo escenario con sus colegas, es un gesto que agiganta su talla como artista y que la sit¨²a muy cerca de Sviatoslav Richter, que fuera tambi¨¦n en su d¨ªa un asiduo colaborador del cuarteto Borodin.
Los dos programas part¨ªan de una estructura id¨¦ntica: un cuarteto cl¨¢sico en la primera parte y un quinteto con piano en la segunda. Pocas agrupaciones se aventuran a tocar Las siete palabras de Haydn en su versi¨®n original. La obra constituye un desaf¨ªo a uno de los centros de gravedad de la tradici¨®n musical occidental, ya que prescinde de todo contraste de tempo y plantea una sucesi¨®n ininterrumpida de movimientos lentos hasta desembocar en el ingenuo y aparatoso Terremoto final. Aun desprovista de su entorno lit¨²rgico original, la obra cobra sentido si se mantiene de principio a fin la tensi¨®n de la afinaci¨®n y se expone sin desmayos lo que es un aut¨¦ntico tratado de melod¨ªa acompa?ada.
Volar alto
El Borodin, ya desde el rotundo acorde inicial de re menor, mostr¨® la entidad de sus poderes y anunci¨® que su interpretaci¨®n quer¨ªa volar alto. Y, salvo una afinaci¨®n dubitativa en Sitio y algunas licencias discutibles en Consummatum est, construy¨® una versi¨®n colosal, muy bella en lo sonoro, aunque con generosas dosis de vibrato, e impecable en lo que esta m¨²sica tiene de invitaci¨®n a la reflexi¨®n.
Su Mozart (el segundo de los cuartetos dedicados a Haydn) vivi¨® de principio a fin sumido en el claroscuro, lo que acentu¨® la ya de por s¨ª marcada veta melanc¨®lica de la obra. Para hablar de sus colaboraciones con Leonskaja s¨®lo caben los parabienes. En el Quinteto de Shostak¨®vich flotaba el esp¨ªritu de Richter y su visi¨®n amable y brutal a un tiempo de unos pentagramas nacidos en plena guerra mundial. Aunque no es una obra que reserve un gran protagonismo al instrumento de tecla, todo lo que hizo Leonskaja fue perfecto, tanto en primer como en segundo plano. Momentos como su introducci¨®n en solitario del ¨²ltimo movimiento s¨®lo es posible escuch¨¢rselos a los m¨¢s grandes. Lo mismo puede predicarse de su presentaci¨®n en el arranque del Quinteto de C¨¦sar Franck, una obra desmesurada, plagada de hallazgos, pero a ratos estil¨ªsticamente balbuciente.
Los cinco se lanzaron por todos sus precipicios con el arrojo que demanda la m¨²sica y levantaron de sus asientos a un p¨²blico feliz de poder o¨ªr obras inusuales como ¨¦sta traducidas con semejante fervor y comuni¨®n espiritual.
Y es que los cinco m¨²sicos que nos han regalado estos dos conciertos excepcionales pertenecen a una estirpe com¨²n, la de los grandes artistas antes sovi¨¦ticos, ahora rusos o georgianos (qu¨¦ importan los nombres o las fronteras), educados en una actitud de servicio a la m¨²sica, tocada en camarader¨ªa y sin asomos de divismo. Valentin Berlinsky, septuagenario, lleva m¨¢s de medio siglo como violonchelista del Borodin. Y ah¨ª sigue, como baluarte del grupo: de su sabidur¨ªa, toque o no toque, dimana en todo momento la esencia ¨²ltima de las interpretaciones de su grupo. Sus emotivos besos a Leonskaja al final de ambos conciertos lo dec¨ªan todo: los separan las generaciones, pero hablan el mismo lenguaje.
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