De p¨¢jaros y ritmos
En Enero, sobre las seis de la tarde, todos los d¨ªas se despliega el mismo ritual. Es el anochecer y los estorninos regresan de la huerta y acuden a la ciudad a guarecerse para pasar la noche al calor de ¨¦sta. Bandadas de peque?os p¨¢jaros que van desde las antenas, los cables que las sujetan y los hilos de la luz a los grandes ficus del paseo. Reposan un momento, se reagrupan, inician peque?os juegos y alzan el vuelo en bandadas. Un centenar de metros, a lo sumo, que recorren una y mil veces. Vuelan muchos a la vez, con un tipo de orden que parece provenir de su libre albedr¨ªo urdido en un repetir milenario. Un peque?o ruido o quiz¨¢s el movimiento de los mayores hace que todos inicien el vuelo de nuevo, se alcen, planeen, como si quisieran apurar en juegos los ¨²ltimos momentos de luz. Sus peque?os cuerpos, vitales, veloces y oscuros se destacan del azul ya p¨¢lido de la tarde que cae. Algunos se salen de la bandada, remontan, se van un poco m¨¢s lejos, aparecen como diminutos puntos un poco m¨¢s dispersos y lejanos, deslizan sus cuerpos formando l¨ªneas suaves y amplias y vuelven siempre al punto del que partieron. Cuando el cielo pierde intensidad de color, pero antes de volverse noche, todos ellos han desaparecido de lo alto de los edificios y, como si se transmitieran una orden, se hunden en la espesura de las hojas perennes y compactas de los ficus.
Es el ritual de cada atardecer. Un ritual pausado y repetido. Nos est¨¢n avisando del paso de las horas. Ahora ya comienzan a encenderse, una aqu¨ª, otra all¨¢, las luces de las viviendas, mostrando una intimidad que antes desconoc¨ªamos, y tambi¨¦n aparecen las luminarias m¨¢s potentes, excesivamente potentes, del alumbrado p¨²blico de la calle. Enciendo yo tambi¨¦n la luz del cuarto donde estoy. Las antenas y los cables de electricidad han quedado desnudos, escuetos en s¨ª mismos, sin ning¨²n cuerpecillo con vida que les anime. Es hora de dormir para ellos. La noche cae r¨¢pidamente. La ceremonia ha terminado.
Ese renovarse de cada d¨ªa con el bullicio sosegado de los estorninos marca una enorme distancia con lo que pasa en la calle. Los coches rugen con furor ense?ore¨¢ndose prepotentemente del andar de los peatones y los hombres y las mujeres se mueven de tienda en tienda. Estamos en la fiebre compulsiva de las rebajas. Este ritmo del tr¨¢fico rodado y de las personas permanecer¨¢ hasta unas horas m¨¢s tarde, al amparo del despilfarro de luz que soportamos en esta ciudad con cientos de farolas de dudos¨ªsima econom¨ªa. Como una amiga me dec¨ªa, nos roban la noche y nos dejan sin estrellas.
Pero a la administraci¨®n le gusta as¨ª, para que vivamos en la perpetua fantas¨ªa de la opulencia y del derroche. Pues de nuestra pertenencia a Europa, lo m¨¢s destacable para nuestros pol¨ªticos son las ayudas econ¨®micas que podemos conseguir y apuntarnos a la imagen de los pa¨ªses m¨¢s avanzados. El clich¨¦ que nos 'conviene' est¨¢ servido: ricos, muy alegres y despreocupados (esto ¨²ltimo por valencian¨ªa), y sobre todo aparentar ser una gran ciudad, a pesar del dispendio de energ¨ªa y de dinero, del endeudamiento, a pesar de las carencias aut¨¦nticas urbanas, de la progresiva p¨¦rdida del barrio hist¨®rico, de la testaruda condena hacia un barrio mar¨ªtimo, de la destrucci¨®n progresiva del entorno verde y ¨²nico que rodea la ciudad, a pesar de la pobreza de muchos de sus ciudadanos.
Estamos asentados en una dogm¨¢tica econom¨ªa de mercado que pretende regir nuestra vida diaria. Una econom¨ªa que se basa en el rendimiento exhaustivo de un trabajo en el que se reconoce la cantidad mucho m¨¢s que la calidad, y en la b¨²squeda sistem¨¢tica y devastadora de la rentabilidad. Es el mandato mundial de los contables y las cosas se miden en primer lugar por los beneficios econ¨®micos que producen. Todo ello exige una feroz competitividad: empresa contra empresa y amigo contra amigo. Y la competitividad se ha esparcido descaradamente en todos los aspectos de la vida: en la cultura, en la ciencia e incluso en las relaciones personales. Y nos sumergimos sin darnos cuenta en ella empujados por nuestro propio ego, por el ambiente que nos rodea o sencillamente para poder sobrevivir. O para que no nos dejen en los despiadados m¨¢rgenes de la pobreza, de la falta de informaci¨®n o del olvido social.
Pero siempre tendremos la humanidad del pensamiento, el sentimiento y la pasi¨®n de cada uno, la independencia de criterio, la mirada compasiva y atenta, y la amistad entre nosotros y la solidaridad con la naturaleza.
Y tambi¨¦n tenemos otras cosas, peque?os tesoros aparentemente irrelevantes, como la cadenciosa y cotidiana venida a la ciudad de los estorninos acompa?ando los atardeceres. Al ritmo de la luz que se aten¨²a, tras un corto reposo en lo alto de los edificios, como si otearan el paisaje urbano, tras breves juegos, se cobijan todos juntos en los ¨¢rboles. Unos sonoros minutos de gorjeos mientras buscan el acomodo definitivo. Despu¨¦s el silencio y el sue?o hasta el amanecer, olvidando la deslumbrante luz de las farolas y los ruidosos petardos que cada equis tiempo tirar¨¢n los b¨¢rbaros para alejarlos. Pero siempre vuelven, pues es vana ilusi¨®n -una m¨¢s- el pensar que podemos erradicar totalmente la naturaleza de la ciudad.
Trini Sim¨® es profesora de Historia del Arte.
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