Ad¨²lteras
Probablemente, si Safiya Hussaini hubiera nacido en Espa?a, en lugar de hacerlo en el Estado nigeriano de Sokoto, su presunto adulterio o la violaci¨®n reiterada de la que fue objeto por un familiar, no hubiera recibido la aplicaci¨®n de la shar¨ªa, que la condena a la crueldad de una muerte por lapidaci¨®n, sino la compra en exclusiva de sus peripecias, por cualquier semanario de couch¨¦ o por uno de esos programas televisivos donde se ventilan las m¨¢s s¨®rdidas intimidades. De haber sido as¨ª, ahora Safiya no sufrir¨ªa la incertidumbre y la angustia de una semana de pr¨®rroga, hasta que una justicia sexista y medieval confirme o revoque su sentencia. Ahora, formar¨ªa parte de esa galer¨ªa de famas que pueden desvanecerse, sin dejar m¨¢s rastro que su propia miseria o la de quienes las ofrendan a la glotoner¨ªa de esos 'embrutecidos medi¨¢ticos', que dibuj¨® el ingenio de Forges.
La supuesta grandeza de Occidente no pasa por exhibir las desavenencias conyugales, los adulterios, las pruebas de paternidad o las aventuras sexuales que negocian los descubridores de la estupidez; ni tampoco por las solemnes declaraciones de gobiernos que presumen de una exquisita civilizaci¨®n, y practican la pena de muerte en la silla el¨¦ctrica -de la que Bush es un devoto-, por inyecci¨®n letal o por ahorcamiento. No hace mucho, en nuestro cat¨®lico pa¨ªs un marido pod¨ªa liquidar a su esposa si la pescaba in fraganti con otro, porque lesionaba su honor, y el honor era patrimonio del alma y el alma era de Dios, en el tinglado calderoniano. Y a¨²n hoy mismo, se machaca a la pareja o se la hace picadillo, y algunos jueces dictan sentencias ben¨¦volas, movidos por su concepci¨®n machista de la historia.
Por eso salvar de tanta brutalidad a Safiya es salvarnos a nosotros mismos, y situarnos bajo el imperio de los derechos humanos y del respeto a la dignidad de las personas. Confiemos en que este clamor multitudinario de clemencia resulte, y que se levante tambi¨¦n cuando en Texas, por ejemplo, se pretenda matar a voltio limpio. Los americanos de un sexo y otro no tienen por qu¨¦ ser de segunda.
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