So?adores
Cuando los chavales de 1950 se cansan de jugar a polic¨ªas y ladrones en el parque del Retiro, escapan por la monta?a de los gatos y la explanada de Men¨¦ndez Pelayo hasta la calle de Antonio Acu?a, donde en la escalinata correspondiente a la salida trasera del cine T¨ªvoli contemplan im¨¢genes m¨¢s turbadoras que las que puedan ofrecerse en el local situado a sus espaldas. Porque ni la irreverente Marilyn Monroe ni la dulc¨ªsima secretaria de tel¨¦fono blanco llamada Antonella Lualdi -fulgores de la pantalla en el sal¨®n del ¨¢ngulo oscuro- despiertan en ellos la fascinaci¨®n de esa colegiala madrile?a que, en el atardecer de invierno y coincidiendo con el encendido de los faroles de gas, exhibe su perrito junto a otra chica que, por desgarbada y escurrida, contribuye a realzar sus dotes ante el tribunal de purulentos escolares que las examinan con ardor cient¨ªfico.
Esa adolescente menospreciada por su falta de atractivo, al terminar el colegio y matricularse en la Facultad de Filosof¨ªa y Letras, se entreg¨® a la disidencia pol¨ªtica y organiz¨® la hist¨®rica sesi¨®n de cine en que no se proyect¨® la pel¨ªcula anunciada en la cartelera, sino otra prohibida por la censura cuyo t¨ªtulo de acorazado electrizaba a los universitarios de cabello largo y tinte existencialista. Y aquella noche esa mujer, al regresar a casa por donde sol¨ªa pasear con su compa?era hermosa, sinti¨® un reflejo de la gloria mundana que ¨¦sta acaparaba cuando su acompa?ante masculino -un cin¨¦filo que por el amor de la due?a del perrito hubiera matado a Bergman- se detuvo junto a la librer¨ªa francesa de la calle del Duque de Sesto y, para agradecerle la oportunidad de haber contemplado el descenso del coche de beb¨¦ por las escaleras de Odessa, roz¨® con los labios su frente. Al interpretar ese beso como una toma de conciencia, la joven propuso a su cin¨¦filo aventurarse por la avenida de Nevski, el metro moscovita y la tumba de Lenin durante las vacaciones veraniegas de ese a?o de 1968. Pero se lo impidi¨® el mayo parisiense, ya que su compa?ero de viaje prefiri¨® permanecer en Madrid con la guapa del perro al enterarse de que hab¨ªa coincidido en la capital de Francia con los acontecimientos estudiantiles. El cin¨¦filo se la figuraba guiando al pueblo galo hacia la libertad igual que la pintura de Delacroix, aunque con el pecho tapadito, porque a¨²n exist¨ªa decencia en Espa?a. Y no quiso o¨ªr a la preterida que, en su af¨¢n de imponer la verdad revolucionaria, afirmaba que su amiga no hab¨ªa estado en la trinchera de Saint-Michel, sino en un hotel de la banlieue con su padre para cerrar un suministro para su industria familiar de repuestos del autom¨®vil.
Por las calles que frecuentaron en el ocaso del franquismo las dos chicas con el perrito, se ha visto en el alborear de la democracia a la pareja de la hermosa y el cin¨¦filo. Ella va cargada de peri¨®dicos, no se quita el pitillo de la boca y denuncia acremente la opresi¨®n masculina. ?l impulsa el coche de su primer ni?o, le cambia los pa?ales y le coloca el chupete. En el noticiario de la tele oyeron que su camarada fea hab¨ªa sido nombrada directora general por los socialistas. La foto divulgada en los peri¨®dicos disimulaba sus rasgos m¨¢s hombrunos, seg¨²n pregon¨® la guapa tras un reconocimiento puntilloso. Nada coment¨® su marido cin¨¦filo, pero dos d¨ªas despu¨¦s dej¨® al ni?o en casa de sus padres con el pretexto de ir a la Filmoteca y se present¨® en el gabinete de la partidaria de la Uni¨®n Sovi¨¦tica con la rosa m¨¢s roja del tenderete de una gitana.
Ella oli¨® la flor en aquel despacho donde gobern¨® Campomanes y se imagin¨® en el Kremlin. Enseguida la solidaridad de clase le impuls¨® a interesarse por la mujer que les priv¨® de visitar la patria del proletariado. Muy elegantemente, el cin¨¦filo no se refiri¨® al deterioro de aquella hermosura y al fracaso de aquel amor idealizado, sino que, orientando la conversaci¨®n por territorios menos personales, la felicit¨® por su cargo y, como ciudadano comprometido, solicit¨® una rebaja de impuestos. Por la calle de Antonio Acu?a regres¨® de la entrevista con la memoria escarnecida de su libertad frustrada. En las escalinatas del cine T¨ªvoli se sentaban los nietos de los que jugaron en el Retiro a polic¨ªas y ladrones. Brillaba la lumbre del cigarro compartido como la luz de la ilusi¨®n. El cin¨¦filo torci¨® a la calle del Duque de Sesto. Hacia ¨¦l, conducido por dos ni?as de desigual belleza, avanzaba un perrito.
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