Cosas que caen del cielo
Incluso el urbanita m¨¢s encallecido, m¨¢s antisegunda residencia y m¨¢s asquerosamente insensible a los encantos de la vida rural tiene que v¨¦rselas de vez en cuando con cierta nostalgia por la naturaleza o por la tranquilidad y el silencio de los pueblos peque?os. De ah¨ª que, en una ciudad como Barcelona, los ¨¢ticos y los primeros pisos con patio trasero sean los m¨¢s cotizados del mercado inmobiliario. A todos nos fascinan esos pisos del Eixample o de Gr¨¤cia, que son un poco como el Doctor Jekyll y Mister Hyde. Por delante, pueden dar a ruidosas arterias comerciales con tr¨¢fico incesante, pero sus cuartos traseros se asoman a apacibles patios de manzana donde los vecinos de las plantas m¨¢s bajas cultivan buc¨®licos jardines y los gatos se desperezan al sol. O sea que, puestos a elegir, los urbanitas queremos estar en el meollo, con un supermercado, una boca de metro y una sala multicines a menos de 10 minutos de casa, pero con un pedazo de Arcadia en el patio trasero.
La ca¨ªda de una artesa de 100 kilos desde una gr¨²a ha dado paso a la sensaci¨®n de que las cat¨¢strofes estimulan cierto tipo de fraternidad
A este perfil de primer piso con peque?a terraza apta para el cultivo de crisantemos y otras especies y apta tambi¨¦n, cuando llega el buen tiempo, para el consumo de todo tipo de bienes perecederos en alegres francachelas generalmente nocturnas, responde el piso, sito en la calle Gran de Gr¨¤cia, que ocupan en r¨¦gimen de alquiler ?rsula Barta y Christina Hensel, ambas alemanas y afincadas en esta ciudad desde hace tres o cuatro oleadas migratorias, unas cuantas cervezas y unos cuantos cigarrillos.
Hasta hace unos d¨ªas, lo m¨¢s impresionante que hab¨ªa sucedido en esta terraza deb¨ªa de ser el estado et¨ªlico de ciertos invitados (yo, sin ir m¨¢s lejos) cuando nos larg¨¢bamos por fin a nuestras casas tras abusar de la hospitalidad de ?rsula y Christina. Pero eso era antes de que, la semana pasada, una artesa de m¨¢s de un centenar de kilos llena de cascotes se desprendiera de la gr¨²a de un edificio en obras y cayera en la terraza, perturbando la calma del patio de manzana y despanzurrando en su brutal impacto unas cuantas de las macetas que formaban el vergel de ?rsula y Christina. Es una suerte que ninguna de las dos inquilinas se hallase en ese momento en la terraza, aunque Christina estaba s¨®lo a un par de metros, en la galer¨ªa, a punto de salir a recoger la ropa tendida. "Si no sal¨ª fue porque antes de que cayera la artesa, o¨ª gritos de alarma al tiempo que llov¨ªan del cielo distintos objetos".
Se comprende que el susto que se llev¨® fuera morrocotudo, aunque no le impidi¨® percatarse de que la gr¨²a sigui¨® transportando artesas hasta que lleg¨® la Guardia Urbana y par¨® la obra. Se comprende tambi¨¦n que la embargara esa sensaci¨®n, tan frecuente en los supervivientes de una cat¨¢strofe, de haber vuelto a nacer. Digamos que aunque todos sabemos que el d¨ªa menos pensado nos iremos al otro mundo, para vivir con un m¨ªnimo de serenidad enterramos esta impertinente certeza en un zulo oscuro y de dif¨ªcil acceso, para que no pueda incordiarnos demasiado. O sea que sabemos, pero al mismo tiempo nos las ingeniamos para impermeabilizarnos contra ese saber. Para que no nos alcance. Sabemos lo que indefectiblemente ocurrir¨¢, pero vivimos como si lo hubi¨¦ramos olvidado. El problema es que cuando nos cae una artesa en el patio trasero la certeza sale disparada del zulo y, maldici¨®n, recordamos de golpe.
Nuestra relaci¨®n con la muerte es extra?a, qu¨¦ duda cabe. Si nos atenemos a t¨®picos de conversaci¨®n mil veces repetidos, el tipo de muerte que m¨¢s aceptaci¨®n popular tendr¨ªa entre la gente, al menos de boquilla, ser¨ªa la muerte repentina e indolora. Un infarto fulminante, por ejemplo. En cambio, la muerte fulminante por impacto de artesa en la cabeza cuando est¨¢s en el patio de tu casa es casi tan impopular, si no m¨¢s, como la muerte por impacto de maceta de pensamientos en la cabeza cuando vas tranquilamente por la calle. Da la impresi¨®n de que has sido lo bastante burro y desgraciado como para, entre los miles de millones de lugares posibles, estar precisamente en el lugar letal. Aparte de morirte, te vas al otro mundo con una fama de gafe que ya no te la quita nadie.
El otro d¨ªa, todav¨ªa impresionadas por la ca¨ªda de la artesa, Christina y ?rsula trataban de ironizar sobre la situaci¨®n, tal vez porque el humor es la ¨²nica manera de mantener a raya la solemnidad y de no caer en la tentaci¨®n de soltar alguno de los cien mil t¨®picos acu?ados en torno a la fugacidad de la existencia y la fragilidad de nuestra condici¨®n de mortales. O porque, precisamente, cuanto m¨¢s sagrado es algo, m¨¢s le apetece a uno re¨ªrse. "Siempre podr¨ªamos vender la terraza como instalaci¨®n a alg¨²n museo barcelon¨¦s sensible al arte contempor¨¢neo", dec¨ªa ?rsula, "bajo el t¨ªtulo de Ca¨ªda en gran desgracia
[en alusi¨®n al nombre de la calle donde se halla la casa]. O hacer una fiesta donde la artesa har¨ªa las veces de cubitera gigante para mantener fresco el cava. Claro que tambi¨¦n podr¨ªa servir de cenicero gigante, l¨¢stima que hace unos meses dejara de fumar".
Las dos gozan ahora de una gran celebridad que cubre el radio de acci¨®n de una artesa, perd¨®n, es decir, de una manzana. "?Se le ha pasado el susto, se?ora ?rsula?", es el sol¨ªcito saludo del vendedor de peri¨®dicos. "De hecho, cada vez que salimos a la terraza, por todo el patio de la manzana se abren puertas y ventanas por donde los vecinos se ofrecen para ayudar en lo que haga falta y firmar cuantos papeles sean necesarios para denunciar a la empresa responsable de las obras por la negligencia cometida". Lo que confirma, una vez m¨¢s, que por lo menos las cat¨¢strofes estimulan cierto tipo de fraternidad.
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