Coraz¨®n del d¨ªa
El poeta Eug¨¦nio de Andrade est¨¢ muy enfermo. Es un amigo y no me atrevo a visitarlo. Cuando iba a su casa, en el Passeio Alegre, un espacio de cuidadosa blancura frente a las palmeras y el mar, me recib¨ªa con vino fino, bizcochos, libros, peque?as atenciones que me impresionaban, as¨ª como me impresionaba su delicadeza, su hidalgu¨ªa. La mesa de m¨¢rmol para escribir. Nunca me habl¨® mal de nadie y la vanidad que lo caracterizaba, tan ingenua, me conmov¨ªa. En cierto sentido nunca dej¨® de ser un campesino de la Beira Baixa natal, hecho de puerilidad y soltura, que hac¨ªa celosamente su obra fingi¨¦ndose desinteresado, muy distante y, no obstante, alerta como un conejo de campo. Nos escribimos durante a?os, habl¨¢bamos por tel¨¦fono con frecuencia, me conmov¨ªa su ternura con mis hijas. Y peri¨®dicamente ven¨ªan versos, libros, fotos dedicadas, su rostro dibujado a carboncillo por el escultor Jos¨¦ Rodrigues que, como dec¨ªa, "sabe mi cara de memoria". Me pidi¨® hacer una sesi¨®n de fotograf¨ªas con ¨¦l: y Dario Gon?alves, una persona a la que ¨¦l quer¨ªa mucho, llev¨® la m¨¢quina. Eug¨¦nio le pidi¨® un momento, desapareci¨® y regres¨®, hecho un dandi, para las fotos. ?l mismo eligi¨® los ¨¢ngulos, las actitudes: y all¨ª me qued¨¦, sentado, con Eug¨¦nio de pie detr¨¢s de m¨ª, su mano apoyada en mi hombro, en aquella pose que le gustaba adoptar destinada al Futuro. Normalmente habl¨¢bamos de poes¨ªa, me ped¨ªa que le leyese lo que hab¨ªa escrito, discut¨ªamos las correcciones que insertaba en cada edici¨®n nueva y que, a veces, no me convenc¨ªan: aceptaba las cr¨ªticas con una humildad de ni?o pillado en falta, prob¨¢bamos con otras palabras, repet¨ªamos todo. Su solicitud y su ternura en relaci¨®n conmigo eran infinitas. Ya enfermo, y estando yo en Roma con ocasi¨®n de un premio, el sacerdote y poeta Jos¨¦ Tolentino Mendon?a, al que Eug¨¦nio apreciaba sobremanera y es uno de los pocos hombres que admiro y respeto, me contaba que Eug¨¦nio lo llamaba, preocup¨¢ndose por saber si yo me encontraba bien. Dedicaba a la camarader¨ªa un desvelo fraterno, aunque fuese un hombre ¨¢spero, lleno de caprichos, capaz de una violencia fr¨ªa, insoportable con las personas que no apreciaba, y de una fortaleza f¨ªsica que, en general, resultaba imprevisible. Recib¨ª de ¨¦l, durante muchos a?os, inn¨²meras pruebas de aprecio. Me censuro no visitarlo ahora; es que no soporto verlo acabar as¨ª, reducido a un pobre fantasma titubeante. A ¨¦l, que tanto admiraba la belleza y su propia belleza (Eduardo Louren?o, amigo de ambos: Y entonces se nos present¨® en Coimbra aquel Rimbaud), la enfermedad decidi¨® destruirlo, horriblemente, en lo que m¨¢s le importaba, convirti¨¦ndolo en un Rimbaud desfigurado, dependiente, tr¨¢gico, el "cesto roto" que Ces¨¢rio Verde, una de sus pasiones, evocaba con respecto a s¨ª mismo, a medida que la tuberculosis lo "desmadejaba". "Me entra la lluvia, me entra el viento en el cuerpo desmadejado". Prefiero recordar a Eug¨¦nio tal como lo conoc¨ª: orgulloso, altivo, habl¨¢ndome de jacarand¨¢s y freesias, amando (y era verdad) el "reposo en el coraz¨®n de la lumbre". Y despu¨¦s hab¨ªa peque?os actos que lo defin¨ªan por entero: en una de las ocasiones en que fui a Oporto encontr¨¦ un libro de Jorge de Sena, un libro p¨®stumo, horrible, en el que Sena atacaba a compa?eros de viaje (Cesariny y Vitorino Nem¨¦sio, por ejemplo, mucho mejores artistas que ¨¦l) de un modo tan vil que me indign¨®. Habl¨¦ del libro con Eug¨¦nio. Se qued¨® un buen rato en silencio y despu¨¦s sac¨® su ejemplar, debajo de un mueble, y lo puso encima del sof¨¢. Susurr¨®: Lo ten¨ªa aqu¨ª escondido, ?sabes?, porque no quer¨ªa que pensases mal de Jorge.
?l era un viejo conde entre glorias inventadas y reales. Cuanto m¨¢s inventadas, m¨¢s reales
Nunca conoc¨ª a Jorge de Sena
y, no obstante, en boca de Eug¨¦nio era siempre Jorge, tal como, para Z¨¦ Cardoso Pires, Alves Redol era siempre Ant¨®nio, Carlos de Oliveira Carlos, y tampoco conoc¨ª a Redol ni a Oliveira. Pero este acto define bien a Eug¨¦nio: la defensa intransigente de aquellos a quienes amaba, su preocupaci¨®n por cuidar del perfil de ellos con un esmero id¨¦ntico al que pon¨ªa en cuidar del suyo. Ten¨ªa la pasi¨®n de la amistad, que en verdad s¨®lo merec¨ªan unos pocos, y una rara, permanente fidelidad a ella. Me doy cuenta ahora de que estoy contando todo esto en pasado, como si Eug¨¦nio hubiese muerto. Tal vez porque el hombre que sigue vivo no es ¨¦l. Tal vez por pudor de mi parte. Tal vez porque me resulta dif¨ªcil aceptar el final de un amigo. Tal vez porque me cuesta entender que no vendr¨¢ a abrirme la puerta si toco el timbre, subo las escaleras y me encuentro, en las paredes, con m¨²ltiples representaciones suyas hechas por m¨²ltiples pintores, un mont¨®n de Eug¨¦nios, en blanco y negro, en color, a la acuarela, al ¨®leo, a l¨¢piz, Eug¨¦nios de todas las edades, apariencias, formas, de calidad variable, buenos, malos, m¨¢s o menos, el mont¨®n de Eug¨¦nios, obsesivamente repetidos, de los que le encantaba rodearse. En medio de tanto Eug¨¦nio inm¨®vil, s¨®lo ¨¦l se mov¨ªa. Dejaba escapar, hacia uno o hacia otro, una mirada de soslayo satisfecha, contento de ser veinte, de ser treinta, de ser cuarenta, de ser una multitud de personas que formaban una especie de guardia de honor en torno a ¨¦l, mientras que destapaba el vino fino, me serv¨ªa una copa -No puedo beber-, me acercaba una servilleta de hilo deslumbrante, un plato de bizcochos, cuencos con bombones, anunciaba -Los compr¨¦ para ti-, ocupaba el sill¨®n estirando la manta sobre sus rodillas -Qu¨¦ fr¨ªo hace-, echaba un vistazo a los ¨¢rboles, las olas, las gaviotas grises que gritaban, sacud¨ªa la mano con un gesto r¨¢pido y preciso de prestidigitador y avanzaba el pe¨®n de rey del comienzo de una frase. Dos o tres horas despu¨¦s, me acompa?aba hasta la salida como si circul¨¢semos por los pasillos de un palacio. Y, en cierto modo, aquel edificio peque?o era, en efecto, un palacio. Su palacio, y ¨¦l un viejo conde entre cortejos de glorias inventadas y reales. Cuanto m¨¢s inventadas, m¨¢s reales. Desde la calle, las ventanas iluminadas parec¨ªan mostrar una casa vac¨ªa. Mejor dicho: si viese a alguien a trav¨¦s de las cortinas no sabr¨ªa distinguir si era Eug¨¦nio o una de sus representaciones enmarcadas quien me hac¨ªa se?as desde arriba. O acaso ¨¦l s¨®lo exist¨ªa cuando est¨¢bamos juntos. Si no lo est¨¢bamos, supongo que no era otra cosa que una de las palmeras del Passeio Alegre, dobl¨¢ndose a diestro y siniestro a merced del viento y las salpicaduras del mar.
Traducci¨®n de Mario Merlino.
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