Los herederos de Pierre Menard
UN CIERTO d¨ªa de septiembre de 1939 en Buenos Aires (Byrd estaba por comenzar su tercera expedici¨®n ant¨¢rtica y las primeras cartas "v¨ªa a¨¦rea" desde Inglaterra acababan de llegar a las costas porte?as) los pocos lectores suscriptos a la revista Sur leyeron un breve texto firmado por Jorge Luis Borges en el que se alababa con fervor cr¨ªtico la obra de un tal Pierre Menard. Algunos amigos felicitaron a Borges con m¨¢s lealtad que entusiasmo; un viejo colega, con ejemplar pedanter¨ªa, le dijo que sus comentarios sobre Menard, si bien justos, no dec¨ªan nada sobre Menard que no se hubiese dicho antes. Ni los distra¨ªdos lectores de Sur, ni los atentos amigos del autor, ni la directora de la revista, la perspicaz Victoria Ocampo, tal vez ni siquiera el propio Borges, se dieron cuenta que aquella publicaci¨®n marcaba una de las escasas fechas esenciales de la historia de la literatura. Tal inatenci¨®n no hubiera sorprendido a Borges quien trece a?os m¨¢s tarde, en un art¨ªculo llamado El pudor de la historia declarar¨ªa: "Yo he sospechado que la historia, la verdadera historia, es m¨¢s pudorosa y que sus fechas esenciales pueden ser, asimismo, durante largo tiempo, secretas".
Pierre Menard, autor del 'Quijote' naci¨® con voluntad de fracaso. Los hechos que lo engendraron son harto conocidos. Durante la Navidad de 1938, Borges se hiri¨® la frente con el borde de una ventana abierta. La herida se infect¨® y durante varias semanas los m¨¦dicos creyeron que morir¨ªa de septicemia. Cuando empez¨® a reponerse, temi¨® haber perdido sus capacidades mentales y dud¨® poder volver a escribir. Hasta aquel momento hab¨ªa publicado poemas y rese?as literarias. Pens¨® que si probaba a escribir una rese?a y no lo lograba, se sentir¨ªa incapacitado para siempre. Pero si trataba de hacer algo nuevo, algo que no hab¨ªa intentado antes, y fallaba, no juzgar¨ªa la derrota tan grave y quiz¨¢ el hecho mismo lo preparar¨ªa para la severa revelaci¨®n final. Decidi¨® escribir un cuento. El resultado fue Pierre Menard.
Pierre Menard es el lector ideal, el hombre que quiere rescatar un texto volvi¨¦ndolo a crear tal como fue concebido por su autor. Borges explica: "No quer¨ªa componer otro Quijote -lo cual es f¨¢cil- sino el Quijote. In¨²til agregar que no encar¨® nunca una transcripci¨®n mec¨¢nica del original; no se propon¨ªa copiarlo. Su admirable ambici¨®n era producir unas p¨¢ginas que coincidieran -palabra por palabra y l¨ªnea por l¨ªnea- con las de Miguel de Cervantes". Que en ¨²ltima instancia la tarea sea imposible, que el texto reimaginado sea ahora (a pesar de la coincidencia formal entre los dos) obra de Menard y ya no de Cervantes, es la lecci¨®n implacable que aguarda a cada lector. Nunca leemos un arquet¨ªpico original: leemos una traducci¨®n de ese original vertido al idioma de nuestra propia experiencia, de nuestra voz, de nuestro momento hist¨®rico y de nuestro lugar en el mundo. La terrible conclusi¨®n de Pierre Menard es ¨¦sta: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra no existe, y nada podr¨¢n contra este hecho irrefutable la amenaza de celebraciones, institutos cervantinos, cursos de literatura espa?ola, sesudos estudios cr¨ªticos y ediciones de obsceno lujo. El Quijote original, si insistimos en creer en su existencia, desapareci¨® con el lector Cervantes. S¨®lo quedaron (lo cual no es poco) los cientos de millones de Quijotes le¨ªdos desde que un primer Quijote entr¨® en la imprenta de Juan de la Cuesta y sali¨® despojado de una parte de los cap¨ªtulos XXIII y XXX. Desde entonces, los colegas de Pierre Menard han invadido el mundo de las letras y nos han dado (y siguen d¨¢ndonos) sus m¨²ltiples Quijotes: el torpe Quijote de Lope, el divino Quijote de Dostoievski, el fil¨®sofo Quijote de Unamuno, el brutal Quijote de Nabokov, el tedioso Quijote de Martin Amis, el desdoblado Quijote de Borges, el Quijote de cada uno de nosotros, sus desocupados lectores.
Borges observar¨ªa, en un ensayo fundamental sobre Kafka, que "cada escritor crea a sus precursores". Menard no es distinto y a partir de su propia existencia cre¨® una vasta genealog¨ªa que incluye, entre muchos otros, al Diderot de Esto no es un cuento, al Lawrence Sterne de Tristam Shandy, al Italo Calvino de Si una noche de invierno un viajero... Tambi¨¦n, a Robinson Crusoe que lee la Biblia como si fuese una cr¨®nica de sus propias desventuras, a Hamlet que lee "palabras, palabras, palabras" y ve en una nube un camello, una comadreja o una ballena, a un tal William Sefton Moorhouse que se convirti¨® a la fe cristiana leyendo la Anatom¨ªa de la Melancol¨ªa de Burton creyendo que se trataba de un manual teol¨®gico de Butler, a los censores militares que prohibieron la entrada a la Argentina de El rojo y el negro, pensando que se trataba de una apolog¨ªa del comunismo. Acaso no hab¨ªa sugerido Borges, a prop¨®sito de Pierre Menard, que "atribuir a Louis Ferdinand C¨¦line o a James Joyce la Imitaci¨®n de Cristo ?no es una suficiente renovaci¨®n de esos tenues avisos espirituales?".
A partir de Pierre Menard, nadie puede volver a leer un libro, cualquier libro, de la misma manera que pensaban leerlo nuestros antepasados. Menard nos ha vuelto creadores o, m¨¢s bien, nos ha obligado a ser conscientes, como lectores, de nuestra responsabilidad creativa. Antes de aquel mes de septiembre de 1939, pod¨ªamos creer que un libro insulto o maravilloso o altisonante o transformador deb¨ªa su calidad exclusivamente al ingenio de su autor. Despu¨¦s de aquella fecha, no sin cierto orgullo y no sin cierto terror, sabemos que no es as¨ª.
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