Granadas
Las ciudades son una alegor¨ªa, igual que las casas y sus habitantes. La realidad tiene alma de coleccionista y va guardando el fantasma de los lugares desaparecidos, las cosas rotas y los cambios de piel. Cuando paseo por Granada, las ausencias me definen de un modo inevitable. La ciudad es una alegor¨ªa de s¨ª misma, de su pasado, de un tiempo a¨²n vivo y duradero en el v¨¦rtigo de la p¨¦rdida, porque nos hizo antes de deshacerse. Paso por la esquina que hay enfrente de la casa de mis padres y huelo los aceites y el petr¨®leo de un taller de motos que cerr¨® hace m¨¢s de 30 a?os. Despu¨¦s abrieron una farmacia, y ahora hay un bar y una cochera, y yo paso por delante de un bar donde parpadea la cruz verde de una farmacia sobre los olores manchados de un taller de motos. La ciudad se abre y se cierra, se desgaja como una granada, pero sigue enred¨¢ndose en los olores, en los paisajes, en las costumbres de sus habitantes. Cruzo la calle Reyes a trav¨¦s de un paso de cebra y un sem¨¢foro que ya no existe, pero que se pone en verde justo delante de la pasteler¨ªa Bernina. Camino por la calle Mariana Pineda bajo una atm¨®sfera de yodo, de desinfecci¨®n, de aguja de practicante, acerc¨¢ndome a la Casa de Socorro en la que s¨®lo podr¨ªa entrar el ni?o que fui en 1965, con las rodillas minuciosamente cargadas de ara?azos y travesuras. Y al llegar al Corral del Carb¨®n me invade una sensaci¨®n de domingo, abuelos, gambas y casera de cola, porque en el bar Jandilla se reun¨ªa la familia para profetizar la suerte inmediata de una tarde de f¨²tbol. Despu¨¦s de muchas especulaciones, ya est¨¢n construyendo sobre el viejo estadio de Los C¨¢rmenes, que es como construir sobre un adolescente nervioso, una defensa legendaria y un gol en el ¨²ltimo minuto.
Somos un palimpsesto, llueve sobre mojado y escribimos para mezclarnos con la tinta de una escritura anterior. Las casas conservan una imprevisible colecci¨®n de objetos perdidos y de utensilios rotos. Quiero colocar unas rosas, me dirijo al aparador del cuarto de estar en busca del jarr¨®n de T¨²nez y me pierdo en la desorientaci¨®n de mis pasos. Me cuesta recordar la tarde en la que se cay¨® de mis manos, formando una desbandada de cristales y tiempos amarillos. Voy a la biblioteca a por libros que he prestado, y revuelvo el desorden para mezclar los t¨ªtulos con un desorden anterior, y casi puedo leerlos, aunque no los encuentro, sentado en la mecedora que le dimos al trapero el invierno pasado. La memoria pega las cosas rotas para hacernos a nosotros, habitantes de unas ciudades en las que se re¨²nen los desaparecidos, y de unas casas que nos envuelven, para que no nos deshagamos, con el celof¨¢n de la realidad, materia s¨®lida que se fabrica con p¨¦rdidas, recuerdos y apariciones. Alguien que ya no es el que era busca un paraguas que perdi¨® en una cita del a?o pasado y baja a la calle para caminar bajo una lluvia que cae sobre ¨¢rboles que no existen, adoquines diluidos, pasteler¨ªas cerradas y campos de remolacha transformados en plazas, restaurantes y tiendas de moda juvenil. Un tranv¨ªa pasa junto a los escaparates, con temblor el¨¦ctrico de maderas, campanas y caballeros mutilados. El mundo es respirable y permanece gracias a su fugacidad. Los dedos de la identidad tienen restos de pegamento Imedio.
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