El detective en la ciudad
J. I. S. es detective privado, y lo es por vocaci¨®n. De peque?o, cuando los ni?os so?aban con ser bomberos, m¨¦dicos o futbolistas, J. I. S. destinaba las horas de recreo a fijarse en los detalles m¨¢s nimios con su lupa de aumento, convencido de que eran los pasos inici¨¢ticos de un futuro destinado a desenmascarar los claroscuros de las ciudades sumergidas en la corrupci¨®n. Los detectives entronizados por la literatura y el cine han convertido el humo del tabaco y la mueca esc¨¦ptica en tarjetas de presentaci¨®n. Puro cine o puro humo, como escribi¨® Cabrera Infante. J. I. S. es un tipo normal, sin ataduras de celuloide, a pesar de que considere que los detectives de ficci¨®n han engrandecido su profesi¨®n de husmeador y le han dado un sentido po¨¦tico capaz de conquistar el coraz¨®n de las mujeres m¨¢s fatales. J. I. S., como cualquier detective de raza, prefiere el riesgo a la rutina pantuflera, aunque le gusta el riesgo del an¨®nimo, sin flases, y la ciudad es un buen escondrijo para pasar desapercibido. Existen tantas sombras en las calles de una urbe, que la suya podr¨ªa ser confundida con la de cualquier paseante o gato nocturno.
A los 17 a?os, J. I. S. dedicaba sus horas libres a buscar informaci¨®n montado en una Vespino prestada. Trabajaba para un detective privado a cambio de un ¨ªnfimo sueldo. Pero conduciendo un ciclomotor no llegas muy lejos y, pose¨ªdo por el oficio de voyeur a cuenta de terceros, decidi¨® estudiar la carrera de detective. Primero se matricul¨® en Derecho, pero la carrera de leyes solo le posibilitaba un cargo de abogado criminalista sin derecho a chupar asfalto. As¨ª, convencido de que lo que deseaba era enfrentarse al aliento del criminal, entr¨® en el Colegio de Detectives. Tres a?os empollando asignaturas de metodolog¨ªa, tecnolog¨ªa, psicolog¨ªa y otras -log¨ªas fundamentales para solucionar los casos.
A los 35 a?os, J. I. S. ya es un detective con todas las de la ley. Estos d¨ªas tiene entre las manos 20 casos que est¨¢ en un tris de solucionar, la mayor¨ªa encargados por aseguradoras con la intenci¨®n de desenmascarar bajas fingidas, o accidentes automovil¨ªsticos planificados por un clan familiar necesitado de dinero l¨ªquido, o inmobiliarias a la caza y captura de deudores. Mucho trabajo para un profesional que reniega de anunciarse en las P¨¢ginas amarillas o en una p¨¢gina web de dise?o, porque no hay nada m¨¢s fiable para un detective que la virtualidad y el boca-oreja. Con su metodolog¨ªa ha logrado una reputaci¨®n a prueba de infidelidades. La cantidad de hombres y mujeres que requieren sus servicios para determinar el origen de su cornamenta es una evidencia, aunque J. I. S. confiesa que los encargos destinados a descubrir infidelidades disminuyen en Navidad -paz y amor para todos- y aumentan en septiembre tras la convivencia vacacional.
Un d¨ªa en la vida de un detective tiene la emoci¨®n de lo incierto. J. I. S. se levanta una hora antes que el sujeto al que debe seguir y se acuesta una hora m¨¢s tarde que ¨¦l. En su bolsa de cazavampiros, J. I. S. mete libretas, grabadoras y su herramienta m¨¢s valiosa: la c¨¢mara oculta conectada a un registrador de imagen. Parece sacado de un libro de Anacleto, agente secreto o de la serie Superagente 86, pero J. I. S. camufla el visor de sus c¨¢mara en bol¨ªgrafos, paquetes de tabaco, tel¨¦fonos m¨®viles falsos, alta tecnolog¨ªa introducida en vulgares escondrijos con una calidad de resoluci¨®n digna de la televisi¨®n digital. Y dispuesto a destruir al mism¨ªsismo Goldfinger, sigue el plan dise?ado la noche anterior, un plan abierto a modificaciones de ¨²ltima hora fruto de las decisiones de la persona que tiene en su punto de mira. El detective J. I. S. es de consciente que para convertirse en la perfecta sombra de su adversario, comer, beber, andar como ¨¦l, debe dejar en el perchero el traje de hijo de su madre y cambiar su aspecto con el fin de pasar desapercibido en los barrios por los que deba deambular. Hasta ayer, su paseos por los extrarradios marginales de Santa Coloma le obligaron a llevar barba cerrada y a conducir una destartalada furgoneta. Un caso como otros muchos. Cuando llegue a casa, descolgar¨¢ su verdadera piel y, bajo la luz de la l¨¢mpara cenital de su despacho casero, se dedicar¨¢ a actualizar los informes llenos de huellas dactilares.
Solucionados los casos, las l¨¢grimas de los clientes son equivalentes a las de los culpables. A nadie le gusta quedar en pelotas aunque seas ¨¦l quien ha pagado por los servicios de un detective privado. J. I. S. sabe que el ser humano es poli¨¦drico, un animal de reacciones inesperadas. Por esta raz¨®n, J. I. S. sac¨® buenas notas en la asignatura de Psicolog¨ªa. Los detectives privados tienen su corazoncito, siempre han sido unos falsos duros y unos sentimentales, ellos lo saben. Luego, cobrados sus emolumentos, anotar¨¢ el caso en un libro de registros destinado a la inspecci¨®n anual de la polic¨ªa. J. I. S. tiene prohibido investigar delitos de sangre, no lleva pistola y, si la lleva, es de juguete y s¨®lo asusta a los inexpertos.
En esta ciudad de sombras cada vez m¨¢s alargadas, J. I. S. es detective privado. Se?al inequ¨ªvoca de que la ciudad a¨²n no es un balneario y de que en sus calles el odio y la venganza son prueba irrefutable de que todav¨ªa hay vidas para investigar.
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