Ochocientos o m¨¢s a?os
Este a?o se ha cumplido el octavo centenario (en un aspecto: en realidad estamos m¨¢s cerca del noveno) del Cantar de Mio Cid, y con ese motivo Alberto Montaner y Francisco Rico han sacado una extraordinaria edici¨®n, en Galaxia Gutenberg/C¨ªrculo de Lectores, que coincide en buena medida con la que publicaron en Cr¨ªtica en 1993, pero notablemente ampliada y perfeccionada. Como a tantos lectores, inicialmente me dio pereza enfrentarme a un texto en castellano tan antiguo que hay versos que a uno se le escapan por entero si no recurre a las notas a pie de p¨¢gina de Montaner, cuyas aclaraciones son tan generosas que a veces rozan lo innecesario. Pero ya saben, m¨¢s vale que sobre que que falte. Y adem¨¢s uno va acostumbr¨¢ndose: aprende que "sosa?ar" era "desde?ar", que "alguandre" era "jam¨¢s", que "toller" -como a¨²n en italiano togliere- era "quitar", que "fincar" y "remanir" eran "quedarse". A la segunda o tercera vez que aparecen, uno ya entiende sin bajar la vista, y hacia el final lee casi de corrido.
"El Cid no es demaisado heroico ni tampoco se priva de recurrir a ma?as y ardiles b¨¦licos"
El Cantar es uno de esos libros que pocos conocen y la mayor¨ªa cree haber le¨ªdo. Del mismo modo que la historia del Caballo de Troya no se relata en la Il¨ªada (pero casi todos creemos que s¨ª), sino m¨¢s bien en la Eneida, en el Cantar no se cuentan muchos de los episodios m¨¢s populares de la vida de Rodrigo D¨ªaz, pues comienza con el h¨¦roe y sus mesnadas ya desterrados por el Rey Alfonso VI, sin que se explique el porqu¨¦ ni se nos ponga en antecedentes. As¨ª, nos encontramos con un nutrido grupo de caballeros que no tienen d¨®nde ir y que han perdido sus propiedades, a los que est¨¢ prohibido ayudar o cobijar (as¨ª le dice al Cid la ni?a de nueve a?os a la entrada de Burgos: "? perderiemos los averes e las casas, e dem¨¢s los ojos de las caras. Cid, en el nuestro mal v¨®s non ganades nada ?"), y que, utilizando una expresi¨®n actual, han de buscarse la vida. Y lo que el poema narra es, en esencia, c¨®mo el Cid y los suyos logran salir de esa situaci¨®n y prosperar a fuerza de guerrear y cobrarse bot¨ªn en sus victorias. Como se?ala Montaner, el esp¨ªritu religioso y el de cruzada est¨¢n casi ausentes: los caballeros esperan recibir la ayuda de Dios en sus combates, pero se trata de una espera entre convencional e interesada. No los anima lo espiritual, sino lo material. Una de las mayores sorpresas del Cantar (para quien no lo hab¨ªa le¨ªdo desde la infancia, y entonces, sin duda, en edici¨®n modernizada) es lo mucho que en ¨¦l se habla de dinero -mucho m¨¢s que del honor, y a menudo con cifras concretas-, de ganancias, de mejora de posici¨®n, de riquezas y recompensas; y c¨®mo, a la hora de luchar, lo que mueve al Cid y a sus huestes, lo que los enardece, no es el odio al enemigo ni la gloria del triunfo, ni la perspectiva de congraciarse con el Rey (aunque eso est¨¦ presente; pero normalmente se le env¨ªan unos caballos de regalo y Santas Pascuas), ni el ansia de ganar territorios para una supuesta "Reconquista", sino el beneficio tangible que conf¨ªan en obtener. El Cid y los suyos no son mercenarios como se entiende hoy el t¨¦rmino, pues no se ponen al servicio de nadie. Pero s¨ª son hombres fronterizos, cuya ¨²nica posibilidad de supervivencia y de medro reside en pelear y conquistar, para ellos mismos.
As¨ª, tras leer el Cantar, uno comprende menos que nunca el desmedido orgullo que por la figura del Cid han sentido demasiados espa?oles patrioteros y la tirria que, en correspondencia, le han cogido otros muchos, por lo general tontos que se creen "izquierdistas" o "nacionalistas" (es decir, de manual). Su personaje no es demasiado heroico (se duerme en alguna ocasi¨®n); sus haza?as son considerables, pero no las acapara ¨¦l, sino que las comparte con sus fieles ?lbar F¨¢?ez, Pero Verm¨²ez, Mart¨ªn Antol¨ªnez y Mu?o Gustioz. Son estos tres ¨²ltimos, y no ¨¦l, los encargados de dar su merecido a los codiciosos y "abiltados" ("envilecidos") infantes de Carri¨®n, cuyas mezquindades son relatadas con humor, y su crueldad para con las hijas del Cid, sus esposas, sin aspavientos ni exageraci¨®n. El Cid no se priva de enga?ar a unos prestamistas, ni por supuesto de recurrir a ma?as y ardides b¨¦licos. No es presentado como un dechado absoluto de virtudes, sino como un hombre h¨¢bil, mesurado, valiente, ambicioso y poco justiciero, leal con los suyos y con el Rey, pero en parte porque le conviene serlo: sabe que es la manera de que no lo traicionen aqu¨¦llos y de contar de nuevo con el favor de ¨¦ste.
Pero no estar¨ªamos conmemorando esta obra si adem¨¢s sus hallazgos literarios no fueran de primer orden: "Cr¨¦cem' el cora?¨®n porque estades delant", como le dice el Cid a Ximena, es una de las declaraciones de amor a la vez m¨¢s apasionadas y sobrias que yo he le¨ªdo. "?Lengua sin manos, cu¨¦mo osas fablar!" es una hermosa forma de afear la conducta de quienes mucho dicen pero nada hacen. "Los montes son altos, las ramas pujan con las n¨²es" es una espl¨¦ndida y austera met¨¢fora descriptiva. Y conmueve el impl¨ªcito acatamiento de la separaci¨®n que trae la muerte, en contraste con la desdicha de la que no es debida a ella: "Yo lo veo", le dice al Cid Ximena, "que estades v¨®s en ida, e n¨®s de v¨®s partirnos hemos en vida". Y el Cid le responde lo mismo, como si esa fuera la condenaci¨®n m¨¢xima, que ambos padecieron tanto: "Ya lo vedes, que partirnos emos en vida, yo ir¨¦, e v¨®s fincaredes remanida". Hay centenares de ejemplos, y est¨¢n todos en el Cantar de Mio Cid, desde hace al menos ochocientos a?os.
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