El enemigo exterior (y dentro)
El cristianismo siempre se ha sentido como una fortaleza sitiada, con incontables enemigos exteriores y muchos tambi¨¦n intramuros. Es la tradici¨®n, que se remonta al momento del juicio y pasi¨®n de su fundador Jes¨²s, hace algo m¨¢s de dos mil a?os. Si hacemos caso a los cronistas propios, ya entonces se habr¨ªa formado una coalici¨®n inveros¨ªmil contra el revoltoso cristiano, sin precedentes: las autoridades romanas, los fariseos, los saduceos y el bueno de Herodes Antipas, desde entonces un personaje de historieta bufa. Ni siquiera cuando pasaron de perseguidos a perseguidores, tras convertirse en la religi¨®n oficial del imperio romano -ellos mismos un imperio-, los cristianos dejaron de sentirse inseguros, incomodados, como fuera de sitio.
Imponer ese tipo de familia es pedir que un gigante calce los zapatos de un enano
La realidad la advirti¨® ya el propio fundador, aunque sus sucesores no hayan hecho mucho caso. El reino de la religi¨®n "no es de este mundo". Pero desde que Roma se convirti¨® en el centro del cristianismo, no ha dejado de querer imponer, incluso por la fuerza, sus maneras de ver ese mundo. Por eso viven en continua zozobra cuando observan lo poco que se les hace caso.
Es en las cuestiones de moral sexual y de modelos de familia -relaciones de pareja, matrimonio, divorcios, control de la natalidad, n¨²mero de hijos, etc...-, donde los sacerdotes y fieles cristianos m¨¢s hacen en silencio lo que les parece correcto seg¨²n los evangelios. No se preocupan del Papa ni de los obispos. El legalismo romano se ha vuelto engorroso, aunque se exprese tan vigorosamente como anta?o.
As¨ª se explica la displicencia de la sociedad ante el alarmismo episcopal. Por muy multitudinarios que sean los escenarios del clamor (tampoco excesivos, por lo visto ayer), cuesta identificar las amenazas que se ciernen sobre la familia como organismo social, seg¨²n la jerarqu¨ªa de la Iglesia romana. Ni son visibles esas "vi?as devastadas por los jabal¨ªes del relativismo" (Benedicto XVI), ni la doctrina cat¨®lica es -ni ha sido- la ¨²nica forma de "garantizar el bien fundamental e insustituible de la familia" (Rouco).
Otro cuento es la pr¨¦dica que coloca en "el principio de toda familia" al pobre carpintero Jos¨¦, a una perpleja virgen Mar¨ªa y a su temperamental hijo Jes¨²s. Se trata, si fue como lo cuentan, de una familia extra?a. Si siempre es pretencioso el adanismo -el h¨¢bito de presentarse como principio de las cosas-, en esta ocasi¨®n el empe?o resulta rid¨ªculo. Obcecarse en imponer a la sociedad actual un modelo de familia sufridora cuando no heroica -hay que tener los hijos que Dios quiera y sin el placer del sexo-, es como pedir que un gigante calce los zapatos de un enano.
Tampoco es cierto que los estados maquinen contra "la centralidad y la integridad de la familia cristiana, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, c¨¦lula primordial y vital de la sociedad". Pese al pesimismo ontol¨®gico del cardenal Rouco, la realidad es que los gobiernos se limitan a elevar a rango legal lo que ciudadanos libres han hecho antes normal. Tambi¨¦n conviene subrayar que nunca antes hubo en Espa?a pol¨ªticas de familia tan financiadas como ahora.
Tanta palabrer¨ªa sobre el hundimiento del matrimonio, o sobre el sacrosanto papel de la mujer en el cuerpo social, procede, adem¨¢s, de una instituci¨®n de varones c¨¦libes que tienen cerrado a cal y canto el paso a las mujeres en su organizaci¨®n, e incluso un concepto poco honroso del amor carnal, incluso el sacramentado.
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