Freud y el ataque de los pigmeos feroces
Pens¨¦ que se lo deb¨ªa. Despu¨¦s de casi veinte a?os tumb¨¢ndome dos veces por semana en el div¨¢n (la principal contribuci¨®n del orientalismo al psicoan¨¢lisis), parloteando en pautadas sesiones de cincuenta minutos con los ojos fijos en una moldura del techo, mientras alguien detr¨¢s de m¨ª escuchaba con atenci¨®n flotante, comprend¨ª que le deb¨ªa un homenaje al inventor de esa ciencia que no lo es y que, en el mejor de los casos, s¨®lo sirve "para transformar el sufrimiento neur¨®tico en simple sufrimiento com¨²n". De manera que, durante un reciente viaje a Viena, y como quien no quiere la cosa, me acord¨¦ de que Sigmund Freud tuvo all¨ª su casa (tambi¨¦n era su consulta, lo que no deja de ser un s¨ªntoma) durante casi cuarenta a?os, y decid¨ª ir a visitarla. El edificio de Berggasse 19 se conserva bastante bien, pero a diferencia de lo que ocurre en la casa de Maresfield Gardens (Hampstead, Londres), en la que Freud vivi¨® el ¨²ltimo a?o de su vida, el piso vien¨¦s est¨¢ pr¨¢cticamente vac¨ªo de recuerdos personales, al menos de esos que compensan la visita y colman las expectativas de mit¨®manos y argentinos. Anna Freud, la hija favorita, se ocup¨® de que la casi totalidad del mobiliario (incluido el div¨¢n en el que yacieron todos los pacientes) y el resto de los objetos de su padre viajaran desde la letal Viena del Anschluss hasta su refugio de Londres, de modo que all¨ª s¨®lo quedan fotos y algunas habitaciones que exhiben ante el visitante un vac¨ªo culposo. Dicen los ortodoxos que el silencio del psicoanalista es la condici¨®n para que el inconsciente del analizando rompa el suyo. Sin embargo, el vac¨ªo de las habitaciones de la casa de la calle Berggasse no permite evocar m¨¢s que lo que denota: el silencio de un ausente. La visita me sirvi¨®, no obstante, para comprobar una vez m¨¢s que el inconsciente est¨¢ ah¨ª, perpetuamente agazapado y mostrando su peculiar sentido del humor, en esta ocasi¨®n por medio de un acto fallido (Fehlleistung) en forma de recuerdo equivocado. Al llegar cre¨ª dejar el bolso con mis pertenencias en el interior de un oscuro armario que, para mi desconcierto, fui incapaz de encontrar a la salida. Finalmente, y gracias a la ayuda de la encargada del museo (que se comport¨® con el aplomo de una actriz que hubiera representado muchas veces el gag), comprend¨ª que el hecho de que el interior del armario estuviera barnizado de oscuro me hab¨ªa hecho suponer que el exterior ser¨ªa del mismo color, por lo que no se me hab¨ªa ocurrido buscar mi bolso en uno de los blancos armarios empotrados y disimulados en la pared. Fin de la historia. Por lo dem¨¢s, luego ca¨ª en la cuenta de que en mi visita-homenaje al santuario vac¨ªo hab¨ªa tenido bastante que ver la reciente lectura del prolijo (y a ratos virulento) panfleto antifreudiano Freud. El crep¨²sculo de un ¨ªdolo (Taurus) en el que el medi¨¢tico y astuto fil¨®sofo-publicista franc¨¦s Michel Onfray arremete (y no necesariamente con datos ni bibliograf¨ªas contrastadas) contra lo que llama "fabulaci¨®n freudiana", a la que pretende caracterizar como una de las mayores imposturas te¨®ricas de la modernidad. Seg¨²n el fil¨®sofo -que ha publicado recientemente una Apostille au 'Cr¨¦puscule'. Pour une psychanalyse non freudienne (Grasset), quiz¨¢s para aprovechar el ¨¦xito comercial de su libro en un pa¨ªs (Francia) en el que, propiciado por algunos fundamentalistas de la terapia cognitiva-conductista, se ha abierto la veda del psicoan¨¢lisis-, Freud era una especie de estafador (adem¨¢s de un individuo mis¨®gino, obsesionado a la vez por el incesto y el dinero, cocain¨®mano, mentiroso, ad¨²ltero, hom¨®fobo, y filofascista) que construy¨® su leyenda apoyado en un n¨²cleo inquebrantable de fieles. Onfray, que se muestra menos cr¨ªtico con la interpretaci¨®n del psicoan¨¢lisis defendida por freudomarxistas como Reich, Marcuse o Fromm, mezcla en su libro acusaciones basadas en conjeturas muy discutibles, sospechas y rumores interesados con objeciones y denuncias formuladas por cr¨ªticos m¨¢s serios acerca de la teor¨ªa y de las pretensiones de Weltanschauung del freudismo. Una respuesta (tampoco muy convincente) de una freudiana de cabecera puede leerse en el breve contra-panfleto de ?lizabeth Roudinesco ?Por qu¨¦ tanto odio?, publicado en castellano (Argentina) por los libros del Zorzal.
Sexo
Al parecer, sigo sin poder levantarme del div¨¢n (mi sill¨®n de orejas es convertible), ahora a costa de mi ¨²ltima pesadilla. Hab¨ªa estado leyendo Pigmeo (Mondadori), la novela de Chuck Palahniuk en la que un grupo de estudiantes adolescentes (muy escasos de talla, de ah¨ª que al protagonista le apoden con el t¨ªtulo del libro), previamente entrenados en un estado hostil y totalitario, se infiltran en familias de clase media de Estados Unidos para llevar a cabo la Operaci¨®n Estrago y proceder a la destrucci¨®n de la sociedad. Una especie de novela epistolar en la estela del modelo fijado hace tres siglos por Montesquieu en sus Lettres persanes (1721) y seguido, entre nosotros, por Jos¨¦ Cadalso en sus p¨®stumas (1789) Cartas Marruecas: el extra?o que nos mira y saca punta a nuestras costumbres y cultura. S¨®lo que aqu¨ª las cartas van en una sola direcci¨®n y consisten en los informes que Pigmeo env¨ªa a sus lejanos jefes, lo que permite a Palahniuk dar una nueva (y divertida) vuelta de tuerca al viejo tema del regard ¨¦tranger: ahora es la s¨¢tira feroz del american way of life efectuada sin ahorrar al espectador ninguna escena desagradable, como la sodomizaci¨®n que lleva a cabo Pigmeo en la persona de un gamberro que acosa al hijo de la familia de acogida. Miren: ya s¨¦ que me voy haciendo mayor y que probablemente se me escapen algunas de las excelencias literarias del tiempo que me ha dado vivir, pero si esto tiene alg¨²n parecido con la Gran Novela Americana, que vengan Melville o Faulkner o Roth y la lean, no s¨¦ si me explico. En todo caso, me qued¨¦ dormido (hab¨ªa vuelto a comer hamburguesas) y so?¨¦ que hab¨ªa sido atado a mi sill¨®n de orejas (convertido en camastro o div¨¢n) por una legi¨®n de liliputienses en cuyos rostros pod¨ªa reconocer a algunas de mis bestias negras de la pol¨ªtica, la cultura o el periodismo nacionales y auton¨®micos. Lo m¨¢s curioso de todo es que, en un momento dado, uno de mis atacantes (quiz¨¢s el president Camps o el periodista Marhuenda) le gritaba al bardo Sabina (que, aunque intentaba descifrar en una esquina un poema de Paul Celan, parec¨ªa ser el autor intelectual del ataque): "?C¨¢ntale otra!". Cuando me despert¨¦, ba?ado en sudor fr¨ªo y con un ataque de ansiedad de grado 7 en la escala Lexat¨ªn, encest¨¦ el libro de Palahniuk en el contenedor de Sobras Completas y lo sustitu¨ª por el mucho m¨¢s interesante Diccionario del sexo y del erotismo (Alianza), de F¨¦lix Rodr¨ªguez Gonz¨¢lez, que recoge (como ya quiso hacer Cela en su inacabado Diccionario secreto, 1968 y 1971) el l¨¦xico (antes) innombrable, tal como es usado en la prensa y la literatura espa?ola de ahora mismo. Por ¨¦l me entero del significado de anililagnia y de algunas de las otras cosas que gritaban mis liliputienses acosadores, y que ya ir¨¦ utilizando en este sill¨®n de orejas (y div¨¢n accidental).
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