La pertenencia
Somos tan poca cosa, en fin. Necesitados y fr¨¢giles. Y nos va a costar tan cara la creciente epidemia de soledad
El sorprendente hurac¨¢n Taylor Swift que arras¨® Madrid hace cosa de un mes dej¨® detr¨¢s un copioso aluvi¨®n de comentaristas que intentaban explicar lo inexplicable, a saber, por qu¨¦ demonios tiene esta chica tanto ¨¦xito. Y por qu¨¦ parece que, m¨¢s que triunfar como cantante o como show woman espectacular, lo que ha hecho es crear una religi¨®n, una secta de rendidos seguidores con la que fomenta, menos mal, la empat¨ªa y el buen rollito. Pues bien, creo que a m¨ª se me ha ocurrido la respuesta. La clave de la sobrehumana fuerza sociol¨®gica de Swift son las pulseras. Todos esos millones de inocentes brazaletes que los fans confeccionan en sus casas para luego intercambiar con los dem¨¢s, del mismo modo que los primeros cristianos pintaban peces por doquier para reconocerse. Esas pulseras son el signo de pertenencia y no s¨®lo suponen una declaraci¨®n p¨²blica, sino que tambi¨¦n proporcionan a los usuarios la ¨ªntima certidumbre de no estar solos.
La pertenencia. Somos animales sociales, necesitamos a la familia, al clan, a la horda, a la tribu, necesitamos la aceptaci¨®n de nuestro entorno y formar parte de una comunidad. Sin eso, la vida se parece mucho a la muerte. Por eso las penas de destierro son tan duras. Le¨ª hace muchos a?os sobre las ancestrales costumbres de un pueblo africano. Cuando un miembro de la tribu comet¨ªa un delito especialmente grave, se dictaba como castigo su muerte en vida y todos dejaban de hablar e incluso de mirar al condenado. Como si no existiera, como si fuera transparente. Al parecer, en vez de marcharse e intentar empezar otra vida en otro lado, muchos se suicidaban. ¡°Para el cerebro el rechazo social es tan importante que literalmente duele: activa la misma matriz neuronal que el dolor¡±, dice el neurocient¨ªfico David Eagleman. No ser queridos, no disponer del cobijo de un entorno af¨ªn, nos vuelve literalmente locos. Por lo visto ser emigrante y sentirte aislado y despreciado en tu nuevo pa¨ªs es uno de los detonadores m¨¢s evidentes para sufrir un brote esquizofr¨¦nico (de nuevo la fuente es Eagleman).
Y lo malo, lo peligroso, lo tr¨¢gico, es que la soledad, la atomizaci¨®n social y el desarraigo aumentan a gran velocidad por todas partes. En septiembre de 2020 la economista Noreena Hertz public¨® en el Financial Times un formidable art¨ªculo que era un resumen de su libro The Lonely Century (el siglo solitario). Su tesis era que la soledad social fomenta el populismo, el extremismo, la agresividad y el odio al diferente. Contaba Hertz que los ratones a los que se ha mantenido aislados en jaulas muerden a los nuevos ratones que les meten, y cuanto m¨¢s tiempo hayan estado solos, m¨¢s feroz y violento es el ataque (pobrecitas cobayas de laboratorio). Y que hay m¨²ltiples estudios que evidencian una relaci¨®n directa entre el sentimiento de soledad y el apoyo al populismo o a la extrema derecha en todo el mundo. Como un trabajo de 2016 que demostr¨® que los votantes de Trump ten¨ªan bastantes menos amigos que los de Hillary Clinton. La propia Hertz entrevist¨® a populistas y seguidores de la extrema derecha que le dijeron que lo que m¨¢s valoraban era el sentimiento de hermandad y las reuniones de la militancia. O sea, la pertenencia.
Hace casi 20 a?os anduve durante un par de meses por Second Life, un mundo virtual que no era un juego sino eso, una segunda vida en internet. Creabas un avatar y visitabas los diversos territorios. Fue una experiencia curiosa. Yo me hice drag¨®n y sol¨ªa recalar por una Isla de Dragones porque era gente culta, amable y con sentido del humor. Habl¨¢bamos sin voz, escribi¨¦ndonos en ingl¨¦s. Y una noche, quiz¨¢ por el salto cultural y de idioma (ellos tampoco deb¨ªan de ser ingleses nativos) hubo un malentendido y un par de dragones con los que hab¨ªa estado conversando durante unas semanas se enfadaron conmigo. No consegu¨ª explicarme, se cerraron en banda y termin¨¦ abandonando la isla. Y recuerdo, primero, el agudo disgusto, el desasosiego que sent¨ª. Y despu¨¦s, de inmediato, el pasmo que la violencia de mis emociones me caus¨®. ?Pero c¨®mo era posible que me afectara tanto? ?Unas relaciones virtuales de dos o tres semanas? ?Teniendo como tengo tantos amigos reales maravillosos? ?Pero si eran dos dragones, maldita sea! Somos tan poca cosa, en fin. Necesitados y fr¨¢giles. Y nos va a costar tan cara la creciente epidemia de soledad. Menos mal que Taylor Swift est¨¢ repartiendo pulseritas.
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