Pesadillas al filo del barranco
EL PA?S recorre tres puntos de la rambla donde miles de familias se estremecen con algo tan cotidiano como la lluvia y tratan de rehacer sus vidas ente los restos de la destrucci¨®n
Son las 17.39 del viernes 22 en el puente peatonal de Paiporta. La luz amarillenta del atardecer acaricia las huellas de un monstruo dormido. Un eucalipto, rodeado de pl¨¢sticos y ca?as, resiste erguido en mitad de la devastaci¨®n como recordatorio de que ah¨ª, antes de que el agua arramblara con todo lo que encontr¨® a su paso y dejara decenas de cad¨¢veres, alg¨²n d¨ªa hubo un parque. Sobre la pasarela caminan, uniformados con ropa de deporte y botas de agua, los nuevos habitantes del barranco del Poyo, el principal causante de la inmensa destrucci¨®n de la dana del 29 de octubre. Hombres, mujeres y...
Son las 17.39 del viernes 22 en el puente peatonal de Paiporta. La luz amarillenta del atardecer acaricia las huellas de un monstruo dormido. Un eucalipto, rodeado de pl¨¢sticos y ca?as, resiste erguido en mitad de la devastaci¨®n como recordatorio de que ah¨ª, antes de que el agua arramblara con todo lo que encontr¨® a su paso y dejara decenas de cad¨¢veres, alg¨²n d¨ªa hubo un parque. Sobre la pasarela caminan, uniformados con ropa de deporte y botas de agua, los nuevos habitantes del barranco del Poyo, el principal causante de la inmensa destrucci¨®n de la dana del 29 de octubre. Hombres, mujeres y ni?os que se estremecen al o¨ªr la lluvia, que se asoman al balc¨®n si escuchan que ha ca¨ªdo agua en las monta?as, que no se explican c¨®mo sus vecinos una noche estaban cenando en el sal¨®n y al minuto una ola cargada de metralla los sepult¨®. Y ahora no entienden por qu¨¦ siguen vivos.
Sobre los restos embarrados tratan de reponerse estos d¨ªas medio mill¨®n de habitantes de la periferia sur de Valencia, el motor de la tercera ¨¢rea urbana m¨¢s grande de Espa?a. Sus antiguas huertas y naranjales, alimentados por un sistema de acequias centenarias, fueron perdiendo espacio frente al hormig¨®n y los pol¨ªgonos industriales. Y en estos municipios destrozados duerme la bolsa de trabajadores que sostiene a la capital y que hoy se siente abandonada. Sin puertas, ni ventanas, ni sof¨¢, ni cama, ni una silla para sentarse, con los s¨®tanos llenos de lodo seco y aguas fecales, los campos contaminados y el ganado moribundo. EL PA?S recorre tres puntos de las ramblas que causaron mayor devastaci¨®n el fat¨ªdico 29 de octubre, desde el barranco de Pedralba en su cruce con el Turia; pasando por una granja entre Chiva y Torrent, hasta llegar a la entrada de Paiporta. Los que quedan se aferran a sus recuerdos para no irse de ah¨ª.
La premonici¨®n de Pedralba
Valent¨ªn Palacios, de 75 a?os, resiste en el lugar donde, antes de la dana, muri¨® su mujer y muestra lo poco que le ha dejado el agua desde el sal¨®n de su casa vac¨ªa. Sobre una mesa de patio ha puesto a secar algunos papeles rescatados de la riada. Son unos recortes de peri¨®dicos antiguos y una carta. Va dirigida a la Conferencia Hidrogr¨¢fica del J¨²car y es del 12 de diciembre de 2001.
¡°En recuerdo de los trece muertos que en Pedralba caus¨® la riada de 1957¡ Dios nos libre a todos mis convecinos de que no tengamos una gota fr¨ªa como aquella, pues ahora ser¨ªa mucho peor¡±.
Est¨¢ firmada por su suegro, Ernesto P¨¦rez Serig¨®, antiguo alcalde de Pedralba. Fue el primer regidor que avis¨® a la ciudad de Valencia hace 67 a?os de la crecida del Turia en este punto, a casi 40 kil¨®metros del mar, hacia las nueve de la noche. Tres horas despu¨¦s de esa llamada, la capital estaba ya inundada. Su carta resuena ahora como un aviso al vac¨ªo: ¡°Yo les sugiero a los se?ores que no sufrieron la riada de 1957 y que son due?os del cauce, que planten de chopos y eucaliptus todo el Plan Sur y as¨ª Valencia tendr¨¢ un pulm¨®n m¨¢s de ox¨ªgeno y cuando venga una riada nadaremos todos al mismo tiempo¡±.
En esta casona de principios del siglo XX de la calle Acequia, junto a la piscina, hab¨ªa una placa de cer¨¢mica que trabajaba contra la amnesia. ¡°Hasta aqu¨ª lleg¨® la riada del 57¡å, reza. La mancha negra que dej¨® el 29 de octubre el agua sobre las paredes amarillas del patio trepa m¨¢s de un metro y medio por encima de aquella marca. Cuesta imaginarse el jard¨ªn, hoy sembrado de trastos de los que Valent¨ªn se resiste a desprenderse ¡ªentre ellos, un centenar de botellas de vino¡ª, como una enorme ba?era con m¨¢s de cinco metros de profundidad.
¡ªValent¨ªn, el agua viene por la gasolinera. ?S¨²bete o sal de ah¨ª!
El alcalde y los concejales de este municipio de unos 3.000 habitantes, no esperaron a comprender c¨®mo se enviaba una alerta por el m¨®vil. Y la tarde del 29 de octubre bajaron a las calles para avisar a sus vecinos a voz en grito. Algunos acabaron rescatados en lancha la ma?ana siguiente, otros agarrados a las rejas de un primer piso con el agua hasta el cuello y ateridos. Seis m¨¢s murieron, arrastrados kil¨®metros abajo. El cad¨¢ver de una vecina de 30 a?os fue encontrada dos semanas despu¨¦s casi en la Albufera, a una hora en coche.
Algunos expertos municipales se?alan en que en este pueblo comenz¨® todo. Concretamente, en el cruce del barranco con el r¨ªo Turia, justo a la entrada de la localidad. El choque bestial de las dos aguas, junto a un puente atascado de troncos y ca?as que funcion¨® como un dique, hizo que la crecida fuera inevitable y que bajara todav¨ªa con m¨¢s fuerza hacia el mar. Y unos segundos antes de que la onda expansiva destruyera todo, a 10 metros del epicentro de la colisi¨®n, Paco se acababa de subir a su furgoneta.
Lleva dos semanas sin hablar. ¡°No es el mismo¡±, susurran los vecinos y coincide su hija Ana, que ayuda estos d¨ªas a sus padres y su hermano con un restaurante tan conocido en el pueblo, que no se molestaron ni en ponerle un nombre: El Chiringuito. Cuentan que Paco sali¨® hacia las 19.30 del bar ya viendo c¨®mo bajaba el agua del barranco y desaguaba en el Turia. Cruz¨® el puente subido al furg¨®n y cuando no hab¨ªa avanzado ni 500 metros, se lo llev¨® la corriente. La tromba hizo que el veh¨ªculo quedara encallado en la monta?a. Y sali¨® por la ventanilla y escal¨®, a sus 70 y tantos, como pudo por la ladera. Vio c¨®mo otro coche, conducido por un vecino y su hija, se fue rambla abajo.
Paco sigue mudo, como muchos de sus clientes. Un agricultor que apura un quinto de cerveza en la barra remata: ¡°No he pasado tanto miedo en mi vida. Y qui¨¦n te diga lo contrario, miente¡±.
El barranco que cruzaba Pedralba era una ladera verde con terrazas de cultivo. En algunos tramos hab¨ªa unas pozas peque?as donde se ba?aba Ana de peque?a. Ahora, hasta donde alcanza la vista, es un lodazal. Una avenida inmensa de barro por donde baj¨® el agua devorando todo a su paso. Si Ana se asoma por una ventana de El Chiringuito, observa c¨®mo circula el r¨ªo, en calma y sucio: ¡°Ya nunca dormiremos tranquilos. El otro d¨ªa que enviaron la alerta por m¨¢s lluvias casi se me sale el coraz¨®n¡±. En este pueblo hay vecinos, como Valent¨ªn, que tendr¨¢n que reponerse por segunda vez en su vida del miedo al agua y de la ruina.
Chiva: el municipio donde se mueren los corderos
Mar¨ªa Garc¨ªa tiene 84 a?os, pero ¡°mucha sangre todav¨ªa¡±, dice. Lleva un jersey negro de lana y un mandil amarillo que desanuda al presentarse. Vive con sus sobrinos y sus v¨ªrgenes al filo del barranco, en una granja entre Chiva y Torrent. Junto a lo que antes eran campos de naranjos y caquis ¡ªsobre un arroyo ¡°chiquitillo¡±¡ª, ahora parece que un gigante haya mordido la tierra. Su familia tiene 1.700 ovejas que estos d¨ªas no tienen d¨®nde pastar y que se han quedado sin agua, pues la corriente destroz¨® las tuber¨ªas y arras¨® tambi¨¦n los caminos, donde no llegan los camiones con pienso, ni pasea ning¨²n vecino. Parece mentira que ah¨ª siga viviendo alguien. Para llegar a este punto cerca de la carretera del Tiz¨®n n¨²mero 22 hay que echarle voluntad.
La ¨²nica forma de encontrar la granja de Mar¨ªa es seguir, a pie, el olor de las heces de los animales, cada vez m¨¢s fuerte. El barranco ha cubierto de arena las copas de los naranjos cargados de fruta y ha dejado la granja al filo de un precipicio. Al entrar, un mast¨ªn atado y otro callejero m¨¢s peque?o funcionan como timbre y alarma de seguridad. Los ladridos retumban en las laderas de la rambla, pero no hay nadie m¨¢s que los escuche a menos de un kil¨®metro.
¡ª?Pero c¨®mo ha llegado usted hasta aqu¨ª?
La noche en que pas¨® todo, cuenta su sobrina Emilia de 34 a?os, el agua rug¨ªa como un animal. Como si de repente vivieran al borde de una cascada. El barranco estaba ensanchando su camino, formando un nuevo cauce a unos pasos de su puerta. Bajo el aguacero, el hermano de Emilia consigui¨® sacar a la mula, porque se estaba quedando atrapada entre la tierra mojada.
En un corral peque?o hab¨ªa 25 corderos lechales apartados del resto. ¡°Todos se ahogaron, pobrecitos, ellos qu¨¦ sab¨ªan que el agua los iba a matar¡±, cuenta Emilia. Por cada uno de ellos les daban 100 euros y ahora no saben si podr¨¢n vender el resto. Los animales que se salvaron ¡ªahora llenos de mugre, con poca comida y atascados en el fango¡ª, de los que vive esta familia de siete miembros, fue porque se subieron a los poyos y comederos. En unos toneles junto al barranco, un par de ovejas muertas llevan tres semanas esperando a que alguien las recoja.
La dana ha arrasado m¨¢s de 172.000 hect¨¢reas de campo, un tama?o similar a toda la provincia de Gipuzkoa. La organizaci¨®n agraria valenciana Uni¨® Llauradora i Ramadera estima que las p¨¦rdidas ascender¨¢n a m¨¢s de 1.000 millones de euros. En cuanto a las explotaciones ganaderas, calculan que han muerto cerca de 9.000 animales y que han desaparecido numerosas colmenas de apicultores.
Mar¨ªa cuenta que a su edad ya ha visto ¡°de todo, pero nunca jam¨¢s algo como esto¡±. Recuerda que, el 29 de octubre, en medio de los gritos de su familia, tom¨® una decisi¨®n. En el centro del sal¨®n de su casa, pegada a los corrales, se hinc¨® en el suelo y se puso a rezar. ¡°Yo rezaba, rezaba sin parar. A la virgen de Cortes, patrona de Alcaraz; a la de la Paz, de mi pueblo, Beas de Segura [Ja¨¦n]¡±, rememora junto a un caf¨¦ con leche hecho con agua embotellada y tres cucharadas de az¨²car. ¡°Y sigo pidiendo que nos proteja, ya has visto lo cerca que estamos. Nos hemos salvado de milagro¡±, sentencia.
A este rinc¨®n no se ha asomado ninguna autoridad un mes despu¨¦s de la cat¨¢strofe, ni paquetes de ayuda, ni comida del chef Jos¨¦ Andr¨¦s, ni un kit de limpieza, ni un solo voluntario, solo un vecino de m¨¢s arriba con algunas latas y botellas de agua. Aunque tampoco esperaban a nadie, ni se quejan. En este rinc¨®n del campo valenciano sus habitantes no acaban de descubrir ¡ªcomo s¨ª ha sucedido en las zonas m¨¢s urbanas¡ª lo que es la ausencia del Estado.
Tres d¨ªas despu¨¦s de las inundaciones, ni siquiera ellos ten¨ªan para comer. Cuando baj¨® el nivel del agua, intentaron salir a comprar con la furgoneta y se qued¨® atascada en el camino, convertido en una trampa de barro. ¡°Estuvimos a base de at¨²n y sobras, pero con eso no se vive¡±, cuenta Emilia mientras separa la ropa sucia. Para poner una lavadora tiene que conectar la goma del agua de los animales con la m¨¢quina. Y el agua se est¨¢ acabando, tambi¨¦n el pienso.
Emilia camina hacia la salida de la granja y trata de recordar por d¨®nde sol¨ªa ir con su padre y las ovejas. El paisaje que conoc¨ªa ha desaparecido. ¡°Me gustar¨ªa no vivir aqu¨ª. Llegar solo a trabajar, como si fuera una oficina, e irme a una hora¡±, comenta. El sonido que hac¨ªa el agua ese d¨ªa la acompa?a. Cuando cae la noche, da gracias de no estar sola.
Paiporta: solo se escuchan los gritos de los ni?os
Cuando amaneci¨®, solo se escuchaban los gritos de los ni?os. En un punto del barranco en su salida hacia el mar, a 44 kil¨®metros de la casa de Valent¨ªn, el agua ha arrancado cualquier objeto que se encontrara a menos de dos metros de altura. Y la casa de campo de Sergio y Encarna, en la entrada de Paiporta, estaba al l¨ªmite. Sin un edificio alto cerca al que subirse cuando los rode¨® el r¨ªo, los cinco ni?os de entre 11 meses y 6 a?os tuvieron que huir ¡ªjunto a su madre y Marina, la mujer que trabaja cuid¨¢ndolos¡ª por el techo de tejas hasta la casa de una vecina. Y desde una buhardilla alumbrada con candelabros y linternas, contaron cuentos para no pensar. La ¨²ltima noticia que hab¨ªa recibido Encarna del padre de sus hijos hab¨ªa sido hac¨ªa horas. Y era para despedirse: estaba subido al techo de una furgoneta hundida en medio de la carretera.
Sergio Plaza hab¨ªa salido con su cu?ado Juan Bosco en b¨²squeda de la mujer de este, pues hab¨ªa llamado asustada porque su casa se estaba inundando en Torrent. Pero cuando estaban a mitad de camino, en un atasco de coches, lleg¨® la ola.
¡ªYo esa noche di por hecho que no iba a sobrevivir. Que lo haya hecho no tiene una explicaci¨®n terrenal.
Cuando baj¨® un poco el agua, alg¨²n coche consigui¨® arrancar y dar marcha atr¨¢s, cuenta. Pero la furgoneta de Sergio se par¨®: ¡°Intent¨¦ abrir la puerta, ten¨ªa la mediana de mi lado izquierdo, as¨ª que no pod¨ªa. Cuando abr¨ª la derecha, empezaron a entrar ca?as y piedras. El agua iba a la altura del asiento, en un coche normal ser¨ªa ya por la manivela¡±. En ese momento, su cu?ado se tir¨® desde una de las ventanillas porque escuch¨® a una mujer llorando, que no pod¨ªa quitarle el cintur¨®n a sus hijos. ¡°Hab¨ªa muchos coches ya flotando. Y muchos gritos¡±.
¡°Yo no duermo desde hace tres semanas por ese momento¡±, cuenta. Cada vez que se mete en la cama y el cansancio le puede, vuelven los gritos, los pitidos de los coches bajo el agua, la desesperaci¨®n de todos por salir de ah¨ª, el sabor del lodo, la tierra en los ojos, la cara de una mujer agarr¨¢ndose a su camiseta lanzada como una cuerda improvisada, ¨¦l gritando el nombre de su cu?ado y descubrir que siempre estuvo a menos de 30 metros. Sus hijos y su mujer fueron rescatados por la UME al amanecer. Y todos, que se hab¨ªan dado por muertos varias veces esa madrugada, se reencontraron en una gasolinera: ¡°Cuando los vi, ya todo lo dem¨¢s me dio igual¡±.
Sergio tiene una agencia de viajes de peregrinaci¨®n cat¨®lica, Preferisco il Paradiso. Pero estos d¨ªas su principal trabajo consiste en tratar de que sus hijos lleven lo m¨¢s parecido posible a una vida normal. Que vuelvan al colegio, ¡°con uniformes, estuches y juguetes prestados¡±, porque se han quedado sin nada. Los primeros d¨ªas, una familia se sali¨® de un piso para dejarles entrar en su casa, les han prestado un coche grande y les han regalado otro. Cuando salieron de Paiporta, Sergio ni siquiera llevaba una camiseta: ¡°Ibamos por la autov¨ªa con los ni?os en pijama y llenos de barro caminando entre los coches destrozados¡±, recuerda.
Su hijo mayor, Rodrigo, se tapa los o¨ªdos y cierra los ojos cuando se habla de ese d¨ªa. La hija mayor estuvo varios d¨ªas sin hablar. ¡°Las noches son un infierno¡±, resume Encarna, que dos dias despu¨¦s de la dana se enter¨® de que estaba embarazada de su sexto hijo.
Sergio cuenta que al cerrar los ojos se repite la misma pesadilla, que no ha conseguido dormir m¨¢s de tres horas seguidas en un mes. Y que hay un momento exacto que hace que tenga que despertarse de golpe: ¡°Me vuelvo a subir a esa ladera, cojo unas hojas de naranjo para limpiarme los ojos y los abro por primera vez. Y entonces me doy cuenta de que ya no hay pitidos, la gente ya no chillaba, solo se escuchaba el agua, como una cascada...¡±. Y es ah¨ª cuando se despierta: ¡°Cuando vuelvo a ver y se hace el silencio¡±.