Paseando a Wilson
Wilson es un perro de aguas portugu¨¦s de cuatro meses y se ha convertido en mi tabla de salvamento. Le cuento todo lo que pienso. No necesito hacer yoga ni meditar ni aprender a cocinar cookies
Las pandemias infectan nuestro mundo y ponen de manifiesto los fallos, tambi¨¦n las bondades, de las sociedades en que vivimos. Sale lo peor y lo mejor de nuestro sistema econ¨®mico y social. De lo que somos. De repente, una frase, un gesto, un exceso te convierte en alguien que no quieres ser. O en alguien mejor. Te oyes en medio del silencio. Hasta ves, cuando sales a comprar el pan, al vecino que nunca antes hab¨ªas visto. Sientes demasiado. Haces esfuerzos para que la rabia no te alcance. Y que el sonido de las cacerolas no te nuble la cabeza. Aplaudes a los m¨¦dicos, al personal sanitario; gr...
Las pandemias infectan nuestro mundo y ponen de manifiesto los fallos, tambi¨¦n las bondades, de las sociedades en que vivimos. Sale lo peor y lo mejor de nuestro sistema econ¨®mico y social. De lo que somos. De repente, una frase, un gesto, un exceso te convierte en alguien que no quieres ser. O en alguien mejor. Te oyes en medio del silencio. Hasta ves, cuando sales a comprar el pan, al vecino que nunca antes hab¨ªas visto. Sientes demasiado. Haces esfuerzos para que la rabia no te alcance. Y que el sonido de las cacerolas no te nuble la cabeza. Aplaudes a los m¨¦dicos, al personal sanitario; gritas ¡°bravo¡± o ¡°visca¡±, dependiendo del momento. En estos pocos d¨ªas de confinamiento, de miedo por mi hija doctora, por mi hijo teletrabajando en M¨¦xico, por mi madre atada a su ox¨ªgeno, por un marido aislado en el Alentejo, me siento afortunada. Tengo a Wilson.
Wilson es un perro de aguas portugu¨¦s. Tiene cuatro meses. Es negro con pezu?as delanteras blancas; parece que lleva calcetines. La m¨¦dica de casa le puso el nombre en honor a la pelota con la que conversaba Tom Hanks en N¨¢ufragos. Una premonici¨®n. Se ha convertido en mi tabla de salvamento. Le cuento lo que pienso y me responde mordi¨¦ndome los tobillos. No necesito hacer yoga ni meditar ni aprender a cocinar cookies. Puedo salir a la calle a pasear a Wilson.
Estamos haciendo todos un cursillo intensivo de aprender a vivir con lo que hay y de tragarte las quejas
Paseo sin mascarilla ¡ªpara cuando la necesitaba ya no quedaba ni una en la farmacia¡ª y con guantes del supermercado. Comparo mi situaci¨®n con la de otros y me tapo la boca con un viejo pa?uelo que lavo todos los d¨ªas. Mi hija y mi yerno, ambos asignados al Covid-19, llevan mascarillas quir¨²rgicas sencillas y andan esperando, como tantos otros m¨¦dicos y personal sanitario, el famoso EPI (equipamiento de protecci¨®n individual). Estamos todos haciendo un cursillo intensivo de aprende a vivir con lo que hay, de tragarte las quejas antes de quedar como el m¨¢s tonto de la pandemia.
Wilson se ha convertido en un bien preciado. Llevo varias ofertas en Facebook para pasearlo. Si el coronavirus y el aislamiento duran mucho, los corredores desesperados nos har¨¢n propuestas en firme. Mi cachorro naci¨® en un pueblo cercano a Lisboa, pero su raza es propia del Algarve. Sus bisabuelos, antes de que la raza estuviera en peligro de extinci¨®n, sal¨ªan a pescar en el Atl¨¢ntico. Eran buenos y listos y los pescadores les pagaban el jornal con pescado. Salario variable; si no pescaban, no com¨ªan. La entrada en la Uni¨®n Europea y la innovaci¨®n de la pesca tuvieron un efecto devastador. Casi desaparecen.
Ver¨®nica y Lidia, dos se?oras latinoamericanas, no pueden quedarse en casa: necesitan el dinero; les pagan en negro
Cuando salimos a echar la meadita, nos cruzamos con otras personas. No muchas, al contrario de los maldicientes electoralistas de las redes, que critican a todo el que se mueve. Han olvidado que fueron sus partidos quienes recortaron el presupuesto de la Sanidad p¨²blica.
En la noche del domingo solo charlamos, manteniendo las distancias, con dos se?oras latinoamericanas que esperaban el autob¨²s. Ver¨®nica y Lidia intentaban volver a casa. Trabajan, respectivamente, limpiando en un domicilio y cuidando a una anciana. No pueden quedarse en su piso porque necesitan el dinero; les pagan por horas, en negro. En Espa?a hay, oficialmente, 501.000 mujeres y 78.000 hombres empleados en hogares particulares, cuidando ancianos o familias. A esas personas les toca ver el peor lado de la luna, el de la avaricia. Los abogados laboralistas no dan un dictamen claro sobre c¨®mo afrontar la situaci¨®n y aconsejan que las familias empleadoras lleguen a acuerdos privados. ?Bastar¨¢ con eso? Propongamos un masivo: ¡°paguen a los trabajadores de la limpieza para que puedan quedarse en su piso con sus familias¡±.
Al margen del esfuerzo p¨²blico, del dinero del Estado, cabe exigir apoyo privado. Ayudar a que sobrevivan algunos de los que nos rodean depende de cada uno de nosotros. Formamos parte, como resume el fil¨®sofo Daniel Innerarity, ¡°de una comunidad de afectados por el virus y deber¨ªamos ser m¨¢s capaces de compartir tanto el discurso como sus soluciones¡±. Aunque parezca mentira, hay personas y pol¨ªticos ¡ªni siquiera me apetece nombrarlos¡ª que siguen acusando al de al lado. En medio de una pandemia, qu¨¦ tal si nos dedic¨¢ramos a encontrar soluciones, a colaborar.
En la fruter¨ªa vecina pone en letras rojas, ¡°entren de uno en uno¡±. Wilson ladra atado en el exterior. Entra un se?or con dos ni?as y la due?a le se?ala el letrero. ¡°?Es por mi seguridad o por la suya?¡±, le suelta el tonto de turno. ¡°Por la de todos¡±, responde ella. Pues eso. Y a ver si llegan los EPI¡¯s y las mascarillas para quienes luchan en la trinchera.