Marcho porque tengo que marchar
El d¨ªa que coges un avi¨®n, eres un poco como el gato de Schr?dinger, que est¨¢s y no est¨¢s a la vez, depende de c¨®mo se mire: pendulas entre dos sitios y no acabas de estar en ninguno
No me cupieron las galletas en la maleta. Antes de coger el avi¨®n, quer¨ªa parar en Pandejuevo, el obrador de mi amigo Diego, a comprar unos botes de galletas para llevar a la redacci¨®n de vuelta a Barcelona, pero me pas¨¦ con los kilos ¡ªde ropa¡ª y, entre el abrigo de pa?o de Zara o las galletas de mantequilla, opt¨¦ por Amancio. Fatal amiga. Pero genial vestida.
No lo tendr¨¢n en cuenta los agraviados. Seguro. Todo se perdona el d¨ªa que te vas. Sobre todo, si marchas porque tienes que marchar y no porque quieras. En esas circunstancias, los adioses suelen ser m¨¢s amargos y las maletas, un ...
No me cupieron las galletas en la maleta. Antes de coger el avi¨®n, quer¨ªa parar en Pandejuevo, el obrador de mi amigo Diego, a comprar unos botes de galletas para llevar a la redacci¨®n de vuelta a Barcelona, pero me pas¨¦ con los kilos ¡ªde ropa¡ª y, entre el abrigo de pa?o de Zara o las galletas de mantequilla, opt¨¦ por Amancio. Fatal amiga. Pero genial vestida.
No lo tendr¨¢n en cuenta los agraviados. Seguro. Todo se perdona el d¨ªa que te vas. Sobre todo, si marchas porque tienes que marchar y no porque quieras. En esas circunstancias, los adioses suelen ser m¨¢s amargos y las maletas, un desastre. As¨ª que, entre lagrimones de brote f¨¢cil y la ropa arrugada a presi¨®n en la valija, se instala la plena indulgencia contigo. Porque ¡°pobri?a, tiene que marchar¡±.
El d¨ªa que coges un avi¨®n, eres un poco como el gato de Schr?dinger, que est¨¢s y no est¨¢s a la vez, depende de c¨®mo se mire: pendulas entre dos sitios y no acabas de estar en ninguno. Funcionas por inercia, con el piloto autom¨¢tico puesto, maldiciendo las cosas que seguramente habr¨¢s olvidado guardar en la maleta y lamentando las tareas pendientes al llegar.
El aeropuerto de Santiago tiene una administraci¨®n de loter¨ªa antes de pasar el control de seguridad. Antes sol¨ªa parar a hacer la primitiva, por si acaso. Pero hace tiempo que no. Prefiero concentrar la suerte en el control de explosivos y en que el avi¨®n no se caiga. No tengo armas ni me drogo, pero si mi sobre de sopa de pollo puede tener trazas de crust¨¢ceo, mi trolley tambi¨¦n puede contener huellas de escopeta o un poquito de popper. Qui¨¦n sabe.
El aeropuerto es, para m¨ª, como una amarga carrera de obst¨¢culos. Un lugar pintoresco, a menudo hostil, donde las botellas de agua cuestan m¨¢s de dos euros y en la tienda siempre queda el Hola. Un sitio donde nunca puedes bajar la guardia porque siempre pasan cosas: pitas en el arco de seguridad, te cambian la puerta de embarque a ¨²ltima hora, la maleta de mano no cumple las medidas y tienes que pagar su billete en la bodega¡ Cosas. Todas angustiantes.
No te acostumbras. Ni aprendes. Facturar la maleta grande, esa llena de por si acasos y donde tendr¨ªan que haber ido las galletas que no fueron, es un enga?o a tu yo de hace un rato. Miras al personal del mostrador con confianza, segur¨ªsima de que cumple el peso estipulado y depositas el bulto en la cinta con la fe ciega de que tu ojo de buen cubero no falla. Pero s¨ª, falla. Medio kilo de m¨¢s. Contienes el aliento y miras, en la lejan¨ªa, a tu madre, que espera pacientemente fuera de la cola por si se tiene que llevar de vuelta a casa alg¨²n pantal¨®n. Pero el empleado hace la vista gorda, engancha la pegatina a la maleta y vuelves a respirar profundo mientras la ves marchar dando tumbos por la cinta. Primer obst¨¢culo superado.
Sigue la agon¨ªa. Primero, las despedidas, llenas de te quieros y ¡°avisa cuando llegues¡±; luego, aguantando el lagrim¨®n, el ultim¨¢tum: ¡°Es la ¨²ltima vez que vuelvo a marchar¡±. Siempre igual. 10 a?os ya. Y sin mirar mucho atr¨¢s, porque si miras igual no marchas, emprendes camino hacia el control de seguridad.
Los a?os de experiencia te curten en las lides con el esc¨¢ner. Hay que ir preparado de casa. En los pies, zapato bajo, para que no te los manden quitar. El ordenador, a mano, y los l¨ªquidos, que sean pocos, peque?os y bien guardados y a la vista en la bolsa de congelados transparente que has robado de la cocina de casa. Toda prevenci¨®n es poca para que no te hagan abrir la maleta y empiecen a volar por los aires tus verg¨¹enzas.
Ante el arco de seguridad, eso s¨ª, est¨¢s vendido. A veces pita, a veces, no. Controles aleatorios, dicen. Y t¨² te miras, sinti¨¦ndote un poco terrorista y un poco narcotraficante, con el mismo bochorno con el que te giras en la puerta del Zara cuando suena esa sirena endemoniada porque la dependienta se ha olvidado de quitarte la alarma del abrigo de pa?o.
Y cuando por fin se han despejado las dudas sobre tu integridad moral, cuando das negativo en las pruebas de explosivos y drogas, recoges todos tus b¨¢rtulos, el ordenador, la bolsa de congelados y enfilas carrera en busca de los monitores que indican la puerta de embarque. Hay dos clases de personas en la vida: las que llegan cuando en la pantalla dice ¡°Embarcando¡± y las que alcanzan el monitor cuando reza: ¡°Tu puerta de embarque, en 60 minutos¡±.
La espera desespera. Siempre. M¨¢s si odias volar y no te f¨ªas de la aeron¨¢utica. Y da igual que te digan que es m¨¢s peligroso un coche que un avi¨®n. Tampoco te f¨ªas de las estad¨ªsticas. T¨² aguardas el momento de entrar al aparato volador con todo el temple que puedes, mirando a tu alrededor, al se?or de enfrente, a la pareja con dos cr¨ªos que ya no sabe qu¨¦ hacer para entretenerlos, y piensas que cualquiera de ellos puede sentarse a tu lado y ser la ¨²ltima persona que veas antes de morir estrellada. Un poco dram¨¢tica, tal vez, pero puede pasar.
Agradeces que no cambien la puerta de embarque a ¨²ltima hora, que no haya retrasos que alarguen tu agon¨ªa y, sobre todo, que pongan pasarela y llegues directa al avi¨®n, sin cruzar medio aeropuerto haciendo rally en un autob¨²s sobresaturado como lata de sardinas. Y te subes al avi¨®n, te abrochas el cintur¨®n y no te lo quitas nunca, por si acaso, porque si mueres en el accidente, que no sea por la estupidez de no llevar el cintur¨®n, que nunca se sabe.
Y despu¨¦s de hora y pico en tensi¨®n, afinando el o¨ªdo para detectar cualquier rumor extra?o del motor, como si fueses t¨² ingeniera aeron¨¢utica aunque no sepas ni cambiar la rueda del coche, aterrizas. Y encaras el ¨²ltimo obst¨¢culo de la odisea: salir de ah¨ª.
Salir, primero, del avi¨®n, sin que te aplasten las ansias de los de atr¨¢s ni los bolsos en la cabeza de los de delante. Y salir, al fin, de ese estado de trance que son los aeropuertos.
Cruzar al otro lado es el momento m¨¢s dram¨¢tico del que marcha porque tiene que marchar. Que se abran las puertas y fuera, en la terminal de llegadas, con carteles y sonrisas, decenas de personas esperen a alguien que no eres t¨². Cuando pasa eso, mi jefa, Ana Pantaleoni, dice que saluda efusivamente con el brazo en alto mirando a la multitud, como si alguno de esos la esperase a ella. Yo, agacho la cabeza y camino sola, invisible como un fantasmico, hacia la parada de taxis mientras me repito: ¡°Es la ¨²ltima vez que vuelvo a marchar¡±. Siempre igual. 10 a?os ya.
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