El fr¨ªo
Me acerqu¨¦ a la bocacalle y vi a los dos empleados del Samur. Comprend¨ª que algo grave estaba pasando
El mi¨¦rcoles pasado, a las diez de la noche, caminaba por el centro de Madrid, a un paso de la plaza del Callao. Iba con las manos metidas en los bolsillos, arrebujado en el chaquet¨®n. De la sierra se descolgaba un viento helado que barr¨ªa la Gran V¨ªa y te cortaba la cara. Al fondo de una bocacalle, distingu¨ª un destello silencioso de luces azules sobre un coche y pens¨¦ que la polic¨ªa iba a detener o estaba deteniendo a alguien, que se acababa de producir un accidente, en fin, que algo malo estaba pasando o acababa de pasar, algo grave. El lugar al que yo iba se hallaba m¨¢s all¨¢ de esa bocacal...
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El mi¨¦rcoles pasado, a las diez de la noche, caminaba por el centro de Madrid, a un paso de la plaza del Callao. Iba con las manos metidas en los bolsillos, arrebujado en el chaquet¨®n. De la sierra se descolgaba un viento helado que barr¨ªa la Gran V¨ªa y te cortaba la cara. Al fondo de una bocacalle, distingu¨ª un destello silencioso de luces azules sobre un coche y pens¨¦ que la polic¨ªa iba a detener o estaba deteniendo a alguien, que se acababa de producir un accidente, en fin, que algo malo estaba pasando o acababa de pasar, algo grave. El lugar al que yo iba se hallaba m¨¢s all¨¢ de esa bocacalle as¨ª que me no me quedaba m¨¢s remedio que pasar al lado. Tuve algo de miedo. A los pocos metros descubr¨ª que las luces no eran de la polic¨ªa, sino de una ambulancia del Samur.
Respir¨¦ aliviado. Dos empleados municipales, muy j¨®venes, uno con gafas, otro con el pelo largo, vestidos de naranja, envueltos en unos impermeables, conversaban con un mendigo, un hombre mayor recostado en un colch¨®n echado en la acera. Le mostraban un documento que el otro examinaba de cerca.
Yo iba a su encuentro, aunque me encontraba a¨²n demasiado lejos como para o¨ªr claramente lo que se dec¨ªan. Pero ve¨ªa que el hombre mayor subido en el colch¨®n temblaba levemente y se envolv¨ªa con mucho trabajo en un revoltijo de mantas sucias.
El term¨®metro de una parada de autob¨²s por la que hab¨ªa pasado hac¨ªa minutos marcaba, creo, cinco grados de temperatura. Pens¨¦ que con la pinta chunga que ten¨ªa la noche, con el cielo empapelado de nubes, era muy posible que esos cinco grados se esfumaran en un par de horas. Tambi¨¦n que una llovizna de madrugada acabara de arruinarlo todo. El operario del Samur del pelo largo insist¨ªa en algo, hac¨ªa gestos. Su compa?ero, el de las gafas, asent¨ªa con la cabeza mientras se?alaba al papel. El viejo del colch¨®n parec¨ªa decir que s¨ª, que vale, pero comprob¨¦ que dudaba, como si lo que lo que estuvieran proponiendo, fuera lo que fuera, no le convenciera del todo.
Al lado del colch¨®n hab¨ªa una bolsa con galletas, un cart¨®n de vino, algo parecido a un bocadillo. Ya me hab¨ªa acercado lo suficiente como para entender lo que el empleado de las melenas dec¨ªa al hombre. Le hablaba tranquila pero muy terminantemente. Le propon¨ªa con seriedad un lugar donde pasar la noche, un albergue o un centro social. Comprend¨ª de golpe que, aun sin la presencia de la polic¨ªa, aquello que estaba sucediendo en esa bocacalle a esa hora era muy grave. M¨¢s grave que una detenci¨®n, que un accidente. ¡°Coja el papel, vaya a ese sitio¡±, insist¨ªa el del pelo largo, que a?adi¨® con un estremecimiento en la voz: ¡°?No se va a dejar morir aqu¨ª, no?¡±. ¡°No, no, traiga, traiga¡±, dijo el viejo, pero me dio miedo otra vez, porque la respuesta son¨® de tal modo que parec¨ªa que le importaba m¨¢s quedar bien con el del Samur que su propia vida.
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