De los cipreses del Bosque del Recuerdo a la casa de Legan¨¦s donde se suicidaron los autores de la masacre. Una d¨¦cada despu¨¦s del peor atentado de la historia de Espa?a, viajamos con la imagen y la palabra a los escenarios de la tragedia
Por SAMUEL S?NCHEZ (fotograf¨ªa)
LUZ S?NCHEZ-MELLADO (textos)
NAVEGACI?N VERTICAL PARA VER LAS DISTINTAS FOTOS
Los cipreses son ¨¢rboles resistentes, orgullosos y obstinados. No se van por las ramas. Crecen a lo alto, divinos ellos, hasta medio metro al a?o, sin nada que les distraiga de su obsesi¨®n por tocar techo. Los olivos, sin embargo, son especie pragm¨¢tica. Domesticados por el hombre durante milenios, tienen una misi¨®n en su vida, que puede ser centenaria: dar cuantos m¨¢s frutos mejor para sus amos. Por eso se expanden a lo ancho y no crecen m¨¢s all¨¢ de una altura que permita a los humanos hacerse con ellos. Da gusto observar c¨®mo conviven cipreses y olivos en el Bosque del Recuerdo del parque del Retiro de Madrid. Como Quijotes y Sanchos. Espirituales los primeros, terrenales a rabiar los segundos. Hay plantados 170 cipreses y 22 olivos en este promontorio, una especie de espiral hacia el cielo ideada como homenaje de la ciudad a los fallecidos en los atentados. Uno por cada asesinado. Hay otros monumentos, otros memoriales, pero es aqu¨ª donde las familias prefieren recordar a los suyos cada 11-M de cada a?o desde el primer aniversario. Quiz¨¢ porque, lejos del bronce y el granito de las estatuas y las placas, los ¨¢rboles est¨¢n vivos, como ellos en su recuerdo. No hay un nombre para cada uno, pero puede que haya a quien consuele imaginar que uno de esos Quijotes, o de esos Sanchos, encarna la inconsolable ausencia de su ser querido. En diez a?os, alguno ha enfermado, ha muerto incluso, y ha tenido que ser trasplantado o sustituido por un ejemplar joven. Pero tambi¨¦n hab¨ªa ancianos, y enfermos, y ni?os entre los ca¨ªdos en las v¨ªas. As¨ª es la vida. Hay alrededor del Bosque un hondo silencio. Lejos y cerca, sin salir del parque, los cr¨ªos juegan al pilla-pilla, los adolescentes se comen a besos y un centenar de abuelos en ch¨¢ndal hacen gimnasia sueca a las ¨®rdenes de un monitor hiperactivo. Seguro que alguno, all¨¢ por noviembre o diciembre, sali¨® con los bolsillos llenos de las aceitunas del Bosque del Recuerdo. Nadie las recoge, pero nunca queda una.
El caol¨ªn es una arcilla muy blanca y muy pura tan presente como el negr¨ªsimo carb¨®n en las tripas de Asturias. Desde vajillas hasta retretes, pasando por medicamentos contra la acidez de est¨®mago, llevan caol¨ªn en su composici¨®n qu¨ªmica. La empresa Caolines de Merill¨¦s se dedica a la extracci¨®n de este mineral para la producci¨®n de yeso blanco y gres, materiales muy demandados por el sector de la construcci¨®n, en plena cresta de la ola en 2004. Su mina Conchita, en el id¨ªlico paraje de Calabazos, cercano al concejo de Belmonte de Miranda, estaba a pleno rendimiento. Cada d¨ªa, los picadores se autoabastec¨ªan de dinamita para arrancar el caol¨ªn de su lecho p¨¦treo y dejaban el sobrante donde pillaban. Nadie, qued¨® claro en el juicio, llevaba el control ni la cuenta exacta del trasiego. En las zonas mineras asturianas, los explosivos forman parte del paisaje. No es ins¨®lito distraer peque?as cantidades para uso casero, desde el derribo de una linde hasta la pesca furtiva de truchas en los r¨ªos. Algunos, adem¨¢s del miedo, les perdieron el respeto. Al menos 200 kilos de Goma 2 ECO y EC procedentes de la mina Conchita fueron usados por los terroristas para fabricar las bombas de los trenes del 11-M. No es f¨¢cil llegar a este enclave de monta?a, escarpado, boscoso y lleno de escondrijos naturales. No hay letreros, ni se?ales, ni referencias que indiquen el camino a la bocamina, a dos kil¨®metros largos de la casa m¨¢s cercana. Solo alguien que lo conociera como la palma de su mano pudo guiar hasta aqu¨ª a Jamal Ahmidan, El Chino, jefe de la log¨ªstica de los terroristas. Y ese fue Emilio Su¨¢rez Trashorras, exminero de la Conchita, prejubilado por esquizofrenia y reconvertido en narcotraficante de pocas luces, mucha avaricia y ning¨²n escr¨²pulo. Trashorras y Ahmidan, delincuentes de baja estofa hasta entonces acostumbrados a pulular por los m¨¢rgenes del sistema, llegaron a un acuerdo sencillo: explosivos por droga. Ahmidan dispon¨ªa del hach¨ªs de Marruecos; Trashorras, del polvor¨ªn de la Conchita. La noche del 28 al 29 de febrero de 2004, a?o bisiesto, Ahmidan llen¨® el maletero de un Toyota Corolla con la mort¨ªfera carga y puso morro a la casa de Morata de Taju?a. El resto est¨¢ en los papeles. Mina Conchita cerr¨® en septiembre de 2004, seis meses despu¨¦s de la masacre. Algunos dicen que por bajo rendimiento. Otros, que para correr un tupido velo. Caolines de Merill¨¦s afront¨® la multa de 150.000 euros a la que fue condenada por su ¡°absoluto descontrol¡± de los explosivos. El Chino se vol¨® en Legan¨¦s con la misma dinamita con la que mat¨® a 192 inocentes. Trashorras cumple condena de 34.715 a?os y seis meses. Emilio Llano, vigilante de la Conchita, pas¨® dos a?os en prisi¨®n, fue absuelto y muri¨® de c¨¢ncer a los 50 a?os, en 2010, esperando jubilarse. Muchos compa?eros de Caolines est¨¢n en el paro: la construcci¨®n ya no tira.
La casa de Morata no est¨¢ en Morata. Est¨¢ en el t¨¦rmino del vecino Chinch¨®n, el pueblo del an¨ªs, y en la apacible villa del Taju?a est¨¢n cansados de repet¨ªrselo a los forasteros que, a¨²n hoy, siguen preguntando a los abuelos que toman el sol en la plaza mayor, que, como la de Chinch¨®n, se convierte en coso taurino cuando llega la feria. En marzo de 2004, la casa de Morata se compon¨ªa en realidad, de cuatro paredes de bloques de hormig¨®n, un altillo encaramado al tejado, una piscina vac¨ªa y un cobertizo plantado en medio de un secarral de matorrales. La t¨ªpica parcela r¨²stica que se compra con la idea de levantar un chamizo, luego una cocina y un aseo, e ir haci¨¦ndose fuerte en el terreno para lograr la legalizaci¨®n por la v¨ªa de los hechos consumados. Ni agua, ni luz, ni calefacci¨®n ten¨ªa la vivienda. Un pozo, un generador y una chimenea de le?a hac¨ªan las veces. Fue aqu¨ª donde El Chino y su grupo establecieron su guarida con vistas a preparar su misi¨®n en la Tierra. Ahmidan alquil¨® el inmueble por 2.520 euros a su propietaria, Nayat Fadal Mohamed, esposa de un activista de Al Qaeda en prisi¨®n, que la hab¨ªa levantado para uso y disfrute de su se?ora y sus ni?os. Aqu¨ª cavaron un zulo. Almacenaron la dinamita de Asturias. La repartieron en al menos 13 mochilas. Conectaron los detonadores a otros tantos tel¨¦fonos m¨®viles corrientes de la ¨¦poca. Programaron las alarmas para que con su vibraci¨®n detonaran las bombas. Cogieron una furgoneta Renault Kangoo blanca robada semanas antes y a las seis de la ma?ana del 11 de marzo salieron hacia la estaci¨®n de Alcal¨¢ de Henares para volver con 191 muertos a sus espaldas. Pero antes de todo eso tambi¨¦n disfrutaron de la casa, y del campo, y de la vega del r¨ªo que da nombre al pueblo. Llevaron a sus mujeres y a sus ni?os. Hicieron una barbacoa en la fiesta del cordero. La casa no era un palacio, pero el entorno es agradable, tranquilo y a 45 minutos de la Puerta del Sol por la carretera de Valencia. Eso debi¨® de pensar tambi¨¦n su actual propietario. La finca n¨²mero 2 del pol¨ªgono 22 del t¨¦rmino de Chinch¨®n tiene su encanto. Seguramente Nayat no pudo seguir pag¨¢ndola y sali¨® a subasta. Seguramente alguien aprovech¨® el chollo. Alguien que no quiere hablar de trenes, de bombas, ni much¨ªsimo menos de los antiguos inquilinos del lugar que ahora habita. Un chalecito pintado de un alegre color albero con una coqueta piscina esperando que llegue el buen tiempo. En el seto que delimita la finca, una hilera de cipreses sempervirens elevan sus agujas al cielo.
El 11 de marzo de 2004, al salir del cole, Irene Matas, de seis a?os, pint¨® un lazo negro con un rotulador gordo en una hoja de su bloc cuadriculado y lo peg¨® en la puerta de su adosado. Esa ma?ana, los padres de su compa?era Sandra se presentaron a recogerla antes a clase porque su t¨ªa hab¨ªa muerto en los trenes de las bombas. La profesora les hab¨ªa puesto de deberes hacer un cresp¨®n para el aula, pero a Irene se le debi¨® de hacer poco y decidi¨® colgar otro en su casa, para que lo viera todo el mundo. Otros 26 de los fallecidos viv¨ªan, como la t¨ªa de Sandra, en Alcal¨¢ de Henares. No es casualidad. Alcal¨¢ fue la estaci¨®n de salida de tres de los cuatro trenes del 11-M y la parada m¨¢s populosa del cuarto, que ven¨ªa de Guadalajara por la misma l¨ªnea C-2, la del Corredor del Henares, una de las m¨¢s concurridas de la red de cercan¨ªas madrile?a. Quiz¨¢ por eso la eligieron los terroristas para abordar los ferrocarriles, cargados con sus mort¨ªferas mochilas, despu¨¦s de aparcar su furgoneta antes de las siete de la ma?ana frente a un colegio en una de las calles aleda?as, atestadas siempre de los coches de esos viajeros de ida y vuelta. Gente con prisa y con sue?o que va cada d¨ªa al trabajo, al estudio, al m¨¦dico. Hoy, como entonces, r¨ªos de pasajeros se apuran para coger su tren al vuelo y miran, sin ver, el conjunto escult¨®rico que preside el atrio. El homenaje de la ciudad a sus muertos. Un grupo de hombres, mujeres y ni?os varados para siempre camino a ninguna parte, como quedaron los cuerpos sobre las v¨ªas. El paisaje ha cambiado poco, pero el paisanaje ya no es el mismo. Ya no cogen el tren los parados, ni los chicos que han dejado los estudios, ni los inmigrantes que han vuelto a sus pa¨ªses. El paro, los desahucios, la pobreza. La crisis no era noticia en los diarios gratuitos que le¨ªan los pasajeros en 2004. Alcal¨¢ bull¨ªa y era no solo el origen, sino tambi¨¦n el destino de muchos de ellos. Ahora, con la legendaria factor¨ªa de Roca diezmada por un ERE y la industria reducida a escombros, el casco viejo, tan fotog¨¦nico que sirvi¨® de marco a un anuncio de la Marca Espa?a, exhala una tristeza que tratan de mitigar los hosteleros librando cada fin de semana una incruenta guerra de tapas y precios. El lazo negro de Irene sigue colgado en su puerta. Al principio, la gente preguntaba si estaban de luto por alguien concreto. Por todos, respond¨ªan sus padres. Despu¨¦s, nadie reparaba en ¨¦l, como nadie repara, por cotidianas, en las v¨ªas del tren que parten en dos el pueblo. Hasta que un d¨ªa, no hace tanto, el cresp¨®n se cay¨® de puro viejo y a Irene, ya una adolescente de 16 a?os, le falt¨® tiempo para pintar otro y colgarlo en el mismo sitio. Ah¨ª sigue.
Los trenes de cercan¨ªas madrile?os pueden presumir de puntualidad brit¨¢nica en el coraz¨®n de la meseta. Las v¨ªas, las unidades, las catenarias, son las m¨¢s mimadas de la red por la cuenta que les tiene a los gestores de Renfe. Y a los pol¨ªticos. Los AVE pueden ser la joya de la corona, pero las cercan¨ªas son la base del negocio. Y de los votos. Millones de viajeros las utilizan a diario para procurarse el sustento, y con las cosas de comer no se juega. Un retraso es una bronca; dos, un parte; tres, tal y como est¨¢ el mercado, puede ser un despido. Los terroristas, como los pasajeros habituales, se sab¨ªan de memoria la cadencia de salmodia del rosario de paradas de la l¨ªnea del Corredor del Henares desde Alcal¨¢ hasta Atocha. Programaron la hora exacta de la explosi¨®n de las bombas con el planillo de horarios en la mano para que los trenes estallaran en las estaciones. As¨ª se aseguraban el mayor n¨²mero de v¨ªctimas: los viajeros del convoy y los que esperaban en los andenes. A las 7.41 y las 7.42, respectivamente, casi nadie se baja del tren que va hacia Atocha en El Pozo y Santa Eugenia. A esa hora, los vecinos de estos populosos barrios trabajadores se suben a los vagones con destino a sus quehaceres en la metr¨®poli. El Pozo fue la tumba para 67 personas; Santa Eugenia, la ¨²ltima estaci¨®n para 16 hombres y mujeres. Murieron in itinere, en el viaje, evocadora expresi¨®n con la que la legislaci¨®n laboral define los percances sufridos por los trabajadores de camino o de vuelta a sus puestos de trabajo. Y eso eran la mayor¨ªa de las v¨ªctimas. Espa?oles y extranjeros. Con y sin papeles. Algunos eran alba?iles que iban a levantar las casas de las que despu¨¦s desahuciar¨ªan a otros. Otros, estudiantes que ahora deshinchan sus curr¨ªculos para optar a un empleo basura. Tambi¨¦n mujeres que iban a limpiar casas y a cuidar a ancianos que ahora mantienen con su pensi¨®n a sus hijos y sus nietos. Pero lo suyo no fue un accidente. Ni laboral, ni ferroviario. Antonio Delgado, maquinista del tren que estall¨® en El Pozo, sali¨® ileso. De cuerpo, que no de esp¨ªritu. Su tren, un 450, o buque en la jerga del oficio, fue el ¨²nico de dos plantas de los afectados. Una nave de secano con capacidad para 2.000 personas. Por eso quiz¨¢ fue el m¨¢s letal aquel d¨ªa de muerte. Delgado volvi¨® al tajo a los seis d¨ªas, pero despu¨¦s pidi¨® el traslado a su tierra. Ya no gu¨ªa su buque. Hoy, si usted aborda el tren n¨²mero 14 de la red de cercan¨ªas madrile?a, un convoy de dos pisos y cinco vagones en vez de los seis reglamentarios, sepa que entra en el tren que vol¨® en El Pozo del T¨ªo Raimundo.
Dicen que ya casi no se encuentran objetos perdidos en los trenes de cercan¨ªas. Ni paraguas ni gafas ni bolsos ni libros ni mucho menos tel¨¦fonos m¨®viles. Seg¨²n han ido arreciando la crisis y el paro, ha ido menguando la cosecha de olvidos que recogen de los vagones los empleados de la limpieza al final de la jornada. No est¨¢n los tiempos como para quitarle el ojo a las pertenencias y exponerse al riesgo de perderlas por la acci¨®n de los descuideros o la omisi¨®n del propio despiste. Un vistazo al pasaje de un tren cualquiera de un d¨ªa cualquiera a una hora cualquiera basta para comprobar que los viajeros se abrazan a sus haberes como beb¨¦s koalas a sus mayores. Como si les fuera la vida en ello. La bandolera bajo el ala, el abrigo sobre el regazo, la tartera de dise?o con el rancho de casa y el m¨®vil tatuado a la palma de la mano, por si acaso. Sobre todo, el m¨®vil, la posesi¨®n m¨¢s preciada para muchos. Y su mejor compa?ero de viaje. El artilugio que en 2004 sirvi¨® para detonar las bombas de la muerte es hoy la radio, el libro, la c¨¢mara de fotos, el peri¨®dico y el culpable del silencio casi absoluto que reina en los vagones, a excepci¨®n de la cantinela de la megafon¨ªa que anuncia las estaciones. Nadie habla con nadie en voz alta. Bueno, todo el mundo alterna con todo el mundo a trav¨¦s de sus pantallas menos con la persona de carne y hueso con la que viaja codo con codo. Tampoco ya nadie vigila a nadie. Los viajeros veteranos recuerdan c¨®mo, los primeros d¨ªas, semanas y meses despu¨¦s de los atentados, se les iba involuntariamente la vista a cualquiera con aspecto magreb¨ª y una mochila a la espalda o a cualquier bulto abandonado en cualquier sitio. Entonces, muchos trenes fueron desviados de su ruta a v¨ªa muerta para comprobar realmente que las falsas alarmas eran falsas. Hoy, los revisores de la compa?¨ªa y guardias de seguridad privados peinan aleatoriamente los vagones, pero cualquiera que coja el tren cada d¨ªa sabe que nada es imposible. Una bater¨ªa de tornos autom¨¢ticos que ceden con el billete es el ¨²nico control que franquean 1.500 almas que viajan juntas sentadas o a pie derecho en plena hora punta. Doscientas mil al d¨ªa se cruzan en la l¨ªnea C-2, con su t¨ªtulo de transporte en el bolsillo como ¨²nico salvoconducto. Pero tambi¨¦n hay horas valle, en las que el tren es un ameno paseo por la ciudad sin l¨ªmites que es el este de la corona metropolitana madrile?a. Y horas golfas, como las seis de la ma?ana de s¨¢bados y domingos, cuando los maquinistas recogen de los andenes y devuelven puntualmente al redil paterno a los j¨®venes que vuelven a casa tras apurar la noche como si les fuera la vida en ello.
Es la se?al. Cuando el tren cruza el puente de la M-30 y asoma a la derecha una muralla de bloques de viviendas tan cercanos a la v¨ªa que casi se puede ver la marca de los vaqueros puestos a secar en alguna terraza es que Atocha est¨¢ a medio minuto. La calle de T¨¦llez, barrio de Pac¨ªfico, Madrid-Madrid en estado puro, es la recta final del viaje. El ¨²ltimo paisaje urbano que ven los pasajeros antes de que el llamado por los castizos T¨²nel de la Risa engulla al cercan¨ªas y lo convierta, de hecho, en un metro pesado que horada las tripas de la ciudad hasta el mism¨ªsimo coraz¨®n de la Castellana. Muchos, al divisar las colmenas de T¨¦llez, se levantan, se ponen el abrigo, se cuelgan el bolso o la mochila del port¨¢til y cogen sitio cerca de la puerta para salir pitando en cuanto el primero abra la veda a la estampida. Aqu¨ª, tambi¨¦n es donde los maquinistas reducen la velocidad al m¨ªnimo, o incluso detienen su unidad para hacer tiempo y entrar ordenadamente al redil de Atocha si se lo ordenan los factores, para desesperaci¨®n de un pasaje siempre impaciente y con los minutos contados. Parados en T¨¦llez estaban los pasajeros procedentes de Alcal¨¢ a las 7.39 del 11 de marzo de 2004 cuando explotaron las bombas. Ninguno lleg¨® a tiempo a su destino. Cincuenta y nueve fallecieron, doscientos quedaron malheridos. De los balcones de T¨¦llez, adem¨¢s de los cristales rotos por la onda expansiva, empezaron a llover primero gritos, luego l¨¢grimas y despu¨¦s mantas. Las arrojaban los vecinos, antes de lanzarse ellos mismos a la calle para ofrecerse a ayudar en lo posible a los yacentes en las v¨ªas y a los supervivientes que caminaban como zombis frente por frente de sus cocinas. Alguno, como Alin Stuparu, mozo de obra rumano de 24 a?os, al que las bombas le arrancaron una pierna y casi la vida de cuajo, fue despu¨¦s realojado aqu¨ª mismo, en unos pisos adaptados para discapacitados de la Cruz Roja. Desde esa ma?ana, el muro de T¨¦llez se convirti¨® en un altar laico que respetan hasta los grafiteros m¨¢s irredentos. Algunos deudos han colocado retratos de los suyos en el que fue, de hecho, su lecho de muerte. Los trenes siguen aminorando o deteniendo la marcha a su paso con el correspondiente fastidio y concierto de bufidos del pasaje. Pero siempre, en cada trayecto hay alguna mirada perdida para aquellos que fueron compa?eros de viaje.
No llegar tarde. Ese es el objetivo. Abordar cuanto antes las escaleras mec¨¢nicas y alcanzar el vest¨ªbulo donde cada uno abandonar¨¢ el reba?o del tren y tirar¨¢ por su lado. Los segundos cuentan para enlazar con el metro, el bus, el AVE o, los menos, el avi¨®n de Barajas que les llevar¨¢ a su destino final tras atravesar la necesaria escala t¨¦cnica en el cruce de v¨ªas y vidas que es a fin de cuentas la estaci¨®n de Atocha. Los viajeros de cercan¨ªas m¨¢s madrugadores van a lo que van ¡ªal trabajo, al estudio, a una cita¡ª y no se fijan en florituras. Ensimismados en sus cascos, en sus pantallas, en lo que les espera ah¨ª fuera el resto del d¨ªa, pocos miran hacia arriba. No ven la majestuosa c¨²pula de columnas que dibuj¨® el premio Pritzker Rafael Moneo para competir dignamente con la marquesina de hierro de la estaci¨®n antigua, tan airosa, tan decimon¨®nica, tan moderna en su ¨¦poca. Pero el pasajero de hora punta va a lo suyo y no mira a nada ni a nadie. Ligero de equipaje, un trolley a lo sumo los fijos del AVE, sabe exactamente d¨®nde va y camina con el piloto autom¨¢tico sorteando la primera carrera de obst¨¢culos ¡ªlos tornos, las colas, los pesados que van pisando huevos¡ª de la jornada. Por eso, en las rampas autom¨¢ticas, la gente se ci?e por inercia a su derecha. Para que los ansiosos de las prisas puedan subirlas a zancadas sin llev¨¢rselos por delante. Se ve en las im¨¢genes de las tres explosiones del tren de Atocha que captaron las c¨¢maras de seguridad del recinto el 11 de marzo de 2004. Gente subiendo a toda prisa a la superficie mientras, detr¨¢s, varias bolas de fuego y metralla dejan 29 vidas y 176 heridos bajo tierra. Desde entonces, las cosas han cambiado en esta encrucijada de caminos. Pero no tanto. Los tornos se han sofisticado y son supuestamente m¨¢s inexpugnables a los polizones, pero siguen salt¨¢ndoselos a la torera. Los trenes m¨¢s viejos, como los cedetis 446 y el buque 450 de los atentados, est¨¢n siendo sustituidos por los modernos Civia, con su climatizador a la d¨¦cima de grado, pero cada vez hay m¨¢s personas pidiendo para comer entre el pasaje. Los ferrocarriles de media distancia se mueren de risa en los hangares al haber sido suprimidas sus rutas mientras una bandada de j¨®venes y prohibitivos AVE a Barcelona, Toledo, M¨¢laga, Valencia y Alicante despega del nido de la nov¨ªsima Atocha. Puede que ahora los viajeros vayan leyendo la prensa en una tableta de cristal l¨ªquido en vez de mancharse los dedos con la tinta de los gratuitos, pero seguro que muchos, como entonces, est¨¢n contando las horas que faltan para coger el tren de vuelta a casa.
Hace fr¨ªo aqu¨ª dentro. Mucho. Los pies se embotan y una corriente que no procede de fuera sino que parece generada por uno mismo como mecanismo de defensa frente a un ambiente inh¨®spito tensa el espinazo. Dan ganas de salir por piernas de esta inmensa caja ciega, sin m¨¢s ventanas que los muelles de mercanc¨ªas, plantada en medio del marem¨¢gnum de contenedores, hoteles de paso y autopistas atestadas que es, propaganda aparte, la Feria de Congresos de Madrid. Estamos en el pabell¨®n 6 de Ifema. El no lugar perfecto. Un limbo con todos los equipamientos para convertirse en para¨ªso o en infierno a demanda del cliente. En el desfile de seres bell¨ªsimos de la Pasarela Cibeles. En la org¨ªa de los sentidos de Madrid Fusi¨®n. En el escaparate de la genialidad y la vanidad de los presuntos artistas de Arco. Pero tambi¨¦n en la ¨²ltima estaci¨®n en la tierra para los 191 cuerpos destrozados por las bombas en los trenes. Este era el destino al que llevaban, gratis, los taxistas aquel jueves de marzo a quienes les daban el alto y, al subir, no pod¨ªan ni articular la direcci¨®n a la que iban, ahogados en su propio llanto por no saber qu¨¦ hab¨ªa sido de los suyos. Aqu¨ª, deprisa y corriendo, como todo en aquel d¨ªa terrible, se mont¨® la central de informaci¨®n a las familias, la sala de autopsias, el gabinete de identificaci¨®n de los cad¨¢veres, el dep¨®sito de sus pertenencias y el puerto de salida de los coches f¨²nebres hacia sus sepulturas. Hac¨ªa fr¨ªo ese jueves en Madrid. Mucho. Aun as¨ª, hubo que refrigerar el espacio por respeto a los que estaban de cuerpo presente. No es ese hielo, sin embargo, lo que recuerdan los que pasaron aqu¨ª 12, 20, 36 horas trabajando o esperando noticias de sus m¨¢s amados. Forenses, polic¨ªas, psic¨®logos, padres, hijos, hermanos y parejas anhelantes por saber y no saber lo que m¨¢s tem¨ªan recuerdan la sangre, el sudor y las l¨¢grimas. Y los m¨®viles de los difuntos sonando hasta que se les acab¨® la bater¨ªa. Hoy el pabell¨®n 6 est¨¢ vac¨ªo como un taxi libre. Es cuesti¨®n de tiempo que alguien lo llene de artificio, calor y vida para vendernos algo. La feria de las vanidades contin¨²a. Al fin y al cabo, es lo que nos hace soportable el tedio de los d¨ªas, la angustia de levantarse cada ma?ana, el dolor por los muertos. Y lo que da de comer a los vivos.
Deambulaban ciegos, sordos, mudos. Con los ojos empa?ados por la sangre, los o¨ªdos reventados por la onda expansiva y la boca incapaz de pronunciar palabra inteligible. Los conductores del endiablado tr¨¢fico de las ocho de la ma?ana en la glorieta de Carlos V ¡ªAtocha para el mundo¡ª se toparon con un desfile de muertos vivientes invadiendo la calzada el jueves 11 de marzo de 2004. Sal¨ªan a decenas de la estaci¨®n de cercan¨ªas. Tambaleantes, con la ropa colgando en harapos, desorientados. Alguno, incluso, lleg¨® solo hasta el parque del Retiro y estuvo perdido dando vueltas todo el d¨ªa hasta que le encontraron las asistencias. Adem¨¢s de los 191 fallecidos en los trenes, y del GEO Francisco Javier Torronteras, muerto en la explosi¨®n en la que se inmolaron los terroristas en Legan¨¦s el 3 de abril, m¨¢s de 2.000 personas resultaron heridas en los atentados. T¨ªmpanos rotos, miembros amputados, pulmones deshechos, cuerpos y mentes traumatizadas no de muerte, pero s¨ª de gravedad extrema. Del sufrimiento de los vivos se encargaron los m¨¦dicos del cuerpo y los del esp¨ªritu. Dicen los psic¨®logos que su trabajo consiste en que las v¨ªctimas dejen de serlo. Que dejen de percibirse a s¨ª mismas como tales, integren el trauma en el discurrir de su vida y recuperen el pulso necesario para seguir con su existencia. Pero el golpe fue terrible. Gente que iba al trabajo, o a la universidad, o a un recado, se despert¨® en una UVI, llena de cables y tubos, con los suyos mir¨¢ndoles como si hubieran resucitado. Hubo quien le dijo al m¨¦dico que estaba en el hospital porque se hab¨ªa ca¨ªdo de un andamio y en la ambulancia hab¨ªa so?ado que iba en un tren que explotaba y se despertaba rodeado de muertos. Otro, al abrir los ojos y ver a una enfermera con rasgos orientales, pens¨® que le hab¨ªan secuestrado y hab¨ªan vendido sus ¨®rganos al mercado negro. A un chaval en coma de 18 a?os, se le cay¨® una l¨¢grima cuando su m¨¦dico le dijo que hab¨ªa ido a votar por ¨¦l en las elecciones del 14-M. Estaban en su mundo. Se quedaron sin mapas. Algunas no los han recuperado del todo y viven a tientas y con muletas. Pero la mayor¨ªa sigue su vida. No son v¨ªctimas, sino supervivientes. No se puede vivir eternamente muerto por dentro. Tambi¨¦n la ciudad, y el pa¨ªs, pas¨® su duelo. Los altares y las flores y los peluches de Atocha se acabaron retirando, y hoy el lucernario del monumento a las v¨ªctimas alberga los nombres de los ausentes y los mensajes que los que viven quisieron dejarles en prenda.
Por la piscina. Por el jard¨ªn. Por los ni?os. Hace quince, veinte a?os, cientos de miles de parejas hicieron cuentas, compraron a precio de oro una casa en las afueras, se juramentaron amor eterno aunque solo fuera para pagar la hipoteca, y se pusieron a la tarea de trabajar de sol a sol y multiplicar la especie. Legan¨¦s Norte es el paradigma del ensanche de la periferia de las grandes ciudades. Avenidas de tres carriles por banda cosidas por rotondas como planetas y pespunteadas de manzanas con vistas al modesto oasis de una pileta azul cloro. El 3 de abril de 2004 era s¨¢bado. Hab¨ªa partido del Real Madrid y Antonio Arredondo, de 33 a?os, due?o de El Doblete, el t¨ªpico bar de la esquina de la calle de Carmen Mart¨ªn Gaite, se las promet¨ªa felices con la caja asegurada por la fiel parroquia del esf¨¦rico. No hizo un euro. A ver qui¨¦n era el guapo que les cobraba a los geos como armarios que le ped¨ªan agua, o un caf¨¦ r¨¢pido, o pasar al aseo a orinar durante las eternas horas de aquella tarde de p¨¢nico. All¨ª, desde los veladores de su negocio, obligado a echar el cierre en un barrio acordonado y tomado por la polic¨ªa, Antonio asisti¨® en vivo a las explosiones con las que se inmolaron sus vecinos, los terroristas del 11-M. Resulta que ¡°los ¨¢rabes¡±, aquel grupo de hombres solos que acud¨ªan alg¨²n d¨ªa a desayunar en su mism¨ªsima barra, eran quienes hab¨ªan puesto las bombas en los trenes del 11-M y, acorralados, se hicieron volar por los aires al grito de ?Al¨¢ es grande! antes de entregarse. Y con ellos, el edificio entero donde viv¨ªan de alquiler, disueltos en el anonimato de un distrito nuevo donde nadie pregunta nada y nadie conoce a nadie. Hubo que tirarlo, volverlo a hacer, id¨¦ntico, y reconstruir la gema de la finca: la piscina mancillada. Los vecinos volvieron con los ni?os creciendo y el bolsillo menguando a?o a a?o. Alguno se ha quedado en paro. Alguno ha tenido que malvender el piso por la mitad del dineral que apalabr¨® en su d¨ªa. La crisis ha acabado con algunas costumbres. Hoy, domingo, Antonio, m¨¢s canas y m¨¢s barriga, a¨²n no ha puesto un verm¨² a la una y media del mediod¨ªa. A ver si lo arregla esta tarde con el Madrid-Atleti. Nadie, aqu¨ª, quiere hablar de los suicidas. Los cr¨ªos peque?os ni siquiera saben qu¨¦ pas¨® en su urba y nadie desea que se enteren tan pronto. Los beb¨¦s de entonces son hoy adolescentes que huyen del barrio con tal de escapar del radar de sus padres. Para eso, como entonces, tienen el tren de cercan¨ªas a la puerta.