Tan lejos y tan cerca. En tiempo y espacio. El Rastro es un chorro de bajada con afluentes por la Ribera de Curtidores sin que la Historia apenas lo altere. Cada domingo y festivo, los puestos toman las aceras desde hace m¨¢s de cuatro siglos en un rito que comenz¨® siguiendo el reguero de sangre de los animales sacrificados en el matadero. Las im¨¢genes de Bernardo P¨¦rez son un fresco de usos y costumbres normales hace a?os, pero prohibidas en gran parte por la ley hoy en d¨ªa. Un corolario de cotidiano surrealismo, con todo en venta. Antig¨¹edades, muebles, restos de mudanza, discos, revistas, radios, l¨¢mparas, cuadros: los azares del trueque y las necesidades a saldo. El Rastro de los a?os ochenta activa nuestra memoria. Contempl¨¢ndolo nos damos cuenta de que hasta las costumbres mutan, de que lo que nos parece normal y cotidiano es hoy distinto aunque nuestras sensaciones al pasear por el lugar sean las mismas.
Fotos: Bernardo P¨¦rez Texto: Jes¨²s Ruiz Mantilla
Ver el contenidoEste mercadillo emblem¨¢tico de la ciudad tiene m¨¢s de 400 a?os
El hombre dirige los movimientos de la chimpanc¨¦. Asumimos que es hembra porque lleva una especie de vestido a rayas. Controla con una cadena c¨®mo se exhibe montando un triciclo. Conserva tan s¨®lo tres dedos en el pie derecho y una maqueada cara de tristeza. Verdaderamente, esta fotograf¨ªa, nos lleva a hacernos la siguiente pregunta: ?es v¨¢lida la nostalgia o realmente nos alegramos de haber superado ciertos escalones en la evoluci¨®n de las costumbres?
El Rastro es juventud y tendencia. Aun as¨ª, los protagonistas de la fotograf¨ªa visten atuendos que resisten las modas. Incluso los tres botones desabrochados del muchacho, entre acalorado y deseoso de mostrar un incipiente pecho lobo, no nos extra?ar¨ªan hoy por los alrededores. Es el ¨²nico pendiente de mirar a la c¨¢mara para que su imagen resulte impoluta. Los otros tres andan centrados en el perro, que se revela ah¨ª como el puro centro de atenci¨®n.
Las palomas parecen dispuestas a amotinarse. Revolotean en sus celdas sin impresionar al guardi¨¢n, que ni las observa, resignado e impasible. Las blancas mantienen cierta dignidad en su desgracia. Saben que lo ¨²nico que puede salvarlas es la belleza. El carcelero mira el objetivo con una mano metida en el bolsillo. En cierto modo, retador. Sabe que al final del d¨ªa sacar¨¢ un pellizco razonable por sus conocimientos en ornitolog¨ªa.
Los tirachinas son de dise?o. Y el truhan que los vende en el puesto, tambi¨¦n. Apoyado en la estructura met¨¢lica del chiringuito, apura un bote de Mahou que le alivia la jornada. Hoy lo retirar¨ªan de la v¨ªa por venta de armas. Los tirachinas fueron cruciales para las escaramuzas de barrio y el alivio de la rabia que produc¨ªa la sensaci¨®n de encierro. La rabia contenida de la represi¨®n y el aburrimiento. Hoy, toda esa agresividad, se conduce por otras v¨ªas. Pero es la misma. Las armas para desfogarla se venden en otros puestos.
El hombre cabizbajo, ojea una revista y espera salir con suerte. Lo que vende, apenas tiene valor. Un cuadro que ti?e de oscuro los molinos de viento, quiz¨¢s para dejar claro, que no le veremos envuelto en quijotadas. L¨¢mparas y candelabros con que iluminar salones en penumbra. Lo que guardan las bolsas a su lado lo pondr¨¢ en venta m¨¢s tarde, cuando haya colocado el material a la vista.
Pese al reclamo de tienda de fotograf¨ªa con la marca Agfa color, t¨ªpica de los tiempos anal¨®gicos, la chica del bocata vende de todo. V¨ªrgenes, radios para el coche, discos, telas, mantas, cajitas para joyas. Faltar¨ªa saber si tambi¨¦n el abrigo colgado en la pared nos lo podemos llevar. Su oferta es pura estampa del rastro. Un saldo completo de objetos usados sin importar g¨¦nero ni procedencia. Un h¨ªbrido ajeno a toda especializaci¨®n que no sea la lucha por la vida.
El mendigo es un artista. La negrura de sus manos proviene de la cera. Hace fr¨ªo porque al calor de su barba ha a?adido ropa de abrigo y gorros de piel. Debe ser navidad porque traza un Bel¨¦n negro, con la sagrada familia fija en la cuna del ni?o Dios. Tiene todo el derecho a prescindir de luz y color en el cuadro. Debe saldar cuentas por su propia desgracia. Tambi¨¦n vende zapatos usados y palas de ping pong.
Los brazos en cruz quedan dispuestos al sacrificio que exige la calderilla. ?La escena refleja una humillaci¨®n o una absurda prueba de resistencia? La r¨ªgida espalda de este Cristo dominguero resiste el peso de su compa?ero trompetista. Otros dos muchachos acompa?an la serenata con una trompeta m¨¢s y alg¨²n tambor. La mujer pasa la gorra ante un p¨²blico asombrado. La m¨²sica no parece suficiente. Deben aplicar t¨¦cnicas de faquir. Un extra con que hacer buena caja.
El hombre de la perilla observa las radios y los tocadiscos haciendo un alto en el camino. Quiz¨¢s porque hasta entonces no hab¨ªa hallado en otros puestos tanto orden y coherencia. En mitad del batiburrillo, a veces relaja encontrar algo sencillo. Cada aparato tiene puesto un vinilo. De 45 revoluciones, la mayor parte. Arriba, un cartel anuncia: Todo funcionando. Los aparatos de sonido que en aquel tiempo nos parec¨ªan tecnolog¨ªa punta. Son hoy a nuestros ojos, piezas de museo.
Una maleta de emigrante de posguerra contrasta con la caja para el reparto de mercanc¨ªas de pl¨¢stico amarillo. Un cartel que anuncia compras, no ventas. De objetos tan valiosos como tebeos, novelas y cuentos antiguos y modernos. De pronto, ese antiguos y modernos nos suspende en un tiempo indefinido, como la espera del hombre que lee sentado en esa sillita campestre, abierto a recibir sus tesoros. Confiado en que algo caer¨¢, m¨¢s all¨¢ del sol fr¨ªo que le protege del invierno.
El centro de la fotograf¨ªa est¨¢ tomado por unos peluches. Dos perros y un animal indeterminado. Una guitarra, apoyada en la pared, despista. Si miramos al suelo, definitivamente comprobamos que es una jugueter¨ªa. Trenes, coches con gr¨²as, camiones y un bingo de juguete, de esos que serv¨ªan para ventilar las tardes de domingo en la mesa camilla, cuando el juego era ilegal pero ciertos atropellos, leg¨ªtimos. Nadie parece vigilar la mercanc¨ªa.
La mujer cuenta las pesetas que le han ca¨ªdo de alguna venta en su puesto de muebles, adornos y mu?ecas. Lo hace atenta, consciente de que cada moneda es un triunfo en su lucha por la vida. Un hombre observa la oferta y parece tomar nota de los diferentes gestos que le env¨ªan esos duendes y hadas de pl¨¢stico y porcelana. Cada figura ocupa una silla propia, un lugar que le otorga categor¨ªa y distinci¨®n. Todos llevan ya una historia a cuestas que ha confluido en un domingo de Rastro y volver¨¢ a tomar rumbo propio en cuanto alguien se lo quiera llevar a casa.
Lo dif¨ªcil debe ser encontrar el par adecuado en ese guirigay de zapatos sin orden ni concierto. En esa sima de pasos mal medidos, en ese batiburrillo de huellas en busca de pies que quieran proseguir su mismo camino. Se acumulan de manera tan violenta, tan desesperada, que el objetivo no atina a enfocar de una vez y parte la fotograf¨ªa entre lo que queda dentro de un efecto borroso -por tanto m¨¢s barato- y di¨¢fano, o sea, m¨¢s caro.
Mientras el hombre tranquilo del sombrero escolta su puesto de cer¨¢micas esparcidas por el suelo, la mujer del pelo recogido parece echar un cante. Puede que tambi¨¦n le reproche algo a la cara. En todo caso, lo hace con una pose muy flamenca, mientras la mujer del pelo suelto vestida de blanco disfruta de la ma?ana con un tentempi¨¦. En los aleda?os con jardines del Rastro, todo parece m¨¢s esparcido, menos agobiante.
Las tres se?oras conservan su dignidad con una sonrisa. Deben poner en venta los restos de la casa pero no hay nada m¨¢s agradable que capear el temporal as¨ª, con una tertulia en torno a las joyas de la tatarabuela, las lupas, la cuberter¨ªa, las vinagreras, los relojes, la cuberter¨ªa de plata, los rosarios, las cantimploras y los abalorios. Tantos recuerdos¡ Restos de adorno, se?ales de antiguos esplendores perdidos que quedan pegados ahora al resto de la memoria y se evaporar¨¢n en gastos corrientes recauden lo que recauden por ello.
El plano picado acierta con la geometr¨ªa de los objetos sobre la manta. M¨¢s all¨¢ del cogote de quien mira adivinamos su c¨¢lculo al elegir, incluso lo que puede estar llam¨¢ndole la atenci¨®n: los transistores, los mecheros, las carteras, algunas piezas de porcelana, las fundas de gafas, algunas armas en miniatura¡ Este despliegue minimal es el mejor cierre a la galer¨ªa de glorias y de saldos hacia la que a menudo nos conducen las im¨¢genes del pasado.
Al martirio de la chimpanc¨¦, a?adimos equilibrismo de la cabra, con sus cuatro patas adheridas a un fino pedestal del que no debe despe?arse. Seguro que el pobre animal prefiere la inestabilidad rocosa de los precipicios a la sensaci¨®n de rid¨ªculo que debe pasar junto a su compa?era en desgracias de la mona Chita. Los m¨²sicos animan el show y los curiosos azuzan el cruel arte de la supervivencia de todos ellos con alguna moneda al aire.
Cr¨¦ditos
- Textos: Jes¨²s Ruiz Mantilla
- Formato y dise?o: Fernando Hern¨¢ndez
- Front-end: Nelly Natal¨ª
- Fotograf¨ªa: Anabel Serrano, archivo fotogr¨¢fico. Gema Garc¨ªa, edici¨®n gr¨¢fica. Maialen Gonz¨¢lez, retoque digital. Bernardo P¨¦rez, fotograf¨ªas