El imperio del ritual
Los Windsor han reforzado su imagen con una accio?n que sintetiza versiones o oficiales y tabloides sensacionalistas
En mi primer viaje escolar a Inglaterra, con apenas diez an?os, la familia que me hospedaba me incluyo? en la lista de invitados a una misa presidida por Isabel II en la catedral de Saint Paul. El padre era un empresario vinculado a no se? que? whisky de malta y, aunque he olvidado que? se conmemoraba, si? recuerdo la mezcla de solemnidad y diversio?n que rodeo? aquella larga jornada. El plan no era exactamente lo que en mi familia se consideraba una actividad cultural, pero si hay algo que me han inculcado desd...
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En mi primer viaje escolar a Inglaterra, con apenas diez an?os, la familia que me hospedaba me incluyo? en la lista de invitados a una misa presidida por Isabel II en la catedral de Saint Paul. El padre era un empresario vinculado a no se? que? whisky de malta y, aunque he olvidado que? se conmemoraba, si? recuerdo la mezcla de solemnidad y diversio?n que rodeo? aquella larga jornada. El plan no era exactamente lo que en mi familia se consideraba una actividad cultural, pero si hay algo que me han inculcado desde nin?a es a respetar, al menos de entrada, las costumbres y ritos ajenos.
La importancia de los rituales, proclamada en el penu?ltimo libro del popular filo?sofo coreano y profesor de la UdK de Berli?n Byung-Chul Han, ha vuelto a quedar en evidencia con el funeral el 17 abril del duque de Edimburgo. Con sutiles ingredientes drama?ticos, los Windsor exhibieron una vez ma?s un poder esce?nico que sin duda llevan en la sangre y que esta? a an?os luz del de cualquier otra casa real.
Ahi? estaba el imponente Land Rover Defender TD5 130 con el fe?retro, elegido personalmente por el propio difunto en un gesto de cara?cter que pasara? a la historia; la ri?gida comitiva de hijos y nietos aparcando por unas horas sus resquemores; la reina en el Bentley real acompan?ada por su dama de honor, Susan Hussey; la soledad de la viuda en el asiento del coro de la capilla de San Jorge y, por supuesto, las perlas japonesas brillando en el cuello terso de Kate Middleton, que hablaban por si? solas. Sin lugar para clamores ni aplausos, el silencio, apenas interrumpido por los cascos de los caballos y por los pa?jaros de un di?a soleado, se erigio? como la forma absoluta de reconocimiento, ¡°de apreciacio?n de una experiencia compartida¡±, como explica Peter Brook en su ensayo teatral El espacio vaci?o.
Desde que murio? el pri?ncipe consorte me he lanzado a sondear entre mis conocidos sobre si su intere?s en el personaje estaba de alguna manera condicionado por la serie de Netflix The Crown. Aunque la mayori?a ha optado por un ¡°no sabe, no contesta¡± ¡ªme temo que a la gente que me rodea le interesan ma?s bien poco series y monarqui?as¡ª, el resto admite que los episodios sobre la dura infancia de Felipe de Grecia les cambiaron para bien su percepcio?n del pri?ncipe.
Pese a que todo lo que rodea a la familia real brita?nica siempre ha pertenecido a la telerrealidad, su colonizacio?n de la cultura popular ha recibido un impulso renovado gracias al e?xito de una ficcio?n que sintetiza versiones oficiales y tabloides sensacionalistas. Por no hablar de la serie de documentales ¡°histo?ricos¡± sobre los Windsor que la plataforma incluye estrate?gicamente en su cata?logo.
Guste o no a los afectados, tras el guion de Peter Morgan yo solo veo beneficios para ellos, tanto econo?micos como de empati?a. Ante un mundo y unas nuevas generaciones cada vez menos lectoras, la institucio?n y su principal representante, Isabel II, han roto las fronteras de los medios de masas tradicionales para convertirse tambie?n en la corona del actual formato audiovisual hegemo?nico. Sin duda, la inquebrantable astucia de los que saben de rituales.
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