?Y si las sociedades con discurso m¨¢s agresivo fuesen las menos violentas?
El debate partidista se ha convertido en un ¡®re?idero¡¯. En pa¨ªses pr¨®speros, la inquina y la hostilidad son un sustitutivo de la violencia, que se da m¨¢s en naciones pobres
Uno de los principales problemas de la convivencia democr¨¢tica hoy es la proliferaci¨®n de los llamados ¡°discursos de odio¡±. No estamos en la cl¨¢sica confrontaci¨®n ideol¨®gica, sino en algo m¨¢s personal. Los liderazgos divisivos y de confrontaci¨®n parecen m¨¢s rentables que las estrategias de cooperaci¨®n. Proliferan los actores pol¨ªticos que deben su identidad m¨¢s a lo que niegan que a lo que pretenden. El fen¨®meno de la polarizaci¨®n se produce cuando tales actores se agrupan de modo que toda opini¨®n diferente es considerada como un atentado a su identidad. La afirmaci¨®n de la propia identidad pa...
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Uno de los principales problemas de la convivencia democr¨¢tica hoy es la proliferaci¨®n de los llamados ¡°discursos de odio¡±. No estamos en la cl¨¢sica confrontaci¨®n ideol¨®gica, sino en algo m¨¢s personal. Los liderazgos divisivos y de confrontaci¨®n parecen m¨¢s rentables que las estrategias de cooperaci¨®n. Proliferan los actores pol¨ªticos que deben su identidad m¨¢s a lo que niegan que a lo que pretenden. El fen¨®meno de la polarizaci¨®n se produce cuando tales actores se agrupan de modo que toda opini¨®n diferente es considerada como un atentado a su identidad. La afirmaci¨®n de la propia identidad parece requerir la demonizaci¨®n del adversario. En ocasiones ser¨¢ la deslegitimaci¨®n del competidor cuando llega al Gobierno (con alegaciones de fraude electoral en EE UU o, en el caso de Espa?a, acusaciones de ser un Gobierno ileg¨ªtimo al estar sustentado por partidos a los que se niega el car¨¢cter de interlocutor v¨¢lido por muy legales que sean).
Esta proliferaci¨®n del desprecio suele interpretarse como un colapso de la verdad y de la convivencia democr¨¢tica que inevitablemente conducir¨¢ a una guerra civil. Nuestra hip¨®tesis es que, por muy lamentable o inquietante que resulte este fen¨®meno, no deber¨ªamos interpretarlo en esa clave b¨¦lica, sino m¨¢s bien como todo lo contrario. Para justificar este diagn¨®stico debemos desentra?ar una curiosa paradoja. La opini¨®n p¨²blica de las democracias avanzadas se ha convertido en un re?idero donde el odio es compatible con la fortaleza institucional. Hay mucha m¨¢s estabilidad en nuestros sistemas pol¨ªticos de lo que el espect¨¢culo de la confrontaci¨®n parece dar a entender. Las democracias del odio son penosas, pero estables. Que el futuro de la democracia as¨ª vivida no sea muy halag¨¹e?o no quiere decir que se encamine irremediablemente hacia la guerra civil.
Tenemos un espacio p¨²blico lleno de gesticulaciones sin consecuencias o con menos consecuencias de las que ser¨ªan esperables a juzgar por los discursos proferidos. Contra la idea de que este aumento de la agresividad pudiera ser el pre¨¢mbulo de una destrucci¨®n de la democracia, cabe sostener que el triunfo del odio en pol¨ªtica no viene acompa?ado por un aumento de la violencia, sino todo lo contrario, es una manifestaci¨®n de la fortaleza civilizatoria de la democracia. En el fondo, la escalada verbal obedece a la impotencia de unos individuos que se saben contenidos por una estructura institucional o los marcos legales.
Ann Hironaka, profesora de Sociolog¨ªa en la Universidad de California, ha ofrecido una explicaci¨®n de esta extra?a circunstancia en un libro en el que compara los conflictos de los Estados d¨¦biles con el tipo de conflictividad propia de las democracias m¨¢s s¨®lidas. Su tesis es que en los pa¨ªses pol¨ªtica y econ¨®micamente d¨¦biles, los conflictos adoptan la forma de ¡°guerras civiles interminables¡±, mientras que en los pa¨ªses econ¨®micamente m¨¢s pr¨®speros y pol¨ªticamente m¨¢s estables, los conflictos se convierten en ¡°odios civiles interminables¡± (como ocurre en las sociedades fuertemente polarizadas).
Debemos interpretar bien ese odio y tom¨¢rnoslo con toda la seriedad que merece, pero no m¨¢s. La fil¨®sofa y psicoanalista Cynthia Fleury ha llamado la atenci¨®n sobre la hipocres¨ªa del odio que se practica en esas sociedades que son belicosas bajo la condici¨®n de no tener que pagar ning¨²n precio por ello; vendr¨ªan a ser ¡°esos minutos de gloria pronosticados por Warhol, que permiten a cada uno vomitar y volver luego a su inacci¨®n y su ineptitud¡±. Son provocadores que afortunadamente no incendian m¨¢s que las redes, declaraciones de odio que no le sacan a quien las emite de su zona de confort.
Si el recurso a la violencia obedece muchas veces a la desespera ante instituciones que no hacen lo que tienen que hacer, el hecho de sustituirla por el hostigamiento verbal indica que damos por seguro que las instituciones hacen lo que tienen que hacer. Puede considerarse, con independencia de la degradaci¨®n personal que implica quien la ejerce, un avance de la civilizaci¨®n y de la democracia. Que el odio no pase de la declaraci¨®n se debe a que hay demasiado que perder, econ¨®mica y pol¨ªticamente. Este odio pac¨ªfico es, de hecho, profundamente hip¨®crita; se ejerce en un marco que estas personas fingen querer subvertir.
Podr¨ªamos identificar una curiosa ley en virtud de la cual aumenta el odio y se pacifica la protesta. Es posible que las sociedades est¨¦n llenas de odio y a la vez sean pac¨ªficas. Son pac¨ªficas en el sentido de que, salvo en momentos puntuales, no recurren a la violencia. La historia pone de manifiesto que no todas las guerras est¨¢n motivadas por el odio y no todos los odios conducen a la guerra.
As¨ª pues, vivimos una ¨¦poca en la que hay mucho odio y poca violencia. Conviene no confundir ambas cosas. Este grado de hostilidad intensa que padecemos hoy en nuestras democracias no tiene nada que ver con la violencia armada organizada. El odio no es la antesala de la violencia, sino que puede estar sustituy¨¦ndola. Probablemente nos permitimos odiar tanto porque sabemos que ¡ªpor la solidez de nuestras instituciones, el Estado de derecho o la amenaza del castigo de la ley¡ª es muy improbable que ese desprecio mutuo desemboque en violencia. Con esto no queremos subestimar lo que tiene de inaceptable y el riesgo que supone para la convivencia democr¨¢tica, sino tratar de situar este fen¨®meno en su verdadera dimensi¨®n.
Si algo amenaza nuestras democracias es este odio verbal no violento y no tanto el riesgo de guerra civil. Esta circulaci¨®n del odio por nuestros espacios p¨²blicos no anuncia una guerra civil sino otros reg¨ªmenes de la democracia. Tenemos, por un lado, la democracia liberal del odio, un sistema que no nos da ninguna raz¨®n para considerarlo especialmente inestable (a pesar del penoso final de las recientes elecciones americanas, las instituciones han resistido y la transici¨®n pac¨ªfica desmiente a todos los que presagiaban una guerra civil), pero que socava el marco fuera del cual es muy dif¨ªcil elaborar pol¨ªticas de calidad. Y est¨¢, por otro lado, la democracia iliberal pac¨ªfica (que se autoproclama pac¨ªfica en la medida en que pretende neutralizar el odio, recuperar la concordia social y devolver a la pol¨ªtica su eficacia, aunque sella el triunfo odioso de una identidad sobre la otra).
?Estamos condenados a elegir entre una democracia liberal incapaz de superar el odio y una democracia iliberal que solo lo supera ilusoriamente? La reconstrucci¨®n democr¨¢tica y no nost¨¢lgica de un sentimiento de pertenencia a una comunidad unida, diversa y abierta es una de las grandes tareas de nuestra ¨¦poca. Se podr¨ªa inspirar en lo que Joe Biden llama el alma de Am¨¦rica, en el trabajo de cada uno ¡ªy de la colectividad¡ª por recuperar los valores constitutivos de la democracia, que no es algo solamente procedimental sino sustancial: el ideal universal de una sociedad de iguales que se encarna en las naciones particulares.
Serge Champeau es profesor de Filosof¨ªa en Burdeos e investigador del Instituto de Gobernanza Democr¨¢tica.
Daniel Innerarity es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa Pol¨ªtica e investigador Ikerbasque en la Universidad del Pa¨ªs Vasco.