Vivimos saturados de im¨¢genes. Pero hay que dejar que algunas nos atraviesen
Consumimos tantas fotos que ya ninguna nos afecta. Las sobreabundancia genera una anestesia colectiva
Estamos saturados de im¨¢genes. Hemos consumido tantas que ninguna ya nos afecta, ninguna ya nos conmueve. Ni siquiera las m¨¢s violentas. Tragedias, cat¨¢strofes, horrores, rostros de sufrimiento y agon¨ªa se suceden en nuestras pantallas con tal frecuencia y naturalidad que, por pura reiteraci¨®n, apenas consiguen ya alterarnos. Este es el diagn¨®stico com¨²n de la cr¨ªtica del espect¨¢culo, desde Debord a Virilio, pasando por Baudrillard y Byung-Chul Han: las im¨¢genes han suplantado lo real, se han convertido en pura exterioridad y se han vuelto pornogr¨¢ficas, en una suerte de ¡°obscena hipervisibilidad¡± incapaz ya de transmitir nada de lo mostrado. La aceleraci¨®n de la informaci¨®n reemplaza la experiencia profunda y deja al individuo insensible y en un estado de absoluta indiferencia. O lo que es lo mismo: la sobreabundancia de im¨¢genes genera una anestesia colectiva.
Susan Sontag ya mencionaba este argumento en Ante el dolor de los dem¨¢s (2003): ¡°Saturados de im¨¢genes de una especie que anta?o sol¨ªa impresionar y concitar la indignaci¨®n, estamos perdiendo nuestra capacidad reactiva. La compasi¨®n, extendida hasta sus l¨ªmites, se est¨¢ adormeciendo¡±. ?Es la saturaci¨®n lo que adormece nuestra compasi¨®n? Si continuamos comiendo como si nada despu¨¦s de contemplar im¨¢genes de un bombardeo en Gaza, ?es porque estamos inmunizados y ya nada nos impresiona?
Aunque no descarto del todo la idea del exceso de anestesia, creo que ese argumento debe matizarse. Porque algunas im¨¢genes s¨ª atraviesan la pantalla y logran tambalearnos. Lo hemos comprobado estas semanas a ra¨ªz de la terrible cat¨¢strofe que ha asolado tantos pueblos de Valencia. De repente, una serie de im¨¢genes nos han encogido el alma y nos han helado el coraz¨®n: las casas destrozadas, los coches amontonados en la calle, el agua marr¨®n, el fango viscoso, los gestos abatidos, los rostros desolados, los llantos de quienes lo han perdido todo¡ Im¨¢genes que han despertado la compasi¨®n y la solidaridad de miles de personas.
En mi caso, estas escenas han avivado algunos temores de mi infancia en la Vega Baja del Segura: el p¨¢nico al r¨ªo desbordado, los avisos de Protecci¨®n Civil, el rumor de los helic¨®pteros, el agua dentro de casa, el tono marr¨®n de la huerta tras cada riada¡ Esa memoria del miedo que tan bien captur¨® Elena L¨®pez Riera en su pel¨ªcula El agua. Todo ha regresado de golpe. Pero tambi¨¦n, durante estos d¨ªas, no he podido dejar de preguntarme por qu¨¦ estas im¨¢genes nos han aguijoneado de ese modo mientras que las de otras tragedias apenas nos inquietan, por qu¨¦ esos rostros desencajados nos han conmovido as¨ª, y, sin embargo, otros sufrimientos no logran alterarnos. La respuesta, creo, es de sentido com¨²n: estas im¨¢genes nos hablan de lo cercano, de algo que consideramos propio ¡ªnuestro pueblo, nuestra regi¨®n, nuestro pa¨ªs¡¡ª; las otras, en cambio, nos informan de un mundo ajeno al nuestro. En un caso, la tragedia podr¨ªa habernos sucedido a nosotros; en el otro, estamos a salvo de ella.
El problema, si volvemos al argumento del principio, tal vez no resida tanto en la saturaci¨®n de im¨¢genes, sino en la proximidad o lejan¨ªa de lo que muestran. La cuesti¨®n no es que ya no nos afecte lo que vemos, sino que no nos concierne lo que sucede a los otros. No es que ya no veamos nada, sino que no todos los sufrimientos nos merecen la misma compasi¨®n.
Dejemos que la distancia entre ¡°los otros¡± y ¡°los dem¨¢s¡± se disuelva
En Vida precaria (2006) y Marcos de guerra (2010), dos libros excepcionales para entender el presente, Judith Butler lo expresa de modo claro: no todas las vidas importan por igual. Solo las vidas que pueden ser lloradas importan realmente. Y esa importancia se construye socioculturalmente mediante ¡°marcos¡± que delimitan qui¨¦nes forman parte de nosotros, marcos que definen qui¨¦nes son los otros y qui¨¦nes son los dem¨¢s.
En este punto, es importante aclarar que, aunque parezcan sin¨®nimos, ¡°los otros¡± y ¡°los dem¨¢s¡± no son conceptos equivalentes. Cuando hablamos de ¡°los otros¡± nos referimos a quienes est¨¢n lejos, aquellos frente a los cuales construimos nuestro ¡°nosotros¡±. Por su parte, ¡°los dem¨¢s¡± forman parte de ese ¡°nosotros¡± incompleto; son quienes habitan nuestra esfera emocional, aquellos que consideramos dignos de empat¨ªa y atenci¨®n, merecedores de duelo.
Es significativo que Aurelio Major, el traductor al castellano de Regarding the Pain of Others, optara por el t¨ªtulo Ante el dolor de los dem¨¢s. Aunque el original de Sontag sugiere distancia, la traducci¨®n, m¨¢s all¨¢ de la eufon¨ªa, introduce un matiz afectivo que refuerza el argumento final del libro: para con-padecer, para acompa?ar el sufrimiento, es necesario transformar al otro en pr¨®jimo, convertir a ¡°los otros¡± en ¡°los dem¨¢s¡±.
La cuesti¨®n, entonces, no es solo qu¨¦ im¨¢genes nos afectan, sino a qui¨¦nes nos permitimos sentir como los dem¨¢s, qui¨¦nes pertenecen a esa intimidad emocional que despierta nuestra compasi¨®n y nos mueve a la acci¨®n. Como observa Butler, existen marcos que determinan qui¨¦nes son los dem¨¢s y qui¨¦nes son los otros. Marcos culturales y medi¨¢ticos que determinan qu¨¦ im¨¢genes circulan, c¨®mo se muestran y qu¨¦ vidas consideramos dignas de duelo. Pero esos marcos, como cualquier construcci¨®n, tambi¨¦n pueden derribarse.
A veces, algo se filtra a trav¨¦s de sus grietas: un detalle, un gesto, un accidente que rompe la distancia. Barthes lo llamaba punctum: ese elemento de la imagen que nos atraviesa y nos conmueve m¨¢s all¨¢ de su significado evidente. All¨ª nos podemos reconocer: en el gesto de indefensi¨®n de una mujer ca¨ªda que nos recuerda a nuestra madre o en el llanto del padre que carga el cad¨¢ver de su hijo en el que intuimos a nuestro hermano. All¨ª estamos en la imagen, entendemos al otro como pr¨®jimo. Y su dolor nos espolea.
Esos accidentes moment¨¢neos nos revelan que la capacidad de conmovernos sigue viva. Pero esta conmoci¨®n no es un acto espont¨¢neo ni autom¨¢tico; exige algo de nosotros: una mirada dispuesta a detenerse, a atravesar el ruido y el exceso, a buscar un rastro de humanidad que nos vincule con lo que vemos. Porque mirar no es solo un gesto pasivo, es aceptar que en cada imagen, por distante que parezca, hay una conexi¨®n posible, un eco de nuestra propia experiencia.
No es suficiente con culpar al sistema por saturarnos de im¨¢genes, por aturdirnos o anestesiarnos. Es preciso tambi¨¦n atender a la parte del espectador. Pedirle cuentas. Exigir su responsabilidad ¡ªnuestra responsabilidad¡ª. Porque si somos responsables, y no solo v¨ªctimas mudas, tambi¨¦n somos capaces de transformar nuestra relaci¨®n con las im¨¢genes. Pero para que eso suceda es necesario dejar que nos atraviesen. Permitirles encontrar un lugar donde resonar. Aunque esa formar de mirar duela. Porque mirar es asumir nuestra fragilidad frente al dolor del otro, compartir nuestra vulnerabilidad, dejar que la distancia entre ¡°los otros¡± y ¡°los dem¨¢s¡± se disuelva, que el muro que separa lo lejano de lo pr¨®ximo termine por agrietarse.
Mirar con atenci¨®n es una forma de habitar el mundo. De recuperar nuestra capacidad de conmovernos y, a trav¨¦s de ello, conmover. Porque al final, lo que vemos ¡ªy c¨®mo lo vemos¡ª nos define. Y si nos dejamos tocar por las im¨¢genes, si permitimos que nos transformen, quiz¨¢s podamos aprender de nuevo a acompa?ar, a sentir, a actuar. Porque mirar, en ¨²ltima instancia, es tambi¨¦n una forma de cuidar.
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