El mundo que da miedo
Sabemos que estamos viviendo el principio de algo todav¨ªa desconocido. Ignoramos lo que ser¨¢, pero no ser¨¢ lo mismo
He vuelto a ver el video donde el tenor polaco Leszek ?widzi¨½ski canta Nessun Dorma en un patio rodeado de los edificios de un hospital de Varsovia, por cuyas ventanas se asoman m¨¦dicos, enfermeras, pacientes con mascarillas, mientras los miembros del coro, vestido de cualquier manera, y como si pasaran por el patio por mera casualidad, van juntando sus voces. Al final, los espectadores enclaustrados aplauden, lanzan vivas al tenor. Son voces remotas, como de otro mundo. El mundo del encierro. Siento que podr¨ªa contemplar la escena desde una de esas ventanas.
El aria de Puccini, ...
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He vuelto a ver el video donde el tenor polaco Leszek ?widzi¨½ski canta Nessun Dorma en un patio rodeado de los edificios de un hospital de Varsovia, por cuyas ventanas se asoman m¨¦dicos, enfermeras, pacientes con mascarillas, mientras los miembros del coro, vestido de cualquier manera, y como si pasaran por el patio por mera casualidad, van juntando sus voces. Al final, los espectadores enclaustrados aplauden, lanzan vivas al tenor. Son voces remotas, como de otro mundo. El mundo del encierro. Siento que podr¨ªa contemplar la escena desde una de esas ventanas.
El aria de Puccini, ascendiendo hacia el pozo de luz arriba de los edificios grises, suena m¨¢s triste que nunca. Nadie duerme. Nadie sabr¨¢ mi nombre. Un beso fantasmal del que nadie sabr¨¢ nada nunca. Por desgracia hay que morir. Que se vaya la noche. Que se pongan las estrellas. El amanecer ser¨¢ un triunfo. ?Vendr¨¢ el amanecer?
Me han fascinado esos videos para promover el gusto por la ¨®pera, donde los cantantes andan por las plazas, los caf¨¦s, los centros comerciales, los mercados, disfrazados de paseantes, de empleados y compradores, y de pronto el tenor, o la soprano, rompen a cantar, se les junta el coro, van llegando uno a uno los m¨²sicos con sus instrumentos, y la gente se detiene primero extra?ada, luego empieza a prestar atenci¨®n, hasta que se siente en el concierto.
Qu¨¦ otro escenario m¨¢s espl¨¦ndido que el caf¨¦ Iru?a de Pamplona para el coro del brindis de La Traviata. En el mercado de San Ambrosio, en Florencia, la mezzosoprano disfrazada de expendedora de carne se quita el mandil y empieza a cantar una de las arias de Carmen. Un celista toca en solitario en el Crystal Court, un mall de compras de Minneapolis, la gente pone billetes en el sombrero que tiene a sus pies; van llegando m¨¢s m¨²sicos, comenzamos a identificar los acordes de La oda a la alegr¨ªa, llegan los cantantes del coro, y ahora estamos dentro del torbellino ascendente de las voces que reclaman esperanza y contento para la humanidad.
Estos videos son de hace tiempo, diez a?os a lo menos. Es un pasado demasiado remoto, ahora que el tiempo se ha quebrado en astillas y nos cuesta m¨¢s recomponer el cuadro del pasado, c¨®mo fue, que fuimos, y del futuro solo tenemos una visi¨®n borrosa y llena de signos abstractos incomprensibles, como en las pantallas nevadas llenas de ralladuras negras de los viejos televisores cuando se iba la transmisi¨®n.
Hasta ayer mismo ten¨ªamos una idea m¨¢s o menos razonable del tiempo transcurrido y por transcurrir. En el fondo de nuestras mentes reposaba esa idea silenciosa de que el progreso es inevitable, y ve¨ªamos c¨®mo los sistemas y objetos, fruto del af¨¢n tecnol¨®gico, y de la capacidad de invenci¨®n, se suced¨ªan unos a otros para volverse al rato obsoletos; y, como en ninguna otra etapa de la civilizaci¨®n, ten¨ªamos cada uno un cuarto atiborrado de trastos envejecidos prematuramente.
Y la mejor novedad tecnol¨®gica era la prolongaci¨®n de la vida. Adivinar por adelantado los pasos de la muerte. Medicamentos inteligentes. Cirug¨ªas sobrenaturales. La longevidad como panacea. La vejez saludable, sin carencias, empezando por el vigor sexual. Un fetiche benefactor llamado calidad de vida.
Y, de pronto, lo que tenemos es incertidumbre. De la seguridad del progreso que vuela en alas del ¨¢ngel de la historia, hemos pasado a escuchar el fragor del hurac¨¢n que arrastra esas alas hacia atr¨¢s, para recordar la reflexi¨®n de Walter Benjam¨ªn frente al cuadro de Klee.
Sabemos que estamos viviendo el principio de algo todav¨ªa desconocido. Ignoramos lo que ser¨¢, pero no ser¨¢ lo mismo.
Y desesperamos por una vacuna milagrosa. No se sabe cu¨¢nto tardar¨¢ en descubrirse y luego fabricarse. Pueden pasar a?os, y, mientras tanto, la inseguridad continuar¨¢, y no se podr¨¢ prescindir del distanciamiento como regla de vida. Es otro mundo. El mundo que da miedo.
La gente sale de sus encierros, con la ansiedad de dejar atr¨¢s la pesadilla. La vida est¨¢ afuera, esperando. Pero la mano oscura te detiene. Malas noticias. La contaminaci¨®n recrudece, la curva no se aplaca, se mueve hacia arriba otra vez, con movimiento de l¨¢tigo implacable. Los ¨ªndices crecen de nuevo en Estados Unidos. Am¨¦rica Latina es el nuevo centro mundial de la pandemia.
?Volver¨¢ el mundo a ser tan seguro como antes, en el sentido de que no le tem¨ªamos al pr¨®jimo? Al amigo escritor que ten¨ªas tiempo de no ver, junto al que te sientas en la mesa donde van a presentar juntos un libro, a dialogar sobre literatura. El chofer del taxi que te lleva al recinto de ferias desde el hotel, a m¨ª que me gusta sentarme adelante y entretenerme e instruirme en la conversaci¨®n con los taxistas, que saben de todo y le mientan la madre al gobierno de turno.
Se acabaron las certezas. Porque llegar¨¢ un momento en que la pandemia habr¨¢ dejado de ser una amenaza constante para la mayor¨ªa, que tendr¨¢ que regresar de cualquier manera a la vida diaria.
Pero habr¨¢ quienes deberemos ser m¨¢s cautos, por vulnerables. Los m¨¢s viejos. O, en todo caso, si queremos sobrevivir, deberemos aceptar las reglas del claustro, como los monjes medievales.