Y repintar sus blasones¡
La raz¨®n por la que los monumentos est¨¢n siendo ahora agredidos o destruidos es la inadecuaci¨®n actual de su ejemplaridad moral. Lo cual es inobjetable, pero significa no tener en cuenta la historia
Para qu¨¦ sirven las estatuas, los monumentos, las l¨¢pidas? ?Por qu¨¦ dedican las sociedades, o m¨¢s bien sus gobernantes, tanto dinero a erigirlos, tanto tiempo y saliva a inaugurarlos y a celebrar actos p¨²blicos ante ellos?
La respuesta no es dif¨ªcil, en principio: porque los hechos o personajes a los que se refieren esas piedras o bronces encarnan valores que creemos vertebran o cimentan nuestra comunidad. El primer y fundamental error, por tanto, es considerar a esos monumentos testimonios o vestigios del pasado. En ese caso, un historiador tendr¨ªa algo o mucho que decir sobre ellos. P...
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Para qu¨¦ sirven las estatuas, los monumentos, las l¨¢pidas? ?Por qu¨¦ dedican las sociedades, o m¨¢s bien sus gobernantes, tanto dinero a erigirlos, tanto tiempo y saliva a inaugurarlos y a celebrar actos p¨²blicos ante ellos?
La respuesta no es dif¨ªcil, en principio: porque los hechos o personajes a los que se refieren esas piedras o bronces encarnan valores que creemos vertebran o cimentan nuestra comunidad. El primer y fundamental error, por tanto, es considerar a esos monumentos testimonios o vestigios del pasado. En ese caso, un historiador tendr¨ªa algo o mucho que decir sobre ellos. Pero no es as¨ª, porque, m¨¢s que con el pasado, se relacionan con el presente y la orientaci¨®n que deseamos dar al futuro.
De ah¨ª que no importe, para empezar, que la presentaci¨®n de esos hechos o personajes supuestamente hist¨®ricos refleje fielmente lo acontecido. Puede que lo deforme, e incluso que sea pura invenci¨®n, que se refiera a algo que nunca ocurri¨®. Supongamos, por ejemplo, que honramos como padre fundador a un h¨¦roe, don Pelayo, que a comienzos del siglo VIII encabez¨® la rebeli¨®n contra una invasi¨®n de un pueblo de raza y religi¨®n diferentes. El historiador puede hacerle observar al gobernante, que lleva preparado un discurso sobre esa gesta, que en la documentaci¨®n procedente de ese siglo no existe la menor referencia a ella, y que tampoco la hay en los primeros ochenta a?os del siguiente. Solo 170 a?os despu¨¦s, asentado ya un monarca poderoso en Oviedo, se le ocurri¨® encargar a sus letrados una historia de su dinast¨ªa. Y estos remontaron su estirpe a un antecesor que habr¨ªa logrado una milagrosa victoria contra un ej¨¦rcito invasor cien o mil veces superior. Como solo conoc¨ªan las cr¨®nicas greco-romanas y los textos b¨ªblicos, copiaron el relato de una batalla griega contra los persas ante el templo de Apolo en Delfos, que termin¨® en temblores de tierra, desprendimiento de rocas, terror y confusi¨®n entre los atacantes; en cuanto al n¨²mero de v¨ªctimas, reprodujeron el de una batalla jud¨ªa contra los madianitas.
El pol¨ªtico, sin respuesta ante los datos del historiador, acabar¨¢ decidiendo que, aunque el hecho sea dudoso, no renuncia al discurso que lleva en el bolsillo, porque esa ¡°memoria¡± es ¨²til para reforzar la identidad y el orgullo local o nacional en los t¨¦rminos unitarios, cat¨®licos o mon¨¢rquicos, que le convienen.
Pero la raz¨®n por la que los monumentos est¨¢n siendo ahora agredidos o destruidos no es su falta de verosimilitud hist¨®rica. Es la inadecuaci¨®n actual de su ejemplaridad moral, de los valores encarnados en los hechos o personajes que representan. Lo que se reprocha a esas supuestas haza?as, o a esos padres fundadores de nuestra comunidad, es su vertiente esclavista, racista o machista. Lo cual es inobjetable, pero significa, de nuevo, no tener en cuenta la historia. Porque la historia es lenta, compleja, evolutiva, y esos juicios son absolutos, atemporales. Se basan en principios que creemos eternos. La condena que se lanza sobre el monumento carece de matices, de referencias al momento en que se produjeron los hechos, a lo innovador y audaz, o ego¨ªsta y cobarde, de aquel personaje o aquel gesto en relaci¨®n con su ¨¦poca.
Arist¨®teles, mente pensante y organizada como ninguna en siglos o milenios, estableci¨® una jerarqu¨ªa entre los seres vivos seg¨²n la cual el hombre era superior a la mujer, el libre superior al esclavo y el griego al extranjero. Hoy, que defendemos el principio de igualdad, ?deberemos borrar a Arist¨®teles de nuestros libros de filosof¨ªa? ?No ser¨ªa mejor explicarlo, poni¨¦ndolo en su contexto? Y Pericles, l¨ªder e ide¨®logo de la democracia ateniense, ?deber¨¢ ir tambi¨¦n al cubo de la basura porque en sus asambleas populares no se admit¨ªan mujeres, extranjeros ni esclavos? ?No ser¨ªa mejor valorar aquel primer ensayo de deliberaci¨®n y toma de decisiones colectivas, compar¨¢ndolo por ejemplo con el despotismo persa de la ¨¦poca?
La historia no debe ser venerada, sino explicada. Lo mejor que se puede hacer con hechos y personajes hist¨®ricos, en lugar de pontificar o de presentarlos como modelos morales, es entenderlos en su contexto y momento. Y, cuando nos peleemos, conviene saber que lo hacemos sobre el presente y el futuro, no sobre el pasado. Porque nadie creer¨¢ que la pol¨¦mica actual sobre el racismo o machismo de los monumentos tiene que ver con un repentino inter¨¦s por lo que ocurri¨® hace tiempo y una genuina indignaci¨®n por lo mal que se nos ha contado. No, lo que indigna a la gente no es el pasado. Es el presente.
El error es doble. Los conservadores, que como el don Guido de Machado han logrado un lugar confortable en el orden social y lo que no quieren es que este se altere, presentan el pasado como sagrado e intocable. Los izquierdistas, que denuncian como injusta la organizaci¨®n social, econ¨®mica o pol¨ªtica, empiezan por pedir cambios formales, simb¨®licos. Y a veces se quedan en ellos. Porque derribar estatuas o cambiar el color de la bandera es mucho m¨¢s f¨¢cil que transformar de verdad las estructuras sociales. Y no solo f¨¢cil. Limitarse a ello es, como blanquear tumbas, hip¨®crita.
No debemos borrar el pasado, sino explicarlo bien. Un ejemplo espa?ol reciente es el Valle de los Ca¨ªdos. Ha sido exhumado el dictador, algo muy justificado, pues una cosa es respetar un resto del pasado y otra enaltecerlo como hecho o personaje ejemplar y cuidarlo con fondos p¨²blicos. Pero ahora hay quien quiere ir m¨¢s all¨¢ y demoler el monumento, creyendo que as¨ª liquida el ¨²ltimo resto del franquismo. Mejor ser¨ªa ense?arlo, explicar lo que signific¨®, los principios que inspiraron aquella dictadura, poner fotos y testimonios de quienes trabajaron all¨ª. Eso permitir¨ªa entenderlo bien y dejar advertida a la ciudadan¨ªa sobre futuras opresiones.
Pronto nos enfrentaremos con algo mucho m¨¢s dif¨ªcil, un problema com¨²n a otros pa¨ªses europeos que en su d¨ªa fueron potencias imperiales: qu¨¦ hacer con Col¨®n, Cort¨¦s, Pizarro o Jun¨ªpero Serra. Algunos de estos personajes se limitaron a explorar o a predicar. Pero abrieron el camino a los otros, los que invadieron de manera violenta, injustificable hoy, para extender los dominios de sus monarcas. Lo ideal ser¨ªa intentar entender lo que ocurri¨®, juzgarlo seg¨²n los valores de su ¨¦poca, sobre la creencia en la superioridad racial o religiosa o el desprecio hacia el mundo que llamaban salvaje; es decir, reflexionar a fondo sobre los imperios europeos, un lado oscuro de nuestra historia, aunque tambi¨¦n complejo (y sucesor, no lo olvidemos, de imperios anteriores, algunas veces peores).
Pero en Espa?a el debate sobre el imperio se mezcla con el de los valores que han vertebrado la naci¨®n moderna. Y me temo que sobre ese relato imperial se lanzar¨¢n juicios monol¨ªticos, embellecedores o denigrantes, seg¨²n posiciones previas sobre la unidad nacional. La historia, como tantas veces, ser¨¢ un pretexto para disfrazar pol¨¦micas sobre problemas actuales.
Jos¨¦ ?lvarez Junco es historiador.