Nosotros, los intelectuales
No somos nadie si no lo contamos, si no damos la buena nueva de que hemos adherido nuestra firma a un manifiesto lustroso y bien apa?ado
Desde que el mundo es este fastuoso lugar de intercambios, desde que las tribus se unieron para formar otras m¨¢s grandes y desde que todos habitamos nuestra cosmopolita y provinciana aldea global, siempre ha habido una causa noble a la que unirse, un pleito al que aportar nuestra personal sabidur¨ªa, un litigio en el que nuestra firma, nuestro nombre o eso que llamamos tan vanamente ¡°nuestro prestigio¡± pueda ponerse al servicio de algo m¨¢s grande, participar en el empe?o de cambiar las cosas, virar el curso de la historia o torcer (?Imag¨ªnense!) el brazo del destino. No hablo, por supuesto, de ...
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Desde que el mundo es este fastuoso lugar de intercambios, desde que las tribus se unieron para formar otras m¨¢s grandes y desde que todos habitamos nuestra cosmopolita y provinciana aldea global, siempre ha habido una causa noble a la que unirse, un pleito al que aportar nuestra personal sabidur¨ªa, un litigio en el que nuestra firma, nuestro nombre o eso que llamamos tan vanamente ¡°nuestro prestigio¡± pueda ponerse al servicio de algo m¨¢s grande, participar en el empe?o de cambiar las cosas, virar el curso de la historia o torcer (?Imag¨ªnense!) el brazo del destino. No hablo, por supuesto, de los ciudadanos de a pie, cuya identificaci¨®n con esta o aquella idea puede, acaso, hacer de su vida algo m¨¢s interesante, pero dif¨ªcilmente trascender¨¢ los m¨¢rgenes estrechos de cualquier existencia individual; hablo de esa estirpe noble, circunspecta y elevada a la que el imaginario colectivo muestra a la vez estricta y bondadosa, con el cabello cano por las muchas tribulaciones que provoca la incesante indagaci¨®n responsable del mundo y sus muchos misterios y problemas. Hablo de nosotros, los intelectuales.
Porque estamos de nuevo en el tiempo de los manifiestos, un fest¨ªn para que los miembros de este honorable linaje engolfemos nuestro docto paladar con la ¨²ltima o pen¨²ltima causa maniquea. Los lanzan las marcas para explicarnos el s¨²bito descubrimiento de que su labor se basa, al parecer, en alg¨²n insustancial principio ¨¦tico; los suscriben los alcaldes por razones presupuestarias, los artistas por su precaria situaci¨®n financiera y tambi¨¦n, por supuesto, hay manifiestos de escritores y m¨¦dicos, del mundo acad¨¦mico en pleno¡ todos y todas unidas por el com¨²n af¨¢n de gritarle al mundo, en el tiempo que se lanza y se pierde un tuit, que esta es, al fin, la causa que hay que atender, este el peligro que nos acecha en forma de fascismo, de comunismo, de censura o, incluso, de heteronormatividad. Porque hoy hay manifiestos para todas las filias y fobias, para el ni?o, la ni?a, la se?ora y el se?or, para el activista queer o, en fin, para el idiota taurino, e incluso hay manifiestos que apoyan otros manifiestos, como ocurri¨® hace unas semanas en un giro hilarante y posmoderno de nuestra intelectualidad patria.
Todos son, faltar¨ªa m¨¢s, soflamas dise?adas para lanzarse ipso facto a las redes a alimentar a las alima?as, a la b¨²squeda de insultos, pol¨¦mica y, sobre todo, del sabroso ruido de los haters que, con un poco de suerte, tal vez consiga que nuestro nombre sobresalga en medio de la ef¨ªmera batalla, poni¨¦ndose al fin a la altura de nuestro ego. Porque no somos nadie si no firmamos un manifiesto, por chiquito o intrascendente que sea, pero sobre todo no somos nadie si no lo contamos, si no damos la buena nueva de que hemos adherido nuestra firma (?S¨ª, nosotros!) a un manifiesto lustroso y bien apa?ado, que no se pierda en excusas o aburridos matices y se endulce con nombres resonantes, de esos que nos hacen relamernos ante la s¨²bita impresi¨®n de unirnos al pante¨®n de los ilustres, invitados al fin a compartir manjares en la casa de los sabios.
Porque admit¨¢moslo: nosotros, los intelectuales, somos esa extra?a alcurnia que batalla por no perder el recuerdo de una influencia que perdimos all¨¢ por los a?os ochenta del siglo XX, con la larga y dolorosa resaca de los enfants terribles del posmodernismo franc¨¦s. Las tit¨¢nicas monsergas de los Foucault, Derrid¨¢, Barthes y compa?¨ªa nos curaron de los viejos trampantojos ¨¦ticos que nos hab¨ªan convencido, por la v¨ªa del arte y el lenguaje, de que era posible justificar el estalinismo o apoyar con entusiasmo a Jomeini desde la c¨®moda atalaya del parisino Caf¨¦ Deux Magots. Porque la verdad es que hoy apenas resonamos en este mundo l¨ªquido que otros deben estar bebi¨¦ndose, donde algunos lamentan la falsa desaparici¨®n de toda jerarqu¨ªa mientras otros, ufanos, celebran el fingido final de toda cadena de prestigio. Quiz¨¢ el truco est¨¦ en distinguir naturaleza y funci¨®n, como aprendimos de un intelectual a la vez de moda y demod¨¦: ¡°Todos los hombres son intelectuales, pero no todos cumplen la funci¨®n de intelectuales en la sociedad¡±. Palabra del constructor de hegemon¨ªas.
Pero el caso es que cada manifiesto que pulula por la prensa y las redes es hoy una extra?a confirmaci¨®n de que el bueno de Gramsci ya ol¨ªa el tufillo de esta pomposa raza nuestra, tan dada a significarse, pero sepultada bajo el estruendo de la individualidad desatada de nuestras ef¨ªmeras redes y sobre la que dicen que otro marxista mediterr¨¢neo como V¨¢zquez Montalb¨¢n se preguntaba con mucha sorna y mucha, much¨ªsima preocupaci¨®n: ¡°?C¨®mo es posible que unas personas tan inteligentes puedan llegar a ser pol¨ªticamente tan aleladas?¡±. Pero m¨¢s all¨¢ de estas maldades y de todas las et¨¦reas definiciones sobre nosotros los intelectuales, y sin ocultar mi ferviente deseo de ser llamado al fin a la solemne firma de alg¨²n manifiesto futuro, me quedo con aquella genialidad sobre nuestra triste condici¨®n del norteamericano Edgar Wallace: ¡°Un intelectual es alguien que ha encontrado algo m¨¢s interesante que el sexo¡±. ?Ay, qu¨¦ aburridos y vanos, nosotros los intelectuales!
Rub¨¦n S¨¢ez es profesor de Narrativa en la Universidad de Nebrija e IED Madrid.