Santos en Paestum
Con su lucidez, Juli¨¢ nos se?alaba lo m¨¢s obvio y en lo que no hab¨ªamos reparado
Santos Juli¨¢ se meti¨® en una disputa con todos los dem¨¢s viajeros, sin ganador posible, por ver qui¨¦n se quedaba con el nadador para su futura tumba. Un hablar por hablar, cre¨ªamos entonces, una especulaci¨®n remota. No gan¨® en la bronca, porque casi todos lo quer¨ªamos para nosotros y ¨¦ramos muchos incluso para ¨¦l.
Hab¨ªamos callejeado por N¨¢poles y discutido sobre c¨®mo sacar, marcha atr¨¢s y cuesta arriba, nuestra furgoneta de aquel callej¨®n que terminaba en pared. Pero acelera, hombre, acelera, recomendaba Santos, beat¨ªfico, arrellanado en el asiento trasero, al pobre conductor sudoroso ...
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Santos Juli¨¢ se meti¨® en una disputa con todos los dem¨¢s viajeros, sin ganador posible, por ver qui¨¦n se quedaba con el nadador para su futura tumba. Un hablar por hablar, cre¨ªamos entonces, una especulaci¨®n remota. No gan¨® en la bronca, porque casi todos lo quer¨ªamos para nosotros y ¨¦ramos muchos incluso para ¨¦l.
Hab¨ªamos callejeado por N¨¢poles y discutido sobre c¨®mo sacar, marcha atr¨¢s y cuesta arriba, nuestra furgoneta de aquel callej¨®n que terminaba en pared. Pero acelera, hombre, acelera, recomendaba Santos, beat¨ªfico, arrellanado en el asiento trasero, al pobre conductor sudoroso que no hac¨ªa m¨¢s que pisar y dar calentones al vetusto veh¨ªculo, que cada vez ol¨ªa m¨¢s a goma quemada, pero se negaba a retroceder.
Cuando unas decenas de napolitanos con aspecto de parados de larga duraci¨®n vitorearon el desenlace de la escena, Santos hizo apenas un gesto que le convert¨ªa, muy discretamente, pero sin duda, en el art¨ªfice del casi milagro, propio del mism¨ªsimo Diego Armando Maradona, uno de los santos m¨¢s venerados del lugar.
S¨®lo ¨¦l sab¨ªa conducir, como s¨®lo ¨¦l sab¨ªa de tantas otras cosas. Qu¨¦ poderosa presencia. Aunque hay que reconocer que esa apropiaci¨®n indebida s¨®lo la ejerc¨ªa en las cosas ¡°peque?as¡±, las que le importaban de verdad.
No se sabe c¨®mo, salimos, en fin, de aquella ciudad, con lugar de privilegio en el mapa del caos. En medio de la nada, conseguimos comer en un hotel sorprendente, como s¨®lo puede ocurrir en Italia, unas estupendas mozzarellas que saciaron su creciente mecanismo de descontrol. Era tierra de b¨²falas, nos dijeron, y nosotros, repletos de inteligente capacidad deductiva, concluimos que alg¨²n b¨²falo tambi¨¦n habr¨ªa. Tras enfrentarnos con otros mil vericuetos de carreteras, llegamos a Paestum.
Pero se nos hab¨ªan hecho las seis de la tarde y apenas quedaba tiempo para pasear entre los formidables templos griegos y ver el museo donde estaba el nadador. El nadador, y todo el museo, nos sedujeron incluso m¨¢s que los templos. Los visitamos deprisa, nos supo a poco y decidimos quedarnos a pasar la noche para poder disfrutarlos, con calma, al d¨ªa siguiente.
Durante el viaje no sab¨ªamos lo que acontec¨ªa en los interiores de Santos, y ¨¦l probablemente tampoco. Un c¨¢ncer silencioso, feroz, que hab¨ªa permanecido agazapado durante a?os, esperando a acabar con ¨¦l, hac¨ªa incansable su trabajo. Paestum fue una tregua. Aquel nadador que se arrojaba al agua, tan seguro y elegante, era para Santos el salto a la libertad, como lo hab¨ªa sido tambi¨¦n una invencible tentaci¨®n de agua para el capit¨¢n Ahab, el perseguidor de la ballena blanca imaginada por Herman Melville, que llamaba incansable a sus marineros para que le siguieran en su lucha contra aquella ballena, paradigma del mal.
Santos era eso, aunque no lo dec¨ªa, y quiz¨¢ no lo ten¨ªa tan en cuenta como los dem¨¢s, los ausentes. Pablo, Mar¨ªa, Mercedes, los dos Carlos, y sobre todo Carmen, pueden atestiguarlo. Era la inteligencia que no descansaba, la libertad que no se vend¨ªa a nadie. La necesidad de saber, de no dejarse tiranizar por las tinieblas, de trazar y defender su propio itinerario. En momentos sucesivos, lejanos ya, hab¨ªa vivido a fondo el catolicismo y el marxismo, y supo sacar de ambos lo mejor que ten¨ªan, desprendi¨¦ndose luego, sin rencor, de sus aspectos dogm¨¢ticos. Naveg¨® a partir de ah¨ª por su cuenta, confi¨® en su propia mente, como el nadador de Paestum en su saber natatorio, sin miedo a ahogarse.
El buen intelectual, suele decirse, es heredero de la Ilustraci¨®n. Pero viene de m¨¢s atr¨¢s, de los griegos, de los primeros que se atrevieron a razonar sobre las causas de las cosas dejando de lado dioses y milagros. Lo importante no es ser fiel a una escuela, lo importante es pensar, proponer argumentos y estar dispuesto a seguir aprendiendo, a cambiar de opini¨®n, cuando a uno le convence lo que oye o lee a otros. Es lo que hizo Santos. Bebi¨®, curioso, sin prejuicios, de distintas corrientes intelectuales, queriendo estar al d¨ªa, tomando lo m¨¢s aprovechable de cada una, sin casarse con ninguna. Con Max Weber y Aza?a como br¨²julas, que nunca dejaban de se?alar un norte de modernidad, de instituciones, de democracia.
Qu¨¦ nos dir¨ªa Santos de la confusi¨®n ahora reinante. Qu¨¦ nos dir¨ªa de las peleas de gallinero sobre algo tan prioritario como la salud, de la lealtad o deslealtad en un Gobierno de dif¨ªcil coalici¨®n, del nuevo proyecto de ley de memoria, del estramb¨®tico inquilino de la Casa Blanca. Le necesitamos, porque hay muchas cosas que comentar. Podemos imaginar lo que opinar¨ªa. Pero s¨®lo eso, imaginarlo. Nunca volveremos a o¨ªr su voz. No volver¨¢ a irritarnos con sus consejos evidentes para sacar una furgoneta blanca de una empinada cuesta napolitana, no volver¨¢ a sorprendernos con aquella lucidez que nos se?alaba lo m¨¢s obvio y en lo que no hab¨ªamos reparado.
El nadador es suyo. Hoy hace un a?o. Qu¨¦ vac¨ªo.
Jos¨¦ ?lvarez Junco es historiador, Jorge M. Reverte es escritor, Mercedes Fonseca es periodista y Mar¨ªa Jes¨²s Iglesias es restauradora de arte.