Temor y temblor
El miedo a perder la identidad es el sino de nuestro tiempo
La identidad siempre est¨¢ en el otro. Quien habla para describir el mundo lo hace desde la distancia, quiz¨¢s porque siempre existe el temor a hacer permeable la frontera entre uno mismo y eso que se describe, o tal vez porque as¨ª descubrimos nuestra particularidad, nuestra posici¨®n relativa en el mundo, y sentimos entonces la amenaza de perder ese car¨¢cter ¨²nico. Ha sucedido con el llamado hombre blanco y la deslocalizaci¨®n de los empleos arrasados por el declive industrial de la gran potencia. Explica en parte el apoyo del cintur¨®n de ¨®xido a quien vieron como su protector: ¡°No me eligieron l...
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La identidad siempre est¨¢ en el otro. Quien habla para describir el mundo lo hace desde la distancia, quiz¨¢s porque siempre existe el temor a hacer permeable la frontera entre uno mismo y eso que se describe, o tal vez porque as¨ª descubrimos nuestra particularidad, nuestra posici¨®n relativa en el mundo, y sentimos entonces la amenaza de perder ese car¨¢cter ¨²nico. Ha sucedido con el llamado hombre blanco y la deslocalizaci¨®n de los empleos arrasados por el declive industrial de la gran potencia. Explica en parte el apoyo del cintur¨®n de ¨®xido a quien vieron como su protector: ¡°No me eligieron los habitantes de Par¨ªs, sino de Pittsburgh¡±, dijo Trump. Y el caso es que sucede una y otra vez porque ¡°la historia no siempre avanza, a veces retrocede o se mueve en otras direcciones¡±, contaba Obama. Por eso Philipp Blom escribi¨® en La fractura que no era sencillo ser hombre en 1914: la masculinidad y otras jerarqu¨ªas sociales fueron socavadas por la industrializaci¨®n y la urbanizaci¨®n. Por razones an¨¢logas, en 2016, Trump fue saludado como el hombre fuerte que defend¨ªa las viejas formas de autoridad.
El miedo a perder la identidad es el sino de nuestro tiempo. El temblor del hombre blanco representa el viejo ego herido de Occidente, pues la deslocalizaci¨®n nos empobrece, erosionando nuestro apego al sistema. Ese temor convierte la defensa de la democracia occidental en una autoafirmaci¨®n identitaria ante el avance del gigante asi¨¢tico. Y sucede tambi¨¦n dentro de Occidente mismo, con el miedo de Hungr¨ªa, Polonia y Eslovenia a la vigilancia democr¨¢tica de la Uni¨®n. La salida nativista y reaccionaria de las sociedades poscomunistas es efecto de la l¨®gica de imitaci¨®n impuesta por Occidente, nos dice Krastev. Detr¨¢s del pulso de Varsovia y Budapest, adem¨¢s de las corruptelas de sus gobernantes, est¨¢ el rechazo a la democracia liberal, el temor al borrado de su propia identidad. Y es curioso c¨®mo esa palabra, ¡°borrado¡±, la emplean tambi¨¦n nuestras veteranas feministas para denunciar la aparente intenci¨®n del colectivo trans de suprimir a las mujeres. Ese ¡°borrado¡± es un ataque a la identidad, un cuestionamiento de su forma de ver el mundo bajo el que subyace el p¨¢nico a perder el control sobre qu¨¦ es ser una mujer, sobre qui¨¦n lo decide. ?De verdad hay que recurrir a la biolog¨ªa para contestarla, como pretend¨ªa Juan Pablo II al dictaminar que una mujer solo lo es al convertirse en madre?
La identidad siempre est¨¢ en el otro, dec¨ªamos, y quiz¨¢s por eso necesitemos, como afirmaba Macron, definir Europa desde ¡°una lectura com¨²n del mundo¡±, como una entidad pol¨ªtica y geogr¨¢fica separada incluso de la esfera anglosajona, lista ante la emergencia del poder chino. Pero la defensa de la universalidad de nuestros valores solo tiene sentido si reconocemos la existencia de la otredad, la ¨²nica forma de evitar que nos convirtamos, de nuevo, en una gran reacci¨®n.