Cuando todo lo real es irracional
No resulta dif¨ªcil encontrar, ya sea en el mundo, en Espa?a o en comportamientos personales, pruebas de que las cosas no van bien, y uno de los resultados es que la gran perjudicada es la racionalidad
Nadie hubiera convencido al bueno de Hegel de que su tajante afirmaci¨®n ¡ª¡±Todo lo que es racional es real y todo que es real es racional¡±¡ª viniera a ser desmentida por tantos hechos muy reales como hemos tenido que vivir en los ¨²ltimos tiempos. Porque ahora parece, en efecto, que mucho de lo que acontece como real est¨¢ presidido por la m¨¢s pertinaz irracionalidad. Seguro que ¨¦l quer¨ªa decir algo m¨¢s profundo que eso, y por ello nos advert¨ªa de que no vi¨¦ramos en las realidades hist¨®ricas s¨®lo lo negativo: ¡°Es un signo de la m¨¢xima superficialidad encontrar en todas partes lo malo, y no ver en ...
Reg¨ªstrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PA?S, puedes utilizarla para identificarte
Nadie hubiera convencido al bueno de Hegel de que su tajante afirmaci¨®n ¡ª¡±Todo lo que es racional es real y todo que es real es racional¡±¡ª viniera a ser desmentida por tantos hechos muy reales como hemos tenido que vivir en los ¨²ltimos tiempos. Porque ahora parece, en efecto, que mucho de lo que acontece como real est¨¢ presidido por la m¨¢s pertinaz irracionalidad. Seguro que ¨¦l quer¨ªa decir algo m¨¢s profundo que eso, y por ello nos advert¨ªa de que no vi¨¦ramos en las realidades hist¨®ricas s¨®lo lo negativo: ¡°Es un signo de la m¨¢xima superficialidad encontrar en todas partes lo malo, y no ver en ellas nada de lo afirmativo y genuino¡±, escribi¨® en La raz¨®n en la historia. Pero ya le quisiera yo tener aqu¨ª, para preguntarle por lo afirmativo y genuino que tiene hoy el tiempo que vivimos. En el mundo en general y en Espa?a en particular.
Empezando por el mundo, por la disparatada tasa de incremento de poblaci¨®n que hemos producido en los ¨²ltimos a?os. Nuestras decisiones individuales han generado un resultado colectivo poco menos que insostenible que amenaza con llegar a los 11.000 millones de seres humanos a final de siglo. O la ya innegable realidad del calentamiento global progresivamente acelerado, que determinar¨¢ transformaciones tan decisivas en nuestro h¨¢bitat natural que acabar¨¢n casi con seguridad en una cat¨¢strofe provocada contra nosotros mismos. O el mundo desbocado de la comunicaci¨®n en la Red, una suerte de estado de naturaleza electr¨®nico en el que caben todas las agresiones, mentiras, manipulaciones y calumnias, y que va mutando paulatinamente en algo parecido a un pan¨®ptico universal en el que todos somos a la vez vigilantes y vigilados. O el quebrantamiento severo del orden de convivencia internacional en favor de una pol¨ªtica de hegemon¨ªas, tensiones y amenazas que se encamina paulatinamente a un conflicto armado de esos que pueden ser decisivos. No hay atisbo alguno de racionalidad en este sombr¨ªo panorama.
Y ?qu¨¦ decir de nuestro querido pa¨ªs? Por m¨¢s que sea ya evidente que la cooperaci¨®n entre los miembros de un todo social produce beneficios superiores a los que la sociedad tendr¨ªa de otro modo, aqu¨ª nos hemos instalado firmemente en el conflicto. La virtud que parece m¨¢s de moda es la intolerancia. No transigir es el primero de los mandamientos de nuestra clase pol¨ªtica. Se ha dicho que las Cortes Generales no nos representan. Todo depende, claro. Pero en alguno de los sentidos que tiene la idea de ¡°representar¡± hay que felicitarse por ello. Si lo que sucede en el Congreso de los Diputados fuera un trasunto de lo que sucede en la sociedad, estar¨ªamos al borde de la guerra civil. Aunque quiz¨¢s hayamos conseguido ya reunir algunos de los ingredientes de los que se alimenta: fabular etnias superiores, promover la secesi¨®n de territorios, despertar la vieja bestia del autoritarismo y escindir profundamente sociedades enteras. Desde fuera, algunos vuelven a contemplarnos a veces con esa curiosidad morbosa del que espera una nueva carnicer¨ªa.
Pasado el rel¨¢mpago que hoy se nos antoja fugaz de la Transici¨®n, sobre el que se quiere echar ahora un poco de basura, parecemos pose¨ªdos otra vez por el apetito autodestructivo. Hemos conseguido alterar de tal modo el sentido profundo de nuestras instituciones pol¨ªticas que llevamos camino de convertirlas en una imagen deformada de lo que dicta la raz¨®n, un esperpento. Las Cortes, en bronca permanente, ya lo son. Como lo son tambi¨¦n el Tribunal Constitucional y el ¨®rgano de gobierno de los jueces, viciados antes por los arreglos, ¡°prorrogados¡± ahora por los boicots. Y no digamos el famoso Estado de las Autonom¨ªas, en esa est¨²pida carrera en pos de competencias con tal, eso s¨ª, de que yo sea el que gaste mientras otro sea el que paga. Ya empezamos a barruntar en qu¨¦ puede acabar el deslizarse por esa pendiente de irracionalidad.
El resultado m¨¢s perverso es que la gente empieza a no creer en nada. En el pasado siglo hubo una literatura recurrente sobre la diferencia entre la Espa?a real y la Espa?a oficial (Ortega y Gasset) o sobre la pol¨ªtica antigua y la pol¨ªtica nueva (Giner de los R¨ªos); pues bien, volvemos a recrear las condiciones para que se ponga de moda de nuevo. La confianza, actitud esencial para el desenvolvimiento de cualquier proyecto colectivo, est¨¢ entre nosotros bajo m¨ªnimos. Resulta que, seg¨²n los datos m¨¢s fiables, los ciudadanos tienen a los pol¨ªticos que los representan como una de sus principales preocupaciones, de forma que quienes son responsables de ofrecer soluciones configuran por s¨ª mismos uno de sus mayores problemas. Con todos los a?os que nos pasamos luchando por la posibilidad legal de tener partidos pol¨ªticos para poder expresar nuestras ideas colectivamente, hemos acabado por hacer de ellos instrumentos de autismo pol¨ªtico y suspicacia social. Todo se present¨® como muy democr¨¢tico, pero las llamadas ¡°primarias¡± han acabado por destruir desde sus ra¨ªces mismas aquella orientaci¨®n hacia el bienestar de todos que tuvieron un tiempo. La sinraz¨®n tambi¨¦n puede tomar la forma de exigencia democr¨¢tica. Y lo mismo sucede con tantas de las pol¨ªticas que se ponen en marcha. Acaban por producir efectos contrarios a los que se proponen. Asistimos durante a?os a programas de sanidad que dec¨ªan introducir en nuestro sistema de salud el aire fresco y estimulante del mercado, y hemos acabado por poner en riesgo el sistema mismo, desarbol¨¢ndolo aqu¨ª para que el personal formado tan costosamente en nuestra casa hubiera de buscar empleo a plena satisfacci¨®n lejos de ella. La aparici¨®n de la covid-19 ha mostrado palmariamente la irracionalidad de semejante pol¨ªtica. Contemplamos at¨®nitos un hiperfeminismo militante que ha dado en proteger a las mujeres hasta de s¨ª mismas, como si fueran menores o incapacitadas, pervirtiendo con ello las propias bases de emancipaci¨®n que supuestamente postulan. Para ello hasta se alteran algunos de los par¨¢metros b¨¢sicos de los procesos penales, sugiriendo presunciones de culpabilidad innecesarias. Se intenta asegurar el derecho a la vivienda acosando a los propietarios que las arriendan y a los bancos que las financian, con el previsible resultado de que disminuyan las viviendas en oferta y sean m¨¢s caras y dif¨ªciles las hipotecas, es decir, que haya todav¨ªa menos posibilidades de satisfacer el derecho a la vivienda. Se nos embarca en un despliegue de la memoria hist¨®rica que no acierta a fomentar la reconciliaci¨®n sin resucitar los viejos rencores. Y tantas otras pol¨ªticas que traen ante nosotros consecuencias sociales y econ¨®micas que eran justamente las que pretend¨ªan evitar.
Tampoco la sociedad misma logra eludir esa pendiente tan incierta. Entre nosotros triunfa el aprovechado, el free rider de la jerga acad¨¦mica: mientras los dem¨¢s cumplan, yo me salto la regla. Pero hay ya demasiados saltimbanquis. La proliferaci¨®n de los gorrones imposibilita lograr la meta colectiva. Salimos muy ufanos a aplaudir al personal sanitario, pero seguimos firmes en nuestra tasa de fraude fiscal. Somos la sociedad del ¡°?con IVA o sin IVA?¡±, reposando demasiado en las econom¨ªas informales que no contribuyen mientras pedimos con adem¨¢n ofendido m¨¢s camas y m¨¢s residencias de ancianos. O que se financie bien la investigaci¨®n. O que se mejore la educaci¨®n. O que se garanticen las pensiones. Todo gratis, naturalmente. Y tantas otras irracionalidades y miop¨ªas.
Es dif¨ªcil hoy ver en la realidad algunos de esos rasgos afirmativos y genuinos de que nos hablaba Hegel. Aunque nos confiemos a esa astucia de la raz¨®n en que ¨¦l cre¨ªa, tenemos una sensaci¨®n muy viva de que tambi¨¦n la sinraz¨®n tiene su astucia, y parece haberse apoderado inadvertidamente de nuestro mundo real. Pero recuperar la racionalidad no es f¨¢cil. Para empezar a hacerlo tendr¨ªamos que embarcarnos en un compromiso colectivo tan hondo y decisivo que cabe dudar de que lo adoptemos. Desde luego, con estas actitudes cotidianas no lo haremos.
Francisco J. Laporta es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa del Derecho de la Universidad Aut¨®noma de Madrid.