Amar al monstruo
En mi padre no hay claroscuro, no hay suficiente vida ni latido para que su odio, sus maltratos o su racismo puedan ser tomados en serio. Una vez que lo he entendido, veo que su maldad resulta intrascendente
Uno de los recuerdos m¨¢s tempranos que guardo de mi padre se desliza en esta imagen: estoy en la ducha, y ¨¦l, desde fuera, me sujeta bocabajo, por los tobillos y con una sola mano para aclararme el jab¨®n. Mis pies quedan a la altura de su cabeza. Siempre segu¨ªa el mismo protocolo. Enjabonar en abundancia y colocarme bocabajo para aclarar. Yo me asusto, lloro, el jab¨®n me entra en los ojos, me retuerzo como un pescadito reci¨¦n sacado del agua. Eso es todo, una ceremonia de aclarado que en principio podr¨ªa ser simplemente brusca, pero resulta s¨¢dica porque a ¨¦l le hace gracia comprobar que con u...
Uno de los recuerdos m¨¢s tempranos que guardo de mi padre se desliza en esta imagen: estoy en la ducha, y ¨¦l, desde fuera, me sujeta bocabajo, por los tobillos y con una sola mano para aclararme el jab¨®n. Mis pies quedan a la altura de su cabeza. Siempre segu¨ªa el mismo protocolo. Enjabonar en abundancia y colocarme bocabajo para aclarar. Yo me asusto, lloro, el jab¨®n me entra en los ojos, me retuerzo como un pescadito reci¨¦n sacado del agua. Eso es todo, una ceremonia de aclarado que en principio podr¨ªa ser simplemente brusca, pero resulta s¨¢dica porque a ¨¦l le hace gracia comprobar que con una sola mano es due?o de mis movimientos, de mi seguridad, de mi llanto. Cuando muchos a?os m¨¢s tarde conoc¨ª el cuadro de Goya Saturno devorando a su hijo, me descubr¨ª ante el espejo, yo peque?a, yo indefensa, yo inmortalizada desde el mito antiguo hasta un ba?o sin dioses.
El da?o que puede hacer un padre no depende ¨²nicamente de este padre, sino de factores ex¨®genos. Por una parte est¨¢ la frase estereot¨ªpica: ¡°Un padre es un padre¡±. Con solo cinco palabras se avalan una serie de asunciones principalmente falsas, entre ellas: a un padre se le permite todo. No. No se puede tolerar todo porque el sufrimiento deshumaniza, y para salvaguardar un nivel aceptable de bondad a veces es necesario romper con la fuente de ese dolor. En este sentido, no aguantar viene a ser una obligaci¨®n moral. Quien te ha dado la vida no tiene derecho a quebrarte el alma. Por otro lado, el da?o que puede hacer un padre tambi¨¦n depende de nosotros mismos: durante mucho tiempo me consider¨¦ una v¨ªctima, porque la sociedad establece que todo acto traum¨¢tico debe traumatizar. Cuando comprend¨ª que mis ganas de vivir y de amar no se correspond¨ªan con las de una persona traumatizada, me desprend¨ª de ese papel. As¨ª lo pienso: no todo acto traumatizante tiene por qu¨¦ traumatizar. Como escribi¨® Goytisolo, la vida empuja como un aullido interminable, y en ese aullido me desprendo de la oralidad de la palabra pap¨¢ y desarticulo los huesos de su memoria para dar cuerpo al aliento que intent¨® quitarme. La avidez de vida me sopla en la nuca, me estimula, no soy v¨ªctima, no hay trauma, no exhibo cicatrices.
Uno de los cambios m¨¢s decisivos en mi vida comenz¨® con esta negativa a aceptar la imposici¨®n social y traum¨¢tica del padre: as¨ª despert¨¦ a mi nuevo estado, hambrienta de ilusi¨®n, pregunt¨¢ndome c¨®mo abrir la boca lo suficiente como para tragarme el mundo, mi nuevo mundo. Reci¨¦n separada de mi padre, por fin desvinculada de ¨¦l, me sent¨ª como reci¨¦n nacida. Sent¨ª que ten¨ªa un futuro. Puedo decir que el poder de mi padre se disip¨® y yo nac¨ª, a mis 14 a?os. Sal¨ª a la luz y el aire repentino de la libertad me dio un azote para que soltara mi primer llanto. Fue un llanto de alegr¨ªa.
Se rompi¨® una cadena malsana: primero, en la infancia hab¨ªa sido el amor a mi padre, pronto sucedido por el miedo. Yo pensaba que temblar ante un padre era normal. En la adolescencia fue un profesor de mi instituto quien me dijo que deb¨ªa dejar de verle. Fue un shock, pero en ese momento todo cobr¨® sentido. Deb¨ªa dejar de ver a mi padre porque cada vez que ten¨ªa que hacerlo sudaba, se me ca¨ªan las cosas, balbuceaba, dejaba de pensar con claridad. Luego vino el odio, pero un odio enraizado en el amor, un odiarle por no quererme, es decir, un falso odio, un odio triste porque reclama afecto, y porque yo sent¨ªa que a¨²n en ese punto una palabra suya bastar¨ªa para sanarme. Eso me avergonzaba, porque hay un sentimiento m¨¢s poderoso a¨²n que el de temer al monstruo: el sentimiento que produce la verg¨¹enza de amarlo. Luego vino el perd¨®n. Un perd¨®n que ha compuesto el estrato m¨¢s duradero en mi arqueolog¨ªa afectiva hacia ¨¦l. Fueron muchos a?os de perd¨®n, la mayor¨ªa. Despu¨¦s del amor, del miedo, del odio y del perd¨®n lleg¨® mi hija, que ahora, con la pasi¨®n que me ha hecho sentir a sus escasos siete d¨ªas de vida, ha dado lugar a un nuevo e inesperado sentimiento hacia mi padre: el desprecio.
Mi padre es un ser mediocre, pues entierra sus ra¨ªces en el acto mediocre por excelencia: mi padre no es capaz de amar. Su naturaleza es un absurdo porque carece de claroscuros, esos contrastes que hacen de la pintura de Caravaggio un titubeo entre la luz y la oscuridad, esa oscilaci¨®n que conforma y mueve al ser humano. En mi padre no hay claroscuro, no hay suficiente vida ni latido para que su odio, sus maltratos o su racismo puedan ser tomados en serio. Una vez que lo he entendido, veo que su maldad resulta intrascendente. Mi padre est¨¢ vac¨ªo de lo malo, porque est¨¢ vac¨ªo de lo bueno.
Mientras escribo esto mi hija est¨¢ mamando, y pienso que el amor que siento es tan diferente a cualquier tipo de amor, que la palabra amor me resulta un t¨¦rmino flojo, una incompetencia ling¨¹¨ªstica, inexplicable vac¨ªo en la historia de nuestro l¨¦xico. Esto me lleva a otro recuerdo: yo tendr¨ªa unos ocho a?os y trataba de acariciar a una ratita que ten¨ªa de mascota. Cada vez que met¨ªa el dedo en la jaula, ella me mord¨ªa. Yo le dec¨ªa ¡°t¨² no eres mala¡±, y entonces volv¨ªa a meter el dedo y ella me mord¨ªa otra vez en la herida ya abierta. Siempre met¨ªa el mismo dedo, como si cambiar de dedo pudiera cambiar esa rata por otra, y yo quer¨ªa que ¨¦sa, y no otra, cambiara, que dejara de morderme, que confiara en m¨ª. Sangraba mucho, pero otra vez y otra vez y otra vez met¨ªa el dedo diciendo lo mismo: ¡°T¨² no eres mala¡±. Yo quiero para mi hija esa misma ingenuidad, quiero que conf¨ªe, que no se d¨¦ f¨¢cilmente por vencida en la tarea de esperar lo mejor de las personas, pero tambi¨¦n quiero que sea capaz de entender que, a veces, hay que sacar el dedo de la jaula, conservar la salud y el tacto del dedo para poder acariciar la piel de quien nos abraza con verdad y respeto.
Estoy en paz. Mi hija est¨¢ a salvo sobre mi pecho, libre del da?o del coraz¨®n descolgado de su abuelo, y me siento acompa?ada por la comprensi¨®n de tantas otras personas que han sufrido las batallas de una ruptura tan dolorosa con el fin de poder conservar la fe en la amistad, en la fraternidad, en la familia. Me alegran las familias felices, me gusta observarlas, creo en ellas. Tristemente, hay padres incompatibles con la vida, y yo he elegido vivir. Miro a mi hija, y le digo que los ruiditos que suenan entre su boca y mi pez¨®n son la m¨²sica de un amor que no da?a, y que nada la inquiete, porque ya no temo al monstruo, y a¨²n m¨¢s importante:
Ya no amo al monstruo.